Tomo 2, El relámpago de la rabia, Ciclo de Shaedra —versión del 10/06/15. Puedes encontrar la última versión en http://bardinflor.perso.aquilenet.fr/shaedra/shaedra-es
Licencia. Obra artística bajo licencia creative commons by-sa, http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0/.
Redacción realizada con frundis y Vim, por Marina Fernández de Retana (kaoseto AR bardinflor P perso P aquilenet P fr).
Proyecto iniciado en el 2012.
Tomos del Ciclo de Shaedra
Suminaria se agachó para acariciar la hierba carbonizada con una mano suave y melancólica. Después de la desaparición del monolito, habían enviado algunos celmistas para recomponer el equilibrio de las energías y no sabía cómo se las habían arreglado pero habían calcinado toda la hierba en un diámetro de tres metros.
Todavía se hablaba en Ató de lo acontecido. La opinión variaba entre los que hablaban de impostores y confabuladores y los que hablaban de inconscientes valientes capaces de ir a salvar a tres snorís temerarios. Suminaria sabía que Lénisu y Dolgy Vranc habían forzado la entrada con un engaño vergonzoso para los Guardias que habían intentando sofocar el asunto con lo que había más gente que decía que el ternian y el identificador lo tenían todo planeado desde hacía días. El semi-orco, desde hacía unos días, había ido vendiendo algunos artículos valiosos, y no había comprado su habitual reserva de comida. Algunos ciudadanos de Ató estaban convencidos de que sabía que aquel monolito aparecería, si no lo había creado él, y que era difícil pensar que fuese inocente.
Pero Suminaria sabía que no tenían nada previsto. Cuando había ido a avisar a Lénisu, éste se había sobresaltado por el pánico. Pero la coincidencia era tal, que era difícil pensar que aquel monolito había sido un simple defecto del equilibrio energético.
No, a pesar de haberlo visto con sus propios ojos, Suminaria no conseguía entender lo que había pasado. A veces, como en aquel instante, lamentaba no haber intervenido. Podría haber detenido a Akín. Ni siquiera estaba segura de que la Aleria que había aparecido por el monolito blanco era realmente la verdadera Aleria. Tenía semejanzas, pero con tanta sangre negra en la cara, era difícil reconocerla y no dudar de que era realmente ella. Entendía perfectamente el choc emocional de Akín y de Shaedra, pero no entendía que hubiesen podido cruzar un monolito. Y su partida la hacía sentirse desgraciada. Y sentía envidia, también. Quién sabía si no se trataba de la misma envidia que había llevado a Agriashi Ashar a asesinar a su hermana, pensó, estremeciéndose de horror.
A Suminaria no le gustaba sentirse una Ashar. Ella no era como sus padres, fríos con los demás, codiciosos y casi fúnebres con sus espíritus calculadores en los que sólo contaba el poder de la familia. No quería ser como Agriashi, aunque ella fuese muy célebre en la región por haber permitido la fundación de Ató siglos atrás. Suminaria no tenía la intención de ser célebre, ni grande, ni poderosa, ni adinerada. Ella sólo quería amistad. Y con la desaparición de Shaedra, Akín y Aleria, tenía la impresión de haber perdido las esperanzas.
Un ruido la sacó de su ensimismamiento. Suminaria miró hacia atrás, asustada, y se relajó al ver a Ávend a unos metros, sentado sobre un tronco caído.
—Es difícil pensar que probablemente no los volvamos a ver, ¿verdad?
Suminaria sintió un escalofrío recorrerla toda entera.
—¿Crees que no los volveremos a ver?
—No lo sé. Es terrible perder a un amigo —murmuró.
Suminaria recordó lo que sabía de Ávend. Huérfano, vivía bajo la tutela de su tío, un mercante adinerado y huraño según había oído. Se las arreglaba bastante mal en lo que se refería a las energías, pero era increíblemente minucioso. Recordaba que no solía estar lejos de Aryes ni de Ozwil.
—Echas de menos a Aryes —soltó Suminaria observándolo con atención.
Ávend se mordió el labio inferior y se encogió de hombros.
—Claro. Como todos nosotros. Sé que tú no lo conocías casi nada, pero era un buen tipo —asintió como para sí con tristeza.
—Es un buen tipo —lo corrigió Suminaria—. No tenemos ninguna prueba de que no estén vivos.
—Cierto, los echaré de menos a todos hasta que vuelvan —dijo Ávend— o hasta que decida ir a buscarlos.
Suminaria lo miró con los ojos abiertos como platos.
—¿Lo harías?
Esta vez, Ávend sonrió.
—No es una misión que se suela tener muchas veces. Ir a salvar a sus amigos.
—Así que los demás, ¿también los considerabas como tus amigos? —preguntó Suminaria.
Ávend se sonrojó.
—Bueno, los conozco desde hace años. Antes jugábamos todos juntos.
—Yo también los considero como mis amigos —suspiró Suminaria, con los ojos húmedos—. Y Shaedra la primera. Hicimos las paces y luego me salvó la vida.
Todavía no había superado el temor de ser atacada de pronto por algún ser desconocido que odiaba tanto a los Ashar como para abalanzarse sobre una niña de trece años, y esa idea la devolvió de pronto a la realidad y miró a su alrededor, nerviosa. Sabía que en algún sitio escondido estaría Nandros, el agente del tío Garvel, protegiéndola y siguiéndola sin dejarle casi intimidad. Aquello duraba desde hacía días y Suminaria empezaba a sentirse más como una prisionera que como una protegida.
Ávend se levantó con ligereza y posó una mano sobre su hombro con decisión. En su rostro brillaba un destello intenso que la turbó.
—Y yo también te salvaría, Suminaria… Porque eres buena gente —añadió, sonrojándose.
Las comisuras de los labios de Suminaria se levantaron ligeramente mientras le empezaba a latir el corazón aceleradamente. ¡Qué ridículo! Ávend era más inútil que ella defendiéndose, no sabría cómo hacer para protegerla, pero aun así le gustó aquella nueva impresión de no sentirse tan sola.
Sentada en una roca, junto al arroyo, iba dando vueltas al vendaje para quitármelo definitivamente. Contemplé mi mano con el ceño fruncido. Mis dedos se habían quedado pálidos y todavía más finos que antes, y en la punta, ahí donde había tenido unas garras de unos tres centímetros de largo, duras como el hierro, sólo quedaba un centímetro escaso de restos decapitados. Era lamentable. Ahora que estaba tan lejos de los que me habían hecho eso, me daba cuenta de que me hubiera gustado vengarme. En cambio, Jaixel no me había hecho ningún daño físico, ¿para qué vengarme de él, como lo sugería Murri? Lénisu pensaba que era una locura disparatada. Y, después de todo, Murri se había equivocado del todo con nuestros padres: ni siquiera eran nakrús. A partir de ahí, todas las historias que se podían contar sobre ellos y el lich podían ser perfectamente falsas.
Acaricié la punta de una garra, tan llana que me dio ganas de vomitar. Se suponía que Ató era una ciudad civilizada. Se suponía que no maltrataban a sus habitantes. Suspiré recordando que yo misma había atacado a Suminaria y que para la mayoría quitarme las garras sólo había constituido una medida de seguridad. Era todavía más frustrante entender cómo pensaba un habitante de Ató. Y era irritante saber que no era del todo insensato ni del todo infundado el castigo que había recibido por haber «desfigurado» con tres malditos pequeños rasguños el rostro de una Ashar. Y qué importaba todo aquello ahora.
Estiré las dos manos y las metí en la corriente de agua. Me estremecí por el contacto frío pero sentí que el dolor se atenuaba. El arroyuelo bajaba hacia el oeste por un sendero sinuoso y límpido que desaparecía entre el terreno montañoso lleno de raíces. Sentí de pronto que algo me mordía las manos y las retiré del agua soltando un grito. Contemplé mis manos, boquiabierta. Dos dedos se habían quedado sin garra. No, espera… Ahí, en el fondo había una pequeña punta que salía. Creí ver el tiempo detenerse en aquel instante. ¿Volverían a crecer?, me pregunté, contemplando mis manos temblorosas. Esa simple esperanza me llenó de alegría. Recordé los días pasados, cogiendo las cosas torpemente, incapaz de subir a un árbol sin ser horriblemente lenta, esconder mis garras mutiladas por vergüenza, sentir que ya no estaba entera…
—¿Shaedra? ¿Estás bien?
Levanté la cabeza bruscamente y vi a Aleria correr hacia mí. Akín la seguía de cerca. El elfo oscuro no la perdía de vista desde que habíamos cruzado el monolito, dos días antes.
—Sí —dije enseñando mis manos muy animada—. ¡Creo que vuelven a crecer!
Aleria y Akín examinaron mis manos con curiosidad y excitación, maravillándose de que mis garras pudiesen volver a crecer en tan poco tiempo. Los observé con una mezcla de curiosidad y de cariño. Aleria había adelgazado desde la última vez que la había visto en Ató, pero tenía mejor aspecto que dos días antes, cuando había abierto los ojos en el bosque, cubierta de sangre negra de orco y con la piel tan pálida que me había hecho compararla con la de Aryes, también pálida por la parte humana que llevaba en su sangre.
—¿Cuándo crees que se van a caer las demás? —me preguntó.
—No lo sé, pero creo que les viene bien estar sumergidas en el agua —contesté, volviendo al presente—. Voy a probar volver a ponerlas.
Diciendo esto, me incliné hacia el riachuelo y sumergí las manos. Inmediatamente sentí esa sensación acuciante de que un bicharraco me estaba mordiendo los dedos. Hice una mueca de asco.
—¡Se te están cayendo todas! —exclamó Akín al de un momento.
Contemplé mis manos y las saqué con un sobresalto. Tan sólo quedaba un trozo de garra en el meñique de la mano derecha. Con el movimiento, este también se cayó y lo recogí con un gesto cauteloso.
—Guárdalo, como recuerdo —propuso Aleria.
Un trozo de garra muerta para recordar la peor etapa que había pasado en Ató. Qué ideas. Observé la uña. Gracias a mis antiguas garras, había podido hacer tantas cosas, estos años. Pero ahora las pequeñas garras que estaban creciendo ni salían aún de la piel. Eran mortalmente ridículas, pero crecerían. Me bastó pensar en eso para echar un último vistazo al trozo de uña y tirarla al río.
—No te preocupes, no me olvidaré de lo que me hicieron —repliqué con una mueca divertida—. ¿Nos vamos ya?
Akín negó con la cabeza.
—Dolgy Vranc ha encontrado unas raíces comestibles y Lénisu nos ha encontrado un montón de bayas. Ha dicho que eran venenosas, pero luego le he visto comer, así que supongo que estaría bromeando.
Puse los ojos en blanco.
—Nunca puedes saber si Lénisu habla en serio o no. Mm, ¿has dicho bayas y raíces? ¡El primero que llegue es un zopenco!
Inicié la carrera y Akín se puso a correr mientras Aleria me miraba con las cejas enarcadas, sin moverse. Me detuve en seco en plena carrera y estallé de risa mientras observaba que Akín se giraba hacia mí sacudiendo la cabeza, alucinado.
—¿Cómo he podido caer? —se preguntaba.
—La costumbre, supongo —contestó Aleria con una ancha sonrisa, mientras yo no paraba de reír—. ¿Vamos?
Cuando llegamos junto al campamento, estaban cociéndose las raíces en una parrilla de madera de tránmur.
Dolgy Vranc estaba quitándose su camiseta mojada por el sudor y pude ver en su espalda oscura y musculosa dos largas cicatrices más claras que parecían causadas por un arma. Hubiera podido parecer impresionante si Stalius no hubiese estado a su lado. El legendario renegado tenía un chirlo hasta en su rostro, que empezaba desde la oreja derecha y acababa cerca de la nariz. Hablaba orgullosamente de sus cicatrices, acordándose de cuándo y dónde las había obtenido, pero nunca hablaba del Cuadrado rojizo marcado al rojo vivo en su frente, ni era en realidad muy parlanchín ni gracioso. Protegía a Aleria porque, según él, era la Hija del Viento.
Stalius nos había contado en parcas palabras que los abuelos de Aleria venían de un pueblo, ahora prácticamente extinguido, de las tierras de Acaraus que se denominaban los guaratos. Los padres de Aleria, Daian y Eskaïr, se conocían desde la infancia y habían vivido en las marismas de Acaraus, sobreviviendo al río cuyas aguas se habían desencadenado, arrastrando todo a su paso. Luego, ambos se habían visto obligados a separarse y Daian había acabado por convertirse en una prestigiosa alquimista en Ató, secretamente miembro de la cofradía de los Mentistas. Eskaïr, por su parte, se convirtió en un esferista, miembro de los Monjes de la Luz, y un día ambos se volvieron a encontrar, nació Aleria… y hubiera podido ser un final feliz, si Eskaïr no hubiese continuado con sus experiencias. Eskaïr, después de una riña con un miembro importante de su cofradía, traicionó a sus hermanos cofrades, renunciando a sus votos y negándose a compartir sus investigaciones. Desapareció y a Daian le costó mucho convencer a los Monjes de la Luz de que desconocía totalmente los descubrimientos o invenciones de su marido. Ella quedó como una viuda, casi una víctima, y él como un paria desleal. Después de toda esta historia, Stalius no había querido explicar por qué creía que Aleria era la Hija del Viento, y Aleria no parecía saber más que nosotros del asunto. En cambio, la elfa oscura nos nos contó cómo había desaparecido tan misteriosamente de Ató.
Dijo que había encontrado dos pociones en el estudio de su madre con etiquetas de uso. Se había bebido una de las pociones donde ponía «Para cuando necesites ayuda» y nadie en el grupo le preguntó si había razonado antes de hacerlo. En fin. Aleria se había volatilizado y se había encontrado con el legendario renegado que quería protegerla y ayudarla a cumplir el designio de los dioses, ya que según él Aleria tenía que realizar una misión divina. Venga ya. Yo no me atreví a decirle a Stalius que los dioses no se molestaban en salvar a Hijas del Viento ni patrañas, y todavía menos los dioses sharbíes, pero Lénisu no se cortó ni un pelo para reírse de él a la cara con lo que Stalius se había mosqueado y Lénisu había soltado precipitadamente:
—¡No era mi intención ofenderte, amigo! Por supuesto que te ayudaremos a proteger a Aleria. Para eso hemos venido.
¿Para eso habíamos venido? ¿De veras lo pensaba? Yo, por supuesto, siempre protegería a mis amigos, pero Lénisu no tenía nada que ver ahí dentro. Él lo único que quería era reunir a la familia. Y yo no podía reprochárselo, ni tampoco sentirme culpable por haber cruzado el monolito. De todos modos, la razón por la cual habíamos llegado ahí carecían de importancia por el momento, ya que no sabíamos ni dónde estábamos.
Mientras comíamos las raíces, los demás emitían suposiciones sobre el lugar donde nos encontrábamos. El día siguiente, habíamos seguido la vertiente de la montaña hacia el sur, y ahora Dolgy Vranc proponía que bajásemos y que siguiésemos nuestro camino en las tierras bajas, pero Lénisu negaba con la cabeza.
—Antes, pienso que tendríamos que subir un poco, hasta que se acaben los árboles. Quizá podamos situarnos mejor desde arriba, con la vista que tendremos. Intenté subir a uno de estos árboles para ver algo, pero tienen una forma extraña y arriba no hay más que ramas diminutas y un tronco increíblemente resbaladizo.
Stalius abrió la boca para soltar, lacónico:
—Son ombragos. El tronco resbala.
Lénisu resolló.
—Sí, ya lo he visto.
—Stalius —dijo de pronto Dolgy Vranc, frunciendo el ceño—, parece que ya has visto estos árboles en otros sitios. ¿De dónde vienes exactamente?
Eso era verdad, me di cuenta. En Ató jamás había visto unos árboles tan grandes y con tan pocas ramas. Stalius se encogió de hombros.
—Ombragos hay por muchos sitios. Yo vengo de las marismas de Acaraus, pero sé que existen esos árboles en otros bosques. Es difícil recordar —añadió con el ceño fruncido por la concentración.
Vi que Lénisu se había preparado para soltar alguna burla y me sorprendí al verlo tragarse sus palabras. Pensé que quizá tuviese razón: mejor no avivar la cólera de un legendario, sobre todo si habían renegado de él.
Habíamos visto que al cruzar el monolito, el sol se había inclinado ligeramente hacia el oeste, lo que significaba que estábamos al este de Ató, ¿pero quién sabía a cuántos días? Dolgy Vranc pensaba que al menos un mes de marcha nos separaba de Ajensoldra, pero se le veía en la cara que en realidad no tenía ni idea.
Dadas las prisas de nuestra partida, no llevábamos gran cosa. Lénisu se lamentó por haber dejado su bolsa, pero, como siempre, llevaba su espada corta a la cintura. Akín había dicho que habría querido llevarse alguna espada de su padre, por si las moscas, y tuve que recordarle que no sabía usar una espada. Yo había dejado mi puñal en mi cuarto, porque en la prueba no se admitían armas u objetos cortantes y lo único que tenía era la ropa que llevaba encima. Por un momento me alegró tener la cinta azul que me había regalado Wigy, pero luego, más pragmática, me dije que no me salvarían de estar cerca de una mansión de trolls, o peor, cerca de un portal funesto desconocido. Dolgy Vranc, por su parte, no había emitido ninguna queja aunque probablemente era el que más bienes materiales había dejado atrás. Stalius era el único que parecía tener algunas pertenencias. Tenía un bol que parecía tener tantos años como él, una cazuela de barro, dos odres y un impresionante mandoble.
Finalmente, decidimos dirigirnos hacia el suroeste, bajando tranquilamente la montaña en diagonal. Hablábamos poco entre nosotros. Stalius abría la marcha y Dolgy Vranc y Lénisu la cerraban. Akín y Aleria no se separaban. Había nacido algo extraño entre ellos que me hacía sentirme más sola. Y no conseguía trabar grandes conversaciones con Aryes, porque seguía teniendo la impresión de que se había entrometido entre nosotros sin razón aparente. Siempre había visto a Aryes como alguien muy silencioso, un poco como su amigo Ávend, y me sorprendía verlo bromear con Lénisu a menudo. Aquellos dos se llevaban de maravilla.
De pronto, me puse a pensar en Ató y en Wigy y en Kirlens. Ahí lejos, los había dejado, sin despedirme, sin poder decirle a Wigy lo mucho que la quería… el único al que no añoraría nunca sería Taroshi, pensé con un mohín, recordando su cara de sanguinario cuando había querido dispararme una flecha, hacía más de un año.
—¿En qué piensas? —me preguntó Aryes, con curiosidad.
Aryes andaba junto a mí entre los árboles, mientras seguíamos a Stalius. Llevaba una simple túnica gris y unos pantalones pardos.
No contesté de inmediato a la pregunta de Aryes porque simplemente no estaba pensando en nada en concreto.
—En la vida —declaré al fin.
Aryes enarcó una ceja, sorprendido. Por lo visto, no se esperaba a esa respuesta. Obviamente, no sabía qué contestar.
Detrás, oí la risa de Aleria y giré la cabeza, sorprendida. Akín acababa de soltar algo gracioso y ambos se reían a carcajadas. El elfo oscuro siempre sabía distraerla para que dejase de dar vueltas a las cosas sombrías, y me alegró verlos así.
—¿Qué piensas de Stalius? —me preguntó de pronto Aryes.
Me encogí de hombros, sorprendida por la pregunta.
—¿Stalius? No sé. Parece un tipo con principios, ¿no? Y como le ha protegido a Aleria, supongo que se puede confiar en él.
—Lo supones, pero no estás segura —apuntó Aryes con una mueca que se acercaba a una sonrisa.
Fruncí el ceño y aparté el tema de la conversación con un gesto de la mano.
—Apenas lo conozco. ¿Cómo podría confiar en él? La confianza se construye con el tiempo.
Aryes se mordió el labio y asintió, pensativo.
—Sí, supongo.
No dijo nada más. En aquel momento, Stalius se paró y se agachó, como buscando algo en el suelo. Cuando nos acercamos, se giró hacia nosotros con la nariz fruncida y agitó la cabeza.
—Huellas de oso. Son frescas.
Me recorrió un súbito escalofrío.
—¿Un oso? —repitió Aryes con la voz atragantada.
El valiente Aryes parecía todavía más aprensivo que yo, pensé con una sonrisa divertida.
—Un oso sanfuriento —afirmé tranquilamente—, de esos que te atacan y te queman poco a poco con sus toxinas.
Aryes me miró con los ojos abiertos como platos y me pareció tan graciosa su expresión de terror que estallé de risa abiertamente mientras Stalius seguía la marcha. Durante un largo rato, Aryes no me dirigió la palabra, y finalmente, cuando lo hizo, fue para preguntarme:
—¿Desde cuándo sabes que Lénisu es tu tío?
—Oh, desde hace apenas unos días —dije, mientras él me miraba, sorprendido—. ¿Qué? Tengo la impresión de que lo conozco desde hace más tiempo —me defendí. Y me di cuenta, con estupor, de que era cierto. Con una mirada rápida hacia atrás, vi a Lénisu caminar con un bastón que se había encontrado. Andaba con ligereza y elegancia e incluso en aquel momento su aire serio, tan atento en lo que estaba haciendo, me pareció gracioso.
Me volví hacia Aryes mientras este decía con una mueca divertida:
—Es alguien muy especial, ¿eh? Ayer me habló de ti. —Sonrió ampliamente—. Dijo que tenías un carácter de bruja greñuda.
Agrandé los ojos, enojada. ¿Cómo se había atrevido a llamarme bruja greñuda?
—¿Y a ti te parece divertido? —solté con una mueca altanera.
Aryes enarcó las cejas, con aire confuso, y sentí que se me dibujaba una sonrisa boba en la cara.
—Pues puedes decirle a Lénisu que él tiene un carácter de orquillo de feria.
—No soy mensajero —replicó Aryes, poniendo los ojos en blanco—. Pero yo no lo veo como a un orquillo de feria. Más bien como a esos saltimbancos que vienen de Yurdas en la primera semana de Coralo.
Sonreí nada más imaginarme a Lénisu subido en una mesa, bailando al son de la gaita.
—Así que Lénisu te habla de mí. Pues más le vale que cierre la boca, apenas me conoce.
Aryes se encogió de hombros, molesto.
—Bueno, en realidad él te conoce desde hace tiempo. Me dijo que de pequeña volvías siempre llena de barro a casa y que hacías muchas diabluras. Cuánto has cambiado —añadió con un tono divertido que de pronto me exasperó.
—Le prohibiré que hable de mí así a mis espaldas. Si yo apenas me acuerdo de nada, y todavía menos de él. Para mí que tenía que venir muy de vez en cuando. Y tú más te vale no meterte en asuntos que no te conciernen —solté, molesta—. Además, no acabo de entender por qué estás aquí.
Hubo un silencio y yo insistí:
—¿Por qué cruzaste el monolito?
Aryes había palidecido y su sonrisa se había desvanecido. Abrió la boca y la volvió a cerrar, y miró a su alrededor como si se hubiera perdido y pidiese ayuda a un ser ausente.
Esperé pacientemente, sintiéndome ya algo avergonzada por haberle hablado con demasiada brusquedad. Creí que no me iba a contestar cuando murmuró algo de pronto cogiendo distraídamente una hoja de una rama.
—¿Cómo? —le dije. No había oído nada.
Me miró con aire de desafío y se encogió de hombros, nervioso.
—Y yo qué sé.
Entonces le cogí el brazo de pronto para detenerlo y logré salvarlo de un golpe duro contra una rama puntiaguda.
—Ten cuidado —solté con una mueca turbada.
Aryes se sonrojó y asintió.
—Soy un peligro para todos —afirmó—. Siempre he traído mala suerte a mi familia. No sé lo que esperaba.
Tragó saliva con dificultad y desvió la mirada. Jamás había sabido nada de la familia de Aryes, me di cuenta. A decir verdad, jamás me había interesado por su vida. Sabía que su padre era carpintero celmista, que su madre tenía los mismos ojos azules que él y que siempre guardaba macetas muy floridas en su balcón. Pero nada más. En todo caso, Aryes era simpático, pero su actitud era extraña. Siempre lo había sido. Y ahora parecía abatido. Después de todo, él estaba aquí con nosotros, lejos de su familia y de todo lo que conocía. Normal que estuviese totalmente perturbado y más raro que de costumbre.
—No eres un peligro para todos. Solamente para ti —apunté amablemente—. ¿Y qué quieres decir con que traes mala suerte? Si estos últimos días me temo que de los dos la que se ha metido en más líos soy yo.
Aryes meneó la cabeza.
—Tú querías salvar una vida. Y te enfrentaste a Suminaria a pesar de sus títulos.
Pensar en Sain me volvió hosca y contesté con cierta brusquedad cuando dije:
—Al parecer, tú también sabías que Suminaria era una Ashar. Yo no lo sabía.
Aryes me miró, incrédulo.
—¿Lo ignorabas? —esbozó una sonrisa—. La gente de Ató no aprecia mucho a los Ashar, pero tienen tanto poder que los temen casi tanto como a los Erjais.
Inspiré hondo y gruñí.
—Bah. De todas formas siento mucho haber atacado a Suminaria. Ahora, me siento como una salvaje incontrolable —sonreí levemente—, como una bruja greñuda. Jamás había hecho sangrar a alguien. Y Suminaria era mi amiga. Me da vergüenza recordar lo que hice. Sólo… sólo porque creí que nos había traicionado.
—No sería la primera Ashar en haber traicionado.
—Suminaria no es una Ashar cualquiera —repliqué entre dientes—. Ella es buena.
Aryes soltó una risita divertida.
—Si la carcoma llega al tronco, alcanzará todas las ramas. En mi casa, es casi un dicho. Los Ashar son una familia. Hablan entre ellos. Acaban teniendo las mismas ideas. ¿Sabes lo que dice mi padre? —Enarqué una ceja—. Que deberían cambiar su lema por «engañar, robar, festejar».
Lo miré con una mueca pensativa. Aryes parecía tener en poca estima la proclamada grandeza de los Ashar.
—Sigo pensando que Suminaria es una amiga admirable —declaré y, apartando una mecha de mis ojos, miré a mi alrededor y me quedé paralizada—. El oso.
Aryes, viendo mi expresión, siguió la dirección de mi mirada en tensión, palideciendo, imaginando que el oso iba a caernos encima de un momento a otro… me eché a reír hasta que me saliesen lágrimas de risa.
—¡No se hace! —protestó Aryes, herido en su amor propio.
—Era una broma —me defendí con una amplia sonrisa. Le cogí de la manga y señalé a Stalius, entre los árboles—. Creo que ha encontrado algo.
Una súbita brisa se elevó a nuestro alrededor. Aryes frunció el ceño y asintió.
—Huele a algo extraño.
—¿A algo extraño? —lo miré, boquiabierta. Sabía que había sido él el que había levantado la brisa. ¿Cómo lo hacía? Yo era incapaz de hacer algo semejante, sobre todo en el plano material. La energía órica apenas se enseñaba en el nivel de snorí.
—Ajá —dijo Aryes—. Huele a chamuscado.
—¿Un fuego? No huelo nada.
—Un fuego en sí no huele a chamuscado. ¿Ves? Stalius se está agachando detrás de ese arbusto. Ha visto algo.
Me invadió una oleada de terror. ¿Qué podría hacer que Stalius, con su mandoble, se tuviese que esconder detrás de un arbusto?
La risa de Aryes me sacó de mis temores y me di cuenta de que se había burlado de mí sin escrúpulos.
—¡Admite que has caído!
—Un poco —admití, carraspeando. Al de un rato, solté—: supongo que me lo merecía.
Aryes asintió sin dudar, con una sonrisa tonta.
—Totalmente —confirmó.
Estuvimos andando durante todo el día, haciendo breves pausas para descansar. Enseguida se veía quién estaba habituado a andar y quién no. Aleria y Aryes eran los que más se fatigaban. Ambos por ser muy lectores y pasarse todo el día sentados. Dolgy Vranc, aunque fuese un semi-orco, necesitó varios días antes de dejar de tener agujetas en las piernas. Lénisu, en cambio, parecía tan reposado al atardecer como a la mañana y Stalius nunca se quejaba o hablaba de sí mismo, con lo que no se podía saber si le costaba o no llevar aquel mandoble enorme.
Akín y yo seguíamos el camino con una marcha alegre y ligera. Se me llenaba el corazón de alegría al constatar cada mañana que mis garras crecían un poco más cada día. Eran apenas unos milímetros, y a veces ni se notaba el cambio, pero la simple seguridad de que volverían a crecer me tranquilizaba el ánimo y el resentimiento contra el Mahir de Ató.
Conseguimos cazar dos conejos antes de que atardeciera. Uno lo aturdió Dolgy Vranc con un relámpago de energía que me dejó admirada, y no nos costó mucho atrapar a la presa titubeante. Para el otro, Aryes utilizó la energía órica para asustar al conejo y abalanzarlo hacia mí. Escondida en un arbusto, invité el jaipú a que se extendiese en mi brazo y atrapé el conejo con un movimiento rápido. Como pataleaba, casi se me escapó, pero conseguí llevarlo por las orejas a Stalius. No pude desviar la mirada cuando éste le retorció el pescuezo y empezó a despellejarlo. ¡Corría tan libremente y tan alegremente unos minutos antes! Me sentí tan desolada que tuvieron que insistir intencionadamente en lo buenas que estaban las raíces mezcladas con carne para que me decidiera a probar. Lénisu no se había acercado a la hora de despellejar el conejo pero luego no le había molestado cocinarlo. Había mezclado raíces, bayas y perejil para hacer una salsa, había asado los conejos cortándolos en cachos y los había metido en la cazuela. El resultado era un deleite.
—Por Ruyalé, Lénisu, sí que eres un buen cocinero —confirmé animada, tragando lo que tenía en la boca.
—Por supuesto que lo soy. En los Subterráneos, trabajé de cocinero para un orco llamado Hanichen. Le hacía los mejores platos de toda la ciudad. —Sonrió modestamente, recordando—. Champiñones, raíces de tugrín, anémonas blancas y puerros negros… ¡Qué días aquellos!
Intercambié una mirada con Akín y nos reímos.
—Yo también sé mucho de cocina —protesté—. No por nada he ayudado a Kirlens y a Wigy durante tantos años.
—Bah, ¿tú, ayudarlos? Seguro que andarías por ahí saltando de rama en rama. Como un mono gawalt.
Puse los ojos en blanco. No era la primera vez que me comparaba con un gawalt.
—Qué va. Si hasta tengo una cicatriz aquí, en la mano. Me la hice cortando zanahorias —expliqué.
—Pff, heridas de aficionados —replicó divertido.
—De acuerdo, Lénisu, tú eres el mejor cocinero —le dije con una amplia sonrisa—. Y a partir de ahora cocinarás todos los días.
Lénisu se paralizó con un tic nervioso en la comisura de los labios. Je, había metido la pata.
—Es una suerte que no haga frío —comentó Dolgy Vranc, como si no hubiese seguido la conversación—. Podríamos estar mucho peor.
Stalius se rascó furiosamente la cabeza y asintió en silencio gravemente, mientras Aleria parecía muy concentrada en tragar y masticar.
—¿Pero realmente nadie aquí sabía adónde llevaba el monolito? —preguntó Aryes, escéptico.
Otra vez el tema de los monolitos, me dije, suspirando interiormente.
—Oh, sí, claro que alguien lo sabía —contestó Lénisu, atrayéndose las miradas sorprendidas de todos—. Pero ese alguien no está aquí.
Me dirigió una sonrisa y entendí que tan sólo estaba afirmando cosas a ciegas. Pero, curiosamente, Stalius aprobó su declaración.
—Eso es verdad. Alguien lo sabía.
Supuse que estaría pensando en los dioses o en algún adivino sharbí. Me habían bastado unos días para entender que Stalius era un hombre aferrado a la religión sharbí.
—¿Por qué cruzaste el monolito? —le pregunté a Aleria.
Aleria tragó su último bocado.
—Te podría hacer la misma pregunta —replicó malhumorada. Como la miraba, perpleja, pareció reprimir su malhumor—. Lo siento. Al fin y al cabo, supongo que os debo una explicación —dijo con nerviosismo, jugueteando con un pequeño palo.
—Sería bienvenida —reconoció Dolgy Vranc.
Akín y yo la miramos con intensa curiosidad mientras ordenaba sus pensamientos.
—Bueno —dijo al cabo—. Voy a contar desde el principio, ¿os importa si me repito? —Como poníamos los ojos en blanco, se lanzó—: Cuando me bebí la poción, aparecí en un bosque muy tupido, mucho más oscuro que este. Stalius estaba ahí, sentado en una roca… parecía esperarme.
Stalius asintió ante su mirada interrogante.
—Te esperaba desde hacía años.
—Me dijiste que aquel bosque era el Bosque de Hilos —él aprobó con la cabeza—. Estuvimos andando durante días. Creo que fueron seis. Yo no paraba de hacer preguntas, pero Stalius no quería decirme nada —añadió con una punta de reproche en la voz.
—No estábamos seguros —explicó con su habitual rigidez—. Necesito toda la concentración para oír el peligro.
—Y para hablar —murmuró Lénisu entre dientes, tan bajo que estuve casi segura de que Stalius no había oído nada.
—Pero me dijo que podía encontrar a mi madre —dijo Aleria—. Y sabía tantas cosas sobre ella que confié en él.
Stalius hizo una mueca leve.
—Te costó confiar en mí, y aun ahora pienso que no te crees todo lo que te digo.
—Es verdad —admitió ella—. Pero es que eso de la Hija del Viento me suena a cuento de hadas. Ni siquiera acabo de entender qué es exactamente.
—Eres la que salvará nuestro pueblo. La que calmará el Aprendiz. Como tu abuela, Aleria. Daian tuvo que huir porque los dioses nos castigaron por la guerra. Combatimos a los raskidos sin piedad. Recibimos el castigo con la furia del Hijo del Agua que nos dispersó, pero los dioses dijeron que un día la Hija del Viento vendría y que nuestro pueblo renacería otra vez. Esperaba que fuese Daian, pero desgraciadamente los dioses la han apartado de mi camino. Aleria vendrá a Acaraus y reunirá a su pueblo —sentenció.
En otras circunstancias, hubiera estallado de una risa duradera, pero Stalius parecía tan serio y trágico cuando hablaba que me quedé embelesada por su dramatismo. Aleria ya parecía haber oído la teoría de Stalius en algún otro momento porque tuvo una mueca aburrida.
—Mira, Stalius, apenas te conozco, así que quizá hable precipitadamente, pero yo no pienso que…
—¡Adoro este asunto! —exclamó de pronto Lénisu—. Formidable, absolutamente formidable. Un castigo y un mensaje de los dioses… —me dedicó una amplia sonrisa—. ¿Qué te parece, Shaedra?
Lo observé, estupefacta. ¿Acaso me lo preguntaba en serio? Dolgy Vranc y Stalius lo miraban con desconfianza mientras que los demás parecían tan sorprendidos como yo por su súbito arranque.
—Esto… —dije, insegura. Y decidí cambiar de tema—. No nos has dicho por qué al vernos en Ató huiste de nosotros, Aleria.
—Cierto —murmuró ella lentamente, con los ojos clavados en mi tío—. Nos atacó una tropa de orcos negros y…
—Unas criaturas horribles —asintió Lénisu con seriedad—. Terriblemente sanguinarias —apuntó con una voz escalofriante, señalando a Dolgy Vranc como a un alumno. Obviamente, el semi-orco no sabía si sentirse ofuscado o divertido—. No me extraña que al ver a mi sobrina salieras por patas, Aleria. No te lo puedo reprochar.
Hice un esfuerzo para no reírme. Aquella conversación era gravísima para Aleria y no quería herirla. Intercambió una mirada nerviosa con Akín. Me pregunté si Aleria sabía más del tema o si estaba tan perdida como nosotros.
—Llegamos a un moijac —contó Aleria—. Me acordé de los consejos que me daba mi madre, cuando era pequeña. Me decía que esos templos sharbíes eran unos lugares protectores y que estaban llenos de energía. Tenía otra poción que había sacado del laboratorio de mi madre y que servía para crear un monolito. Seguí las instrucciones y vertí el contenido sobre un círculo, que era de un material extraño. Pero no debí de hacerlo correctamente, no esperaba que hubiese dos monolitos —masculló, ruborizada.
—No podemos entender los designios de los dioses —la tranquilizó Stalius.
—Demonios, eso sí que son pociones —dijo Lénisu, con un silbido impresionado. Dolgy Vranc, en cambio, no parecía tan sorprendido por la habilidad alquimista de Daian.
—Pero… cuando nos viste… —empezó Akín.
—No os vi —declaró Aleria con una voz firme—. Creí que estaba soñando. Creía que no había acabado de cruzar el monolito. Lo siento. Si no me hubieseis reconocido todo habría sido mucho más simple para vosotros.
Al oírla, me exasperé.
—¿Cómo que todo habría sido mucho más simple para nosotros? —repliqué, indignada.
—No te habríamos abandonado, Aleria —afirmó Akín con vehemencia—. Teníamos pensado ir a buscarte —asentí al mismo tiempo que él, mientras Lénisu daba un respingo y me miraba con una mueca sin decir nada.
Aleria nos miró uno a uno con los ojos brillantes.
—Oh —soltó, sofocada por la emoción—. Pero has dejado a tu familia, Akín, y tú, Shaedra. Y Aryes. Habéis dejado vuestro futuro de snorís… por mí. No sé qué decir.
—Pues no digas nada —dijo Dolgy Vranc con amabilidad—. Creo que te hemos presionado bastante por hoy. Ahora supongo que tú y Stalius iréis a las tierras de Acaraus.
Aleria se sobresaltó, frunció el ceño.
—¿Tú no vienes?
Parecía querer decir algo más, pero ninguna palabra más salió de su boca abierta. Cuando Dolgy Vranc me miró, interrogante, me hubiera caído de sorpresa si ya no hubiese estado sentada. ¿Acaso me estaba pidiendo algo así como un permiso? Instintivamente, me giré hacia Lénisu y este sonrió.
—En lo que se refiere a mí, os acompaño. Me muero de ganas de ver a los dioses en acción —añadió dirigiéndose con extrema afabilidad hacia un Stalius impertérrito—. Y por supuesto —dijo implacable, antes de que pudiese abrir la boca— Shaedra va adonde yo voy.
—Yo sigo. —El semi-orco no parecía encantado.
—¿Quién demonios dijo que no iríamos todos juntos? —soltó Akín mirándonos a todos con aire perdido mientras yo mascullaba algo por lo bajo.
—Bien —dijo Stalius levantándose de pronto—. Ahora que hemos comido, a dormir. Hago el primer turno de guardia. Mañana bajaremos de la montaña.
Definitivamente, Stalius era un curioso personaje, parco en palabras y sin una pizca de humor. Un sharbí devoto que había encontrado a la Hija del Viento y que quería llevar esta a Acaraus para salvar a un pueblo que había desaparecido desde hacía más de treinta años, ahogado por el turbulento río del Aprendiz. Parecía alguna misión de leyenda propia de los libros míticos o de aventuras.
Y resultaba que Aleria siempre había vivido en un pueblo eriónico y no sabía nada sobre la religión sharbí, ni sobre los guaratos, salvo si había leído algo en los libros, lo que era muy probable. En fin, había que reconocer que Stalius tenía también una parte de la mente más realista: estábamos muertos de cansancio y la oscuridad nos empezaba a rodear con inquietantes garras de sombra.
Sin una palabra, me levanté y me tumbé en el pequeño jergón de hojas que me había hecho. No era muy cómodo, pero al menos no estaba en contacto directamente con la tierra.
—Es un marimandón —me murmuró Aleria cuando vino a tumbarse junto a mí.
—¿Quién? ¿Stalius?
—Y no me gusta que considere que voy a seguirlo porque sí, porque soy la Hija del Viento.
Hablaba muy bajito pero estaba segura de que Akín y Aryes, tumbados a dos metros, nos oirían perfectamente. Lénisu y Dolgy Vranc estaban tumbados del otro lado de la hoguera apagada y parecían conversar en voz baja. Era extraño verle a Lénisu hablar seriamente e, intrigada, me pregunté qué se estarían diciendo.
—¿Pero qué se supone que es eso de la Hija del Viento? —pregunté cuando supe que mi silencio se volvería insoportable para Aleria.
Vaciló y al cabo susurró:
—Stalius dice que es un secreto de los guaratos.
Noté que los murmullos de Dolgy Vranc y Lénisu se habían apagado. Era curioso darse cuenta de que la noche tenía tantos ruidos extraños. Se despertaban criaturas nocturnas, cigarras, búhos, murciélagos… esperé que no vendría ningún oso a atacarnos.
—Y aunque pueda parecer ridículo, Stalius me protege así que no puedo reírme de él a la cara, ¿no crees? —continuó al de un rato Aleria—. ¿Estás despierta?
—Sí —dije reprimiendo en vano un bostezo—. Estoy despierta. No te preocupes por Stalius, Aleria. Al fin y al cabo, ¿qué importa si vamos a las Tierras de Acaraus o a la isla de Ramalarkás? Tú lo que quieres es encontrar a Daian, ¿verdad? Y yo a Murri y a Laygra. Ninguna de las dos sabemos por dónde buscar, así que por el momento no perdemos nada por hacerle caso al marimandón, ¿no crees?
Estaba casi dormida cuando la oí contestar como para sí:
—Para ti las cosas parecen tan fáciles.
Aquella noche soñé con un gato. Creo que era el gato de rayas con el que a veces me encontraba en los tejados, junto a la taberna, y al que había bautizado con el nombre de Tigre. El felino me iba guiando por un laberinto muy complicado y yo corría, llamándolo. Iba cada vez más rápido y, entonces, cuando creí que el gato se me escapaba, se detuvo bruscamente, abrió la boca y sonó una risa aguda y estrangulada demasiado familiar que me despertó con un sobresalto.
El bosque, iluminado por la Luna, me dejaba ver claramente mi entorno. Junto a mí, Aleria y los demás dormían profundamente. El legendario seguía empuñando el pomo de su arma. Me daba escalofríos pensar en su vida pasada. Con tantas cicatrices, no podía haber tenido una vida muy relajada. Lénisu se agitaba en su sueño, como si estuviese teniendo una pesadilla… ¡una pesadilla! Acababa de soñar con la risa aquella que parecía resurgir de los recónditos de mi memoria en los momentos menos oportunos.
En una piedra, estaba sentado Dolgy Vranc y sus ojos negros me observaban fijamente. Por un momento, me quedé helada. Dolgy Vranc era una persona a la que nunca se podía llegar a conocer realmente e ignoraba tantas cosas sobre él que a veces su actitud me dejaba perpleja, sobre todo porque me daba cuenta de que era incapaz de adivinar sus pensamientos, en parte porque las expresiones de un semi-orco no eran iguales que las de otros saijits.
Como el sueño me había desertado completamente, me levanté en silencio y me senté junto a él murmurando:
—No puedo dormir.
—Tu tío tampoco parece estar descansando mucho. Parece ser de familia —soltó, señalando a Lénisu con la barbilla. Mi tío agitaba la cabeza como si estuviese luchando contra alguien, abría la boca y la volvía a cerrar con una mueca de disgusto.
Estar sentada al lado del semi-orco me ayudó a recordar que Dolgy Vranc me caía bien.
—¿No añoras mucho tu casa? —le pregunté en un susurro.
Dolgy Vranc resopló, divertido.
—Cuando era joven, no la añoraba. A mi edad, no serán unos cuantos juguetes los que me harán volver —aseguró.
Entonces le hice la pregunta que ansiaba hacerle desde hacía dos días.
—Tienes el amuleto, ¿verdad?
Por toda respuesta, Dolgy Vranc metió la mano en un bolsillo y sacó el colgante, sin dejármelo coger sin embargo.
—No se puede hacer gran uso de él —dije con una mueca dubitativa.
—No —admitió—. Al menos no nosotros. Un nakrús o un lich podría usarlo. Un coleccionista daría mucho por poder tener esto en las manos durante un breve segundo.
—¿Eres coleccionista? —me extrañé.
Dolgy Vranc me miró, sorprendido, y volvió a meter el amuleto en su bolsillo.
—No —dijo bruscamente—. No soy coleccionista. Ni comerciante. Sólo soy un humilde fabricante de juguetes —añadió guiñándome un ojo.
Los días pasaban sin que viésemos ningún pueblo ni ningún saijit. A veces teníamos suerte y encontrábamos plantas comestibles que comíamos hasta saciarnos, otras veces apenas encontrábamos unas raquíticas raíces aunque seguramente nos rodeasen mil cosas comestibles que no éramos capaces de reconocer. Stalius, pese a las innumerables aventuras que tenía que haber vivido, era un inútil en cuestión de comida y Dolgy Vranc admitía que estaba totalmente perdido en este entorno que no conocía. En realidad, Lénisu era el que mejor parecía reconocer las plantas comestibles, pero alguien como Stalius o como Dolgy Vranc no se saciaba con unas cuantas raíces o flores. Aun así, seguíamos, insistentes, rumbo hacia el suroeste.
Dejamos la montaña para adentrarnos en un valle muy boscoso y húmedo pero sin rastro de río. Ahí todo parecía ser vida. Pudimos cazar con más acierto y Dolgy Vranc nos enseñó a calcular nuestra puntería con relámpagos de energía brúlica. Me alegré de que Dolgy Vranc admitiese que era también un inútil en energía esenciática y que utilizase más la energía brúlica. Aryes y Aleria tuvieron más dificultades, pero Akín me sorprendió cuando dejó casi paralizado a un conejo, aunque luego se quedó tan aturdido él mismo por el esfuerzo que ignoro si comer un buen trozo de conejo durante la cena compensó.
En un momento nos desviamos más hacia el oeste y acabamos en unas montañas descubiertas y rocosas donde apenas crecían algunos arbustos en medio de una hierba poco alta y amarillenta. El primer día en que dormimos en descampado, me pareció maravilloso sentir que además de estar rodeada de un aire menos cargado de humedad, no había mil bichos en torno a mí agitando sus pinzas o sus alas, pero al día siguiente, me di cuenta de que dejar el valle tenía más de un inconveniente. Primero, era más difícil encontrar comida; segundo, el sol golpeaba insaciablemente contra nuestras cabezas.
A la mañana, todavía, podíamos hablar alegremente. Un día, Lénisu y Aryes discutían animadamente sobre algo que tenía que ver con los idiomas mientras Aleria los escuchaba meneando la cabeza, incrédula. Akín y yo le habíamos pedido a Dolgy Vranc que nos enseñase más cosas sobre la energía brúlica y nos iba explicando cómo él se la representaba en su cabeza.
—La energía brúlica no se puede describir. Supongo que pasará lo mismo con las demás energías, pero esta es la única que conozco. Vosotros habéis tenido la suerte de poder experimentarlas todas.
—Apenas —repuso Akín poniendo los ojos en blanco— y no todas ni mucho menos.
—Hay demasiadas energías para poder entenderlas todas —comenté.
—Bah. Os faltan aún años de aprendizaje. Y el objetivo no es entenderlas todas a fondo. Estoy seguro de que para algunas cosas sabéis mucho más que yo.
—Según algunos, en Aefna, un snorí de la Pagoda sabe más que nosotros en Ató —dije, pensando en todo lo que sabía Suminaria y que ignoraba yo.
—Ya, pero en Aefna, ¿sabes cuántos habitantes hay? Unos veinte mil. Seleccionan más a sus alumnos y los especializan antes. No se puede comparar con Ató.
Intenté imaginarme una ciudad llena de veinte mil cabezas, cuarenta mil ojos… tenía que ser inmenso e invivible. ¿Cómo haría alguien para salir a jugar en el bosque? Tendría que andar durante un buen rato. Si al menos hubiera construido la ciudad sobre una línea, pero no. Recordaba algunos planos de la ciudad, y me imaginé las casas hacinadas, siguiendo un complicado entramado de calles y más calles.
—No debe de haber tantas diferencias entre ambas Pagodas —razonó Akín—. Al fin y al cabo, todos acabaremos teniendo trabajos similares, que si curandero, o guerrero o lo que sea.
—¿Alguna vez estuviste en la capital, Dol? —inquirí, intrigada.
—Bueno, me quedé ahí durante dos años, cuando era más joven. Ahí aprendí mucho de lo que sé sobre la energía brúlica.
—¿Fuiste snorí? —exclamó Akín.
—No de la Pagoda. Fui snorí aprendiz en una zapatería —contestó con una mueca que en él marcaba indudablemente una amplia sonrisa—. Pero tenía buenas relaciones con algunos celmistas, y uno de ellos acabó enseñándome algunas cosillas sobre las energías, pero como resulté ser un inútil en todas menos la brúlica, acabó por renunciar. Creo que por un momento se había creído capaz de convertirme en un gran celmista y convencer a los demás de que no sólo los hijos de buena familia podían conseguir serlo. —Meneó la cabeza—. Un buen hombre.
—Ya veo, quería convertirte en un Paylarrión de Caorte, ¿eh? —comenté, burlona.
—A lo mejor lo habría conseguido si me hubiese quedado más tiempo —contestó Dolgy Vranc, divertido—. Pero las cosas nunca pasan como uno se lo espera. En todo caso, estaba hablándoos de la energía brúlica.
Su rostro se puso serio y sus ojos se posaron en el mandoble de Stalius mientras este avanzaba abriendo la marcha, solitario y silencioso.
—Te estoy diciendo que la rana me seguía —insistía Lénisu mientras Aryes se reía—. Pero si no te lo crees, te diré que…
Su voz se perdió cuando Dolgy Vranc se puso a hablar.
—Un celmista brúlico no tiene por qué conocer todas las facetas de la brúlica. Las ramas de especializaciones son tan distintas —añadió, rascándose la nariz— que es posible que nadie llegue nunca a entender a fondo esta energía.
—Pasa lo mismo con todas las demás energías —intervino Aleria. Se había acercado a nosotros, aparentemente harta de oír la conversación de Lénisu y Aryes—. Cada celmista de una energía se especializa en una rama. Por ejemplo, un curandero es un celmista esenciático especializado en endarsía. Návirris Colvrant decía, sin embargo, que hasta un celmista muy bueno sería incapaz de soltar dos sortilegios idénticos.
—¿Návirris Colvrant? —repitió Akín.
Aleria lo fulminó con la mirada.
—Návirris Colvrant —confirmó—. El autor de Historia técnica de las energías y de Principios y bases de la energía esenciática. También escribió…
—Vale, vale —lo cortó, levantando los ojos al cielo—. Conociéndote, seguro que el tal Návirris Colvrant habrá escrito más de veinte libros.
—Veinticuatro —lo corrigió Aleria con el ceño fruncido—. A menos que sean veinticinco, no recuerdo —admitió.
Hice un esfuerzo por no echarme a reír.
—Bueno, Aleria —intervino Dolgy Vranc con una mueca—. ¿Quién da la clase?
Aleria se sonrojó, juntó las manos agitándolas en su dirección:
—¿Tú?
—Nadie lo diría.
—¡Estaba completando! —se defendió, ruborizada—. Aj, perdón, ya no digo nada.
Dolgy Vranc hizo una mueca divertida y asintió para sí.
—Estupendo.
La mañana nos la pasamos discutiendo sobre la energía brúlica.
—Yo siempre he tenido curiosidad por el sortilegio de levitación —terció Akín en un momento—. ¿Qué energía utilizan los celmistas para eso?
—La energía órica —contestó inmediatamente Aleria.
Aryes se había unido a nuestra conversación y confirmó:
—Es la energía del desplazamiento. Pero hace falta mucha experiencia para poder luchar contra el propio morjás y se consume el tallo con mucha rapidez.
Akín y yo lo miramos, estupefactos, mientras Aleria decía:
—¿Sabrías hacerlo? —preguntó.
Aryes resopló y negó con la cabeza.
—Una vez lo intenté. Despegué cuatro centímetros del suelo y el esfuerzo casi me dejó apático.
El riesgo de apatismo siempre me había parecido muy lejano de todos los esfuerzos que hacíamos en clase con el maestro Áynorin. El apatismo era un estado de debilidad en que una parte del jaipú se volvía inconsciente. Cuanto más rápidamente se consumía el tallo de una energía, mayor era el riesgo de sufrir un síncope y de verse arrastrado en un estado de apatismo o un estado de locura. Conocía a personas a las que les había pasado rozar un síncope apático, y solían recordarlo de mala gana y con muecas sombrías. Nunca se me había borrado de la memoria la imagen del viejo Jenbralios entrando en la taberna con un paso lento de zombi, sometido a un estado de apatismo crónico que difícilmente se arreglaría con el tiempo.
Me estremecí, horrorizada, nada más pensar que Aryes hubiese podido perder la razón o quedarse tan blando como el viejo Jenbralios.
—Pero ¿por qué te gusta tanto la energía órica? —preguntó Aleria—. Es una de las más difíciles de controlar. Y además, como dices, gasta mucho.
Aryes se encogió de hombros.
—Bueno, siempre me ha interesado esa energía. Sinceramente, me parece que la controlo mucho mejor que la esenciática. Supongo que eso dependerá de las personas.
—Návirris Colvrant decía… —Aleria se lanzó en una explicación teórica sobre el por qué la energía esenciática era más fácil para la mayoría de la gente—. Es una energía que se ocupa de la esencia —decía—. Nadie la entiende completamente pero todos la entienden un mínimo.
Mi mirada se extravió por los montes sin árboles. Entendí progresivamente por qué me había dado la impresión de que algo había cambiado: el sol se había escondido detrás de unas nubes. Giré la cabeza hacia mi izquierda y vi un amasijo de nubes impresionantes y grises que se iban deslizando por el cielo con una lentitud asombrosa.
Iban cargadas de agua. Lo comprobamos a la tarde, cuando acabaron por concentrarse sobre nuestras cabezas. No había ni un maldito lugar donde nos pudiésemos cobijar y soportamos el diluvio en silencio, chapoteando en medio de una tierra resbaladiza y embarrada.
Era un verdadero aguacero que caía arrastrando trozos de tierra enteros.
—¿Quién hubiera dicho esta mañana que llovería tanto? —gritó Aleria en medio del estruendo. Su cabello negro caía en mechas rectas y hundidas alrededor de su rostro.
—El Dailorilh dijo que empezaba un Ciclo del Pantano —le contesté gritando también.
—Por una vez, un Dailorilh habrá tenido razón —soltó el semi-orco con una voz estentórea que se redujo a un rumor sordo con la lluvia que arreciaba.
Al menos no granizaba ni parecía haber tormenta, sólo oíamos una atronadora lluvia que caía desgarrando la tierra y que nos cegaba además de hundirnos hasta los huesos.
Estuvimos andando así durante quizá dos horas. Aleria se resbaló una vez y me hizo mucha gracia verla llena de barro hasta que yo misma perdí el equilibrio y me desplomé en un baño de barro. Me levanté maldiciendo mientras Aleria me daba palmaditas sobre el hombro medio riéndose medio desesperada.
—¿Es que no se acabará nunca este diluvio? —masculló.
Nadie le contestó pero obviamente todos pensábamos en el Ciclo del Pantano que había habido hacía más de treinta años. Según los libros, en algunas zonas las lluvias habían durado meses enteros.
Con aquel tiempo, toda conversación era imposible y apenas nos gritábamos a veces algunos comentarios sobre la dirección que estábamos tomando. El único que parecía imperturbable ante el cambio de tiempo era Stalius. El legendario avanzaba, andando sobre el barro con sus botas pesadas, mientras los demás íbamos arrastrando los pies y fulminando el cielo negro con la mirada.
Mis pies descalzos estaban tan negros como la tierra. Me sentía hecha de tierra, con las manos chorreando barro y el rostro hundido con gordas gotas de agua. Además, hacía calor, y sudaba abundantemente mientras avanzaba, el ánimo por los suelos y la mirada fija en las huellas que iba dejando Stalius en el suelo.
Si seguía lloviendo así cuando oscureciera realmente, ¿dónde dormiríamos?, me pregunté de pronto, aturdida por el cansancio. ¿Cuántos días habían pasado desde que había dejado Ató? Me asombró haber perdido la cuenta. Varias semanas, quizá un mes. No tenía ni idea.
De pronto, la lluvia se debilitó y se convirtió en un fino orvallo mientras una niebla espesa venía a invadir el pequeño monte donde nos encontrábamos. Oí claramente los suspiros de alivio. Después del estruendo de la lluvia, me dio la sensación de que un tremendo silencio nos rodeaba.
—Ey, Stalius, ¿qué tal si hacemos una pequeña pausa? —soltó Aleria.
Stalius negó con la cabeza sin pararse.
—Vamos a bajar de aquí.
Agrandé los ojos con los demás.
—¿Bajar de aquí? ¿Con este barro? —articuló Akín.
Lénisu dejó escapar un suspiro ruidoso.
—Stalius viene de las marismas. Además de ser un espíritu cabezota, está encariñado con el barro desde que nació, ¿verdad, amigo?
El legendario no pareció oírlo. Empezó a bajar el monte en diagonal sin cerciorarse de que lo seguíamos.
—No me acaba de convencer tu protector, Aleria —dejó caer Lénisu.
—Ni a mí —replicó ella con una mueca de descontento. Parecía agotada.
Golpeé mi mano con un puño para infundir ánimo.
—¡Adelante!
—Las damas primero —gruñó Aryes echando un vistazo sombrío hacia la bajada embarrada que se perdía entre la niebla.
Levanté los ojos al cielo e inicié la bajada, siguiendo las huellas de Stalius y oyendo que los demás me seguían con un horrible ruido de succión. Perdí de vista a Stalius pero pensé que mientras hubiese huellas sería fácil seguirle la pista.
Todo era muy silencioso. Por eso cuando de pronto se oyó un ruido estruendoso que venía de arriba del monte me quedé paralizada.
—¡Una roca! —gritó Lénisu. Me cogió del brazo y me estiró hacia atrás. Sin embargo, no vimos ninguna roca rodar por la ladera. La roca tenía que ser enorme. Inestable por las súbitas lluvias, había tenido que caer rodando monte abajo, pero ni siquiera tenía por qué haber caído en la misma vertiente. Aunque, por cómo había temblado la tierra, parecía haber ocurrido en algún lugar cercano.
Aterrados, nos quedamos un momento en silencio. Entonces, Aleria se puso a gritar:
—¡Mirad!
Señalaba algo entre la niebla. Al principio, creí que era la roca, una enorme roca de varios metros de anchura… pero luego entendí que no tenía la forma habitual de una roca capaz de rodar. Eran saijits. Y lo peor, saijits armados que nos apuntaban con sus ballestas.
—¿Qué hacemos? —articulé en un susurro.
—Levantad las manos lentamente para enseñar que no vamos armados —dijo Lénisu.
Miré de reojo su espada corta y meneé la cabeza pensando en el mandoble de Stalius… ¡Stalius! ¿Dónde estaría ahora? Lo busqué entre la niebla y no vi nada. Solamente cabía esperar que no le había pasado nada.
Imitando a los demás, levanté unas manos temblorosas en signo de paz. Con la niebla, era difícil determinar de qué tipo de saijits se trataba. No parecían elfos oscuros, pero la verdad es que no podía estar segura de nada.
Alguien en el grupo armado elevó la voz. Hablaba en nailtés. Tuve que hacer un esfuerzo considerable para reconocer el idioma: el acento era muy marcado, y no pude más que pillar alguna que otra palabra como «pueblo», «¿Quiénes sois?» y el verbo «atreverse» afortunadamente conjugado en el tiempo presente, porque los tiempos pasados en nailtés eran todo un infierno.
Contestó la lejana voz de Stalius entre la niebla. Lo vi aparecer, acercándose a los que nos amenazaban. Estos le apuntaron enseguida con sus armas, desconfiados. Entonces el legendario añadió algo así como: “La lluvia nos ha desorientado”. ¿Por qué demonios les estaba hablando del mal tiempo cuando le estaban apuntando con flechas?
—¿Qué dicen? —preguntó Dolgy Vranc.
—Creo que está intentando convencerles de que no le disparen diez flechas a la vez —comentó Lénisu.
—El jefe de la tropa dice que vienen de un pueblo que está a unas horas de aquí —tradujo Aleria. Agrandó los ojos—. Dice que estos tiempos son duros para todos.
—Oye, no sabía que supieses nailtés —comentó Dolgy Vranc.
Solté un inmenso suspiro y expliqué:
—En la Pagoda Azul nos enseñan nailtés, saeh-al y naidrasio. Un poco de dinoliano y caéldrico.
—¿Caéldrico? —repitió Lénisu con una mueca de asco—. ¿Pero quién habla caéldrico hoy en día?
—Los doctos —suspiré con una mueca de sufrimiento moral.
De pronto, los tuvimos alrededor nuestro. Eran medianos. Cuatro tenían la piel blanca, otro tenía la piel muy morena, pero los cinco medían varios centímetros menos que yo, y eso que dos de ellos tenían el pelo cano. Estos últimos llevaban una armadura ligera, pero los demás tan sólo llevaban un chaleco de cuero.
—Aitren’gar —dijo Aleria. Rebuscando un poco en mi memoria, recordé que acababa de decir «buenos días». ¿Cómo hacía Aleria para acordarse tan bien de todo?
—Aitren’gar, mirdril —contestó el jefe, uno de los medianos viejos. Añadió algo más y entendí que nos iban a guiar a algún sitio. Estuvieron registrándonos para ver si teníamos armas y Stalius y Lénisu tuvieron que devolver a regañadientes el mandoble y la espada corta.
—¿Adónde nos llevan? —pregunté a Aleria mientras nos poníamos en marcha, bajando con precaución el terreno embarrado.
—Han hablado de una mina.
—¿Una mina? —repetí, observando a los medianos. No parecían tener la constitución de mineros. ¿Se estarían riendo de nosotros?
—¿Creéis que nos hospedarán? ¿Al menos por una noche? —preguntó Aryes.
Su idea me pareció excelente y asentí fervientemente.
—Más les vale.
* * *
El lugar en el que entramos se parecía a una caverna con vigas y paredes casi lisas. Uno de los medianos cerró la puerta detrás de él y encendió su antorcha con la ayuda de la que colgaba de la pared.
Estaba hundida, cubierta de barro de los pies a la cabeza, y tenía la impresión de que el peso de mi ropa se había multiplicado por cien. Me sorprendí cuando los medianos nos detuvieron en una pequeña antesala. El jefe dijo algo y uno de ellos desapareció detrás de una puerta.
Como nadie decía nada, me quedé en silencio, nerviosa. No me gustaba estar atrapada en un lugar que no conocía, con gente con la que apenas podía comunicar. Me sentía como una persona con los ojos vendados en medio de una batalla.
Al fin, el mediano llegó, seguido de uno más joven que llevaba en los brazos un cuenco de agua. La depositó en el suelo de piedra, los ojos clavados en nosotros con un destello de intensa curiosidad. El jefe le gruñó algo y él se sonrojó, asintió, dejó un cepillo y un cuadrado blancuzco junto al cuenco y desapareció.
—Vaya —dijo Akín—. ¿Qué se supone que tenemos que hacer con ese cuenco?
—Limpiarnos las botas, me temo —contestó Aleria con una media sonrisa.
—Ey, pues paso yo la primera —dije. Como me miraban extrañados, me expliqué—: Soy la única que no lleva botas.
Bajo la mirada de todos, me senté junto al cuenco, cogí el trozo de jabón y empecé a frotar los pies con él, quitando una capa de barro y suciedad impresionante. Debajo, mis pies estaban casi tan duros como la piedra y acabaron emergiendo, blancos entre unas aguas negras.
—Creo que más que limpiar mis botas las voy a ensuciar —soltó Lénisu, burlándose de mí, mientras yo me levantaba sintiendo el contacto frío de la piedra contra mis pies mojados. Pero se las lavó igual. Se las quitó, las frotó con el cepillo y se las volvió a poner brillando como si fuesen nuevas.
Cuando cada uno hubo acabado de limpiar sus plantas, los medianos nos guiaron por un pasillo de paredes irregulares que se iba metiendo dentro de la montaña. Había varias escaleras que llevaban a pequeñas terrazas de tierra cubiertas de un musgo verde muy oscuro y de flores doradas.
No parecía una mina. Más bien un campo devorado por una montaña.
Nos cruzamos con dos medianos cargados de sacos llenos a rebosar de musgo. Girando la cabeza hacia atrás, los vi echar sus sacos sobre una carreta vacía. Crucé sus miradas curiosas y me volví, molesta. ¿Quién era aquella gente?
Como el pasillo se iba haciendo más estrecho, tuvimos que ponernos en fila y me entró una impresión de claustrofobia. ¡Qué distinto era aquello de los montes sin árboles y vacíos donde sólo se veía cielo y hierba!
Cuando se ensanchó el pasaje, nos encontramos en una pequeña plaza con un mercado vacío y varios árboles, todo iluminado por pequeñas criaturas voladoras que se parecían mucho a las mariposas pero que despedían una luz intensa.
—No sabía que pudiesen vivir árboles sin la luz del sol —dije.
Recibí unas miradas atónitas.
—¿Y por qué te crees que hay árboles en algunas zonas de los Subterráneos? —replicó Lénisu—. A veces hay bosques enteros.
—No sólo el sol puede mantener en vida a las cosas —afirmó Aleria—. En un sitio leí algo sobre esos bichos. En nailtés los llaman los kérejats. Creo que en abrianés se llaman igual, ¿no?
Nadie supo contestarle.
—En los Subterráneos, se llaman así —nos informó Lénisu—. Aunque ahí son mucho más comunes las ercaritas y las piedras de luna. Son piedras que emiten luz.
Mientras hablábamos, Stalius había entablado una conversación con nuestros guías, que se dirigían hacia unas escaleras que subían en la montaña.
Los seguimos en silencio y salimos del hermoso parque para desembocar en un callejón sin salida con seis puertas. El jefe mediano abrió una de ellas y entramos en otro pasillo.
—¡Esto es un laberinto! —me quejé en voz baja.
—Ya hemos llegado —murmuró Aleria.
De hecho, el guía nos había abierto otra puerta y nos invitaba a entrar en la sala con una sonrisa que parecía sincera. Hizo un pequeño signo a un mediano que le seguía y se marchó.
Cuando estuvimos dentro de la habitación, no cupo duda de que aquello era el lugar donde pasaríamos la noche. Había unos diez jergones bien ordenados y varios tabiques para preservar la intimidad. Me habría dejado caer en un jergón para echar la siesta durante las horas que quedaban para la cena, pero Stalius intervino antes de que pudiésemos mover un dedo:
—Troïshlan dice que tenemos que lavarnos antes de todo. Los baños están enfrente.
Intercambiamos unas miradas escrutadoras. Al cabo, decidí que si los demás estaban tan sucios, yo tenía que estar hecha un elemental de barro.
—¿Necesito lavarme? —preguntó Lénisu como hablando consigo mismo. Estaba tan cubierto de barro como todos.
Le dediqué una sonrisa a Aryes.
—Las damas primero.
Los baños eran en realidad dos estanques de agua de manantial, un poco fría pero limpia. Cuando me metí dentro, tan desnuda como había llegado al mundo, tuve la sensación de que estaba mudando de piel. La suciedad se había acumulado durante las varias semanas que había durado el viaje y quitarla no fue fácil.
—Es increíble.
Aleria, metida hasta las rodillas, castañeaba, enviándose pequeñas olas de agua fría con las manos.
—¿El qué? —dijo.
—Que llevamos casi un mes fuera de Ató.
Aleria se detuvo y enarcó una ceja en mi dirección.
—¿Y eso es increíble?
—No me parece real, eso es todo.
Se encogió de hombros y, temblequeando, se metió más profundo en el estanque inspirando hondo.
—¡Está helada! —se quejó.
—El Trueno está más frío en primavera —repliqué.
—¿Y a quién se le ocurre meterse en el Trueno en primavera? —replicó ella.
—A mí —contesté, mordiéndome el labio con una mueca testaruda.
—No me extraña. Después de todo, tienes sangre de dragón.
Le salpiqué con agua, riendo, y ella soltó un grito de protesta.
—¡Shaedra! —exclamó ultrajada—. ¿Qué pasa si me muero de una pulmonía?
—Bah, apuesto a que sabrías remediar una pulmonía tomando cien vías diferentes.
—Lo cierto es que recuerdo haber leído un libro en el que mencionaban algo sobre ella —dijo pensativa—. Creo que uno podía curarla mezclando sangre de rana con corteza de paeldro. —Como la miraba boquiabierta, se empezó a reír de mí—: ¡Eres más crédula que Galgarrios, Shaedra! No tendría ni idea de por dónde empezar para curar una pulmonía.
Solté un gruñido y froté mi brazo izquierdo con una esponja dura que me dejó la piel roja.
—Está fría —reconocí al de un momento. Aleria soltó una risita sin contestar, castañeteando los dientes sin parar—. Aleria, ¿tú sabes dónde estamos?
Con las manos en forma de copa, se enjuagó la cara, asintiendo.
—Si he entendido bien lo que decían, debemos de estar al noreste de las Comunidades de Éshingra. Podría ser peor.
—Al menos Stalius sabe hablar perfectamente el nailtés —una súbita idea me vino en mente—. ¿Qué crees que aprendió antes, el nailtés o el abrianés?
—El nailtés, supongo. Viene de las tierras de Acaraus. Es un guarato.
Consciente de que estábamos muy cerca de ponernos a hablar de los guaratos, de la Hija del Viento y del designio de los famosos dioses de Stalius, preferí cambiar de tema.
—Es un lugar curioso.
—Nunca había visto tantos medianos en un solo día —aprobó Aleria.
—Me han parecido poco expresivos —comenté.
Aleria se echó a reír.
—Eso es porque no entiendes el nailtés como deberías. Si hubieses estudiado más seriamente…
Aparté sus palabras con un gesto de mano, que removió las aguas alrededor de mí.
—Estudiar nailtés con Áynorin era ridículo. Él apenas sabía chapurrearlo y tenía un acento horrible, admítelo. A estos medianos, no los entiendo. Hablan muy rápido. En la taberna, cuando oía a algún viajero hablar en nailtés lo entendía mucho mejor.
—El maestro Áynorin no es un genio en cuestión de idiomas —admitió Aleria—. Pero se puede aprender mucho en los libros.
—No todo.
Aleria suspiró y pareció dolerle cuando reconoció:
—No todo.
Entonces me echó una mirada crítica.
—Oye, ¿pero así te lavas el pelo? ¡No me extraña que lo tengas siempre sucio! Si no te pones jabón, no sirve de nada.
Soltando un inmenso suspiro, tuve que ponerme jabón en el pelo y embadurnarlo con una masa blanca de espuma que, cuando salió al estanque, se transformó en una masa oscura.
Cuando hubimos frotado nuestros cuerpos con la esponja lo suficiente como para estar limpias, no nos retrasamos, sabiendo que los demás estarían esperando impacientes a que saliésemos. Nos secamos con una especie de servilleta hecha con un musgo absorbente y nos quedamos inmóviles un instante delante de las túnicas que nos habían dejado ahí. Obviamente, había algunas que eran más grandes que otras. Dos eran bastante anchas y largas, otra más delgada pero también larga y cuatro delgadas y más cortas que, se suponía, estaban destinadas a nosotras, a Akín y a Aryes. El problema eran los colores.
—Yo cojo la azul —dijo Aleria enseguida.
—No me digas —repliqué con un tic nervioso en los labios. Las demás túnicas eran todas rosas, un color que en Ató se tenía por costumbre relacionar con las personas mundanas, horteras y amaneradas.
—¿No te gusta el rosa? —ante mi mirada fulminante se rió.
Me puse el vestido sintiendo la tela deslizarse sobre mí como una cascada de agua. No era una túnica como las que se llevaban en Ató, porque me llegaba casi hasta los tobillos. Como la risa de Aleria redoblaba, puse los ojos en blanco:
—Por lo menos es cómodo.
Recogimos nuestra ropa, la lavamos como pudimos y nos preparamos a salir cuando me di cuenta de un detalle.
—Aleria.
—¿Qué?
—¿Y Akín? ¿Y Aryes?
—¿Qué les pasa? —dijo, frunciendo el ceño.
Pero entendió sin que le dijese nada. Nuestras miradas se posaron en las túnicas rosas guardadas en un rincón y estallamos de risa al unísono.
—¡No les digamos nada! —propuso ella.
Cuando volvimos al cuarto, los demás fueron todos a lavarse y nosotras nos instalamos en los dos jergones que había en el fondo de la habitación.
—¿Qué piensas de este pueblo? —dije de pronto—. ¿A que este sitio no parece una mina?
Aleria se encogió de hombros.
—Bueno, Troïshlan lo llamaba arst. Una mina. A menos que tenga otros significados. Supongo que un enano minero no lo consideraría una mina.
—¿Quieres decir que comercian con el musgo ese negro? —pregunté, extendiendo la ropa sobre el tabique para que secase.
Aleria se apretó las mejillas con una mano, contemplándome, atónita.
—¿Musgo negro? ¡Por favor, Shaedra! Tu musgo negro es una sustancia orgánica pegajosa y muy utilizada que se llama naldren.
Me quedé boquiabierta recordando a los medianos con sus sacos llenos de algo que parecía musgo húmedo.
—Vaya —resoplé—. No sabía que el naldren tuviese ese aspecto tan repugnante. Cualquiera utiliza aceite de naldren después de esto.
Aleria levantó los ojos al techo.
—Si hubieses leído Recursos de botánica en el comercio de Ajensoldra lo habrías adivinado enseguida.
Me mordí el labio y le dediqué una media sonrisa.
—Pues va a ser que, sorprendentemente, aquel libro me lo leí —repliqué—. Una parte al menos. Kajert me lo prestó de la biblioteca de su casa diciéndome que era una maravilla así que tuve que echarle alguna ojeada.
—¡Una ojeada! No iría hasta decir que aquel libro es una maravilla, pero es indispensable para entender lo que te rodea. Luego vas confundiendo naldren con musgo negro.
Sentí que Aleria se estaba poniendo insoportable con sus libros y me callé, tumbándome en mi jergón con un suspiro.
—Además —continuó Aleria pensativa—, creo recordar que el naldren por estas regiones se precia mucho. Seguro que en la próxima comida tendremos aceite de naldren en todos los platos…
Hizo una mueca mientras yo me enderezaba bruscamente, exclamando:
—¡Comida!
—Ups. No debí haber dicho nada —murmuró Aleria—. Ahora vas a estar pensando en comida hasta que hayas matado el hambre. Pero lo cierto es que yo también tengo hambre —dijo, acariciándose lamentablemente su vientre.
Tomó un tono tan quejumbroso que solté una carcajada.
—Si Troïshlan y sus amigos nos han dado jabón, ropa y un sitio donde dormir, cabe esperar que nos den un poco de comida. A menos que tengan pensado comernos ellos —añadí con un murmullo.
Aleria me miró, boquiabierta.
—¿Tú crees que…?
—¿No has leído los libros? —repliqué con su tono arrogante—. En Antropofagia de los medianos productores de naldren de Potoco Paticorto decían…
—¡Basta! —exclamó Aleria suspirando de alivio mientras yo me echaba a reír y me volví a tumbar con las manos detrás de la cabeza—. No se dicen esas cosas ni en broma.
—Bueno, reconozco que era humor negro —solté—. Bah, Troïshlan parecía simpático, ¿no?
Aleria se encogió de hombros y dijo razonablemente:
—No te puedes basar sólo en la apariencia, pero quizá tengas razón.
—¡Bueno! Mientras se laven los aristócratas yo voy a dormir todo lo que puedo —dije.
—Buena idea.
Me dormí tan pronto como cerré los ojos y me desentendí de lo que pasaba a mi alrededor. Soñé con una ciudad subterránea iluminada por pirámides dispuestas regularmente en las calles y en las paredes de la caverna, hacia donde subían casas apiñadas y míseras. Yo, o más bien mi fantasma, se paseaba por una calle vacía y amplia, y todo estaba en silencio. A veces me cruzaba con una o dos personas, pero yo pasaba desapercibida. Pasé delante de una pastelería con el escaparate brillante y con pasteles cubiertos de chocolate y crema. Sentí un deseo irresistible de entrar ahí, pero me di cuenta de que no había puerta y me olvidé totalmente de la pastelería para centrar mi atención sobre una silueta femenina que bajaba la calle elegantemente vestida. Sus zapatos brillantes y negros emitían un ruido resonante y los ecos le respondían con un estruendo estremecedor. Se paró delante de mí y me sonrió como si nos conociésemos de toda la vida: “Sabía que te vería un día de estos. ¿Qué tal si me enseñas dónde vives?” Y yo, sin dudar, me fui andando, pasando por casas suntuosas y silenciosas. En aquella ciudad, la luz del día era tan intensa como si hubiese dos Lunas en la noche de la Superficie. Crucé un puente que pasaba por encima de una callejuela que atravesaba en silencio un perro famélico color arena. Pasé por delante de las casas míseras, subiendo y subiendo la cuesta, por escaleras y por callejuelas. Entonces me detuve, y extrañándome de las palabras de la silueta que me había hablado, pregunté: “¿Pero tú quién eres?”. Nadie me contestó y entonces abrí la puerta de una casa que parecía idéntica a las demás oyendo una música de arpa resonar por toda la ciudad.
Cuando me desperté, primero maldije el ruido escandaloso que estaban metiendo los demás porque no había tenido tiempo de ver cómo era mi casa, pero luego me di cuenta de que ya no tenía casa y que el Ciervo alado estaba muy lejos de donde estaba. Todo no había sido más que un sueño.
Acabé por identificar el «ruido escandaloso» y abrí los ojos enseguida, oyendo atronadoras carcajadas. Los demás habían vuelto del baño y Dolgy Vranc parecía estar atragantándose con la risa mientras Akín y Aryes lo observaban con cara exasperada. Aleria, despertándose, soltó una risita y Akín la fulminó con la mirada.
—¡No veo qué hay de tan gracioso!
Miré con curiosidad cómo Dolgy Vranc se estaba destornillando de risa. Jamás lo había visto tan jovial.
—Lénisu, le estás influenciando mucho —dije.
El ternian ladeó la cabeza, sorprendido.
—¿Yo? Yo no me he reído tanto, sólo he soltado algunas bromas, nada más. Lo que le pasa a Dol no tiene nada que ver conmigo. Si se atraganta, la culpa la tienen ellos —dijo, señalando a Akín y a Aryes.
—¿Yo? —protestaron al mismo tiempo los dos jóvenes snorís.
—Vosotros —asintió Aleria tratando de parecer seria. Examinó de arriba abajo las túnicas rosas que llevaban Akín y Aryes—. Sois encantadoras —decretó.
Intercambió una mirada conmigo y ambas estallamos de risa a la vez. Akín y Aryes dejaron escapar un largo suspiro, meneando la cabeza.
—Es simplemente una cultura distinta —masculló Akín—. Aquí, lo que se lleva es el rosa y punto. Y nos podríais haber avisado que no había más colores. Le habríamos avisado a Dolgy Vranc para que no se atragantase con su risa.
—Hacía tiempo que no me reía así —resopló el semi-orco, risueño, mientras tosía.
—Pues más te vale no habituarte —comentó Lénisu dándole palmaditas en la espalda como un amigo reconfortando a otro—. Cualquier día te da un pasmo.
—Qué va —protestó el identificador. Parecía haberse tranquilizado pero en su rostro todavía tenía grabada una enorme sonrisa.
Stalius entró entonces en la habitación y nos giramos todos hacia él con curiosidad.
—La familia Tépaydeln nos invita a tomar el té dentro de dos horas —anunció.
—Un honor —soltó irónicamente Lénisu.
—Tal vez consigamos entender cuál es el problema que tienen con nosotros —comentó Dolgy Vranc.
—¿Tienen un problema con nosotros? —dijo Akín frunciendo el ceño.
—¿Pero no habrá sólo té, verdad? —me preocupé, imaginándome una aburrida conversación alrededor de una mesa con boles de agua hirviendo. Todos pusieron los ojos en blanco pero nadie supo contestarme.
Yo aproveché para dormir un poco antes de acudir a la invitación. Después de un baño siempre tenía ganas de comer o de dormir y recordé que una vez, cuando Wigy me había criticado diciendo que nunca me lavaba, le había contestado que, si fuese tan maníaca de la limpieza como ella, me comería todas las reservas de comida en la taberna. Wigy parecía habérselo tomado en serio y había dejado de perseguirme durante un tiempo con su jaboneta.
Cuando me desperté, Lénisu me sacudía el hombro suavemente.
—¿Qué pasa? —dije, bostezando, totalmente desubicada.
—La familia Tépay-algo nos espera. Arriba. Tenemos que hacer honor a nuestros huéspedes.
A Lénisu le había tocado una túnica de un azul oscuro que lo hacía parecer un celmista de esos, seguidores del Dailorilh. El pensamiento me hizo gracia porque Lénisu no tenía alma de ser seguidor de nadie.
Me tendió una mano y me levantó sin ningún esfuerzo.
—Eres más ligera que una pluma. Algún día te arrastrará el viento, sobrina.
Le enseñé mis manos muy contenta:
—¿Has visto mis garras? Creo que están casi recuperadas.
—¿Es una amenaza? —replicó con una media sonrisa.
—No —protesté, frunciendo el ceño—. Creo que he soñado que las volvía a perder —admití pausadamente, y sonreí contemplando mis manos—. Pero siguen aquí.
Lénisu puso los ojos en blanco.
—Sí. Será mejor que no las enseñes mucho a los medianos. Podrían confundirte con un atroshás. Aunque no estarían tan equivocados —añadió pensativo, como hablándose a sí mismo.
Le di un empujón mientras nos encaminábamos hacia afuera.
—Si fuera un atroshás tendría escamas negras —repliqué.
Me echó un vistazo y asintió.
—Cierto. Un atroshás rosa… no creo que se hayan visto muchos.
—¿Y quién con dos dedos de frente ha visto un atroshás? —intervino Dolgy Vranc.
—Mi padre vio uno —dijo Stalius mientras caminábamos por las galerías, siguiendo a un mediano que no parecía tener mucho más de veinte años.
Dolgy Vranc hizo una mueca, incómodo.
—¿De veras?
—Murió combatiéndolo él solito —afirmó.
Lénisu intercambió una mirada conmigo y supe que estábamos pensando lo mismo antes de que dijera:
—Y si estaba solo, ¿cómo puedes saber que fue realmente un atroshás lo que lo mató?
Stalius frunció el ceño pero repitió:
—Murió combatiendo un atroshás en el macizo de los Extradios.
—Oh. Claro —dijo Lénisu meditativo—. De todas formas, Dolgy Vranc tiene razón. Nadie con dos dedos de frente querría ver a un atroshás.
—Lénisu —murmuró Aleria, inquieta.
Stalius apretó los dientes pero no contestó y siguió andando con los hombros tensos.
—Lénisu, no deberías meterte así con él —le murmuré—. Recuerdo haber visto en un libro que para los de Acaraus los ancestros son algo así como los dioses de la familia.
Lénisu suspiró.
—Si no puedo decir lo que pienso a una persona, esa persona no se merece mi consideración, y menos mi amistad.
Hice una mueca y meneé la cabeza. Me daba cuenta de que no acababa de entender a Lénisu. A veces era cruelmente cobarde, no soportaba ver sangre y no paraba de bromear. Pero al mismo tiempo tenía una personalidad más profunda. Sus réplicas se basaban en sus principios y no temía meterse con alguien más fuerte que él, siempre que supiese que no intentaría vengarse, al menos no en el instante. Además, no había podido dejar de notar que tenía una extraña forma de pronunciar la palabra «amistad».
La familia Tépaydeln vivía en una extensa cueva dentro de la mina, cubierta de tapices y de alfombras. Pero la verdad es que necesitaban el espacio que tenían. Eran muy numerosos. Entendí que muchos eran primos y que vivían todos en el mismo rincón. Vestían túnicas parecidas a las que llevábamos, aunque iban mucho más adornadas. Tenían cinturones con piedras preciosas incrustadas en ellos. Definitivamente, si aquella mina no tenía piedras preciosas, al menos sacaban de ahí naldren suficiente como para pagarse el lujo que los rodeaba.
Sin embargo, no teníamos cita con toda la familia Tépaydeln sino con unos pocos miembros de ella. Nuestro nuevo guía que había relevado al joven mediano era un hombre flaco de edad madura que no dejó de echarnos miradas desconfiadas mientras pasábamos por los pasillos lujosos de la cueva. ¡Como si se nos hubiese ocurrido robar algo! Me imaginé plegando tranquilamente un tapiz y escondiéndolo debajo de la túnica y casi me eché a reír.
—Se está poniendo nervioso —le comenté a Akín. Este tuvo que taparse la boca para sofocar una carcajada.
El guía, que por cierto se llamaba Lom, estuvo nervioso durante todo el trayecto. Finalmente, desembocamos en una sala más o menos rectangular con una gran mesa en el centro. Tres personas estaban ya sentadas y se levantaron al vernos.
—Me alegro de que hayáis aceptado mi invitación. Mi nombre es Ranoi Tépaydeln, hijo de Surshilia y Mirren. Este es mi hijo, Murdoth, y este mi nieto, Láaco. Les ruego que se sienten y tomen el té con nosotros, honorables aventureros.
El hombre que había hablado era el mayor, tenía el pelo canoso, la nariz puntiaguda y unos ojos azules que brillaban de perspicacia. Creo que a todos nos tomó por sorpresa su calurosa acogida. Otra de las ventajas era que sabía abrianés y lo hablaba correctamente.
Tomamos asiento y los demás fueron presentándose. Mi mirada se posó en una cestilla llena de una fruta de piel amarilla que tenía toda la pinta de ser una variedad de melocotón. Se me hizo la boca agua. No había comido nada desde el desayuno. ¿Cómo conseguían estar concentrados los demás en otra cosa que en la fruta?
—Y yo soy Lénisu y esta es Shaedra Úcrinalm Háreldin, mi sobrina.
¿Por qué se empeñaba siempre en añadirme esos apellidos estrafalarios que nunca había oído hasta hacía un mes? ¡Si al menos no tuviesen los dos tres sílabas! Pero después de haber escuchado los cortos apellidos de los demás, Ranoi Tépaydeln, hijo de Surshilia y Mirren, me miró con curiosidad.
—¿Eres noble?
—¡Noó! —exclamé, fulminando a Lénisu con la mirada—. Yo no soy noble.
—Es innoble —apuntó Lénisu—. Pero es buena sobrina.
Ranoi nos miró alternadamente y esbozó una sonrisa.
—Tengo entendido que un grupo de viajeros fue hasta las Tierras de Ceniza hace un par de meses. ¿No seréis vosotros por casualidad?
—¿Las Tierras de Ceniza? —repitió Dolgy Vranc, sin entender.
—Si sigues unas semanas hacia el sureste te encontrarás con ellas, si no me equivoco —dijo Lénisu—. Tú conocerás esa zona como el Maydast. Unas tierras llenas de lava. Asquerosa tierra llena de bichos —concluyó—. Y no, no somos esos viajeros —añadió dirigiéndose a los Tépaydeln.
Ranoi lo observó atentamente.
—Pero usted ha estado ahí.
Mi tío puso los ojos en blanco.
—Estuve ahí. Un día y una noche —precisó—. Una tierra donde no se puede ni nacer, ni vivir ni morir. Los bicharracos no te dejan en paz. Una tierra maldita —gruñó.
Ranoi intercambió una mirada con su hijo y asintió con la cabeza.
—Láaco, ¿puedes servir té a nuestros invitados?
Vi al joven mediano levantarse enseguida para coger una de las dos teteras que reposaban sobre la mesa frente a Ranoi.
Creo que era la primera vez en mi vida que me servían sin que tuviese que ir yo misma a llenar mi bol y, aunque adivinase que aquello tenía que ser un acto de cortesía habitual, sentí algo que identifiqué como humillación. Mientras Láaco llenaba los boles, Ranoi Tépaydeln seguía hablando, contestando a preguntas. Me perdí la mitad de lo que decían. Sólo entendí que estábamos efectivamente muy cerca de las Comunidades de Éshingra, que podíamos llegar a la ciudad de Tenap en una semana de marcha y que había mucho bandido últimamente en los caminos de las Comunidades. Un cargamento de naldren había desaparecido hacía unas semanas y nadie sabía qué había sido de los cargadores. Una tropa de artistas había llegado a Tauruith-jur despojada de todos sus bienes. Entendí que nosotros estábamos en Tauruith-jur, uno de los muchos poblados subterráneos en el Cinto del Fuego que vivía de la explotación de aceite de naldren.
Vaya. Pensar que un simple paso hacia un monolito había podido alejarme tanto de Ató era sencillamente escalofriante.
Lom apareció con una bandeja con pastelitos llenos de algas verdes y finas que no logré identificar.
—Bracarios los llamamos aquí —decía Ranoi sonriente, mientras cada uno se iba sirviendo. Se retomó la conversación pero yo me absorbí en la simple tarea de matar el hambre. Cuando hube comido cuatro bracarios me sentí curiosamente llena y me adosé a mi silla, tapando un bostezo con la mano.
El bol estaba caliente entre mis manos y cuando me di cuenta de que estaba tamborileando con mis garras el cristal paré enseguida y, fijándome en que todos parecían muy interesados por la conversación, me concentré al fin en lo que se decía.
—Ya lo siento, pensé que quizá fueseis aventureros de esos a los que les encanta una generosa recompensa —decía Ranoi Tépaydeln.
—Nosotros no somos aventureros —dijo Dolgy Vranc—. Somos unos simples viajeros que andan un poco perdidos.
—Pero venís del noreste —intervino Murdoth—. Ahí no hay poblaciones saijits.
—De hecho, no las hay —aprobó Lénisu amablemente—. Pero eso no nos convierte en aventureros del tipo que andáis buscando.
—Podemos ofreceros mucho dinero —dijo Murdoth levantando la voz.
—Hijo… —murmuró Ranoi con un tono de aviso.
—¿Cuánto? —replicó Lénisu adosándose al respaldo de su silla con desenfado.
Murdoth apretó los dientes, observándolo y articuló:
—Ochocientos kétalos.
—¡Ochocientos kétalos! —repitió Lénisu con una mueca irónica—. Me estás insultando. Eso es lo que gana un secretario de ayuntamiento en dos meses.
Los ojos de Murdoth ardían de concentración. Pero ¿estaban hablando de dragones o me lo estaba inventando? Miré de reojo hacia Akín y Aleria y los vi tan pálidos que supe que aquella conversación iba en serio. ¿Pero a qué estaba jugando Lénisu?
—¿Qué propones? —soltó Murdoth entonces.
Lénisu hizo una mueca e iba a contestar pero Stalius se adelantó:
—El dragón de tierra ya ha destrozado un poblado. No voy a permitir que muera más gente. Aceptaré cualquier recompensa que quiera darme esta pobre gente. Yo no juego con la vida de los demás por un puñado de kétalos —añadió con un tono mordaz.
Lénisu le dirigió una amplia sonrisa.
—Eres un tipo formidable, Stalius. Un héroe —asintió, emocionado—. Confiamos en ti para que mates al dragón de tierra —se inclinó sobre la mesa y le tendió una mano franca—. Tú te quedas con su recompensa, yo me quedo con la vida, ¿trato hecho?
Stalius lo contempló con cara de pocos amigos y no se movió con lo que finalmente Lénisu soltó un suspiro y volvió a sentarse, mascullando algo entre dientes.
—Necesito mi mandoble —dijo el legendario con seguridad—. Una alabarda y una red.
Ranoi y Murdoth nos contemplaban, sorprendidos.
—Pero… ¿y los demás? ¿No vais a luchar juntos? —dijo Ranoi.
—Los aventureros, normalmente, luchan juntos —pronunció Láaco, antes de ruborizarse bajo la mirada fulminante de su padre.
Percibí un intercambio de miradas entre Dolgy Vranc y Lénisu y entendí que no pretendían ayudar a Stalius en su empresa. Levanté mi bol para disimular mi expresión confusa. Recordaba que los dragones de tierra podían medir varios metros y que tenían una fuerza descomunal en las patas para permitirles cavar y meterse en la tierra. ¿Podría Stalius matar a un dragón de tierra?
—No somos aventureros cualquiera. Somos aventureros del Gran Norte. Tenemos un espíritu muy independiente —pronunció Lénisu por toda explicación con una expresión solemne.
Me atraganté con el sorbo de té que estaba bebiendo y Aryes, sentado a mi izquierda, me dio unas palmaditas en la espalda procurando guardar un semblante serio.
La conversación seguía. Stalius estaba decidido a proteger a un pueblo de medianos que no conocía por el bien del mundo.
—Ya basta, Aryes —me quejé en un susurro, viendo que seguía dándome golpecitos en la espalda, distraído—. Ya no me estoy atragantando.
Aryes se sobresaltó y retrocedió, confuso, mientras yo intentaba concentrarme en lo que decía Murdoth.
—En cuanto sepamos su posición, te lo diremos. Si alguien de vosotros quiere unirse a vuestro amigo —añadió, incómodo—, será bienvenido. Nuestros guardias harán lo que puedan para ayudaros pero os incumbe a vosotros la tarea de matar al dragón de tierra. La gente está histérica y muchas familias han perdido a gente querida estos últimos meses.
—No se preocupe, me encargo yo de todo —aseguró Stalius—. No será la primera vez que me enfrente a un peligro como ese. Los dioses me protegerán.
Hacía un rato que Lénisu no había dicho nada y me pregunté que estaría tramando.
—Supongo —intervino entonces— que no sería descortés irnos ahora hasta Tenap para esperar a que Stalius se reúna con nosotros después de haber matado al dragón. No me inquieto por él, los dioses le protegerán, ya lo han oído, y yo tengo unos asuntos ahí que requieren…
—No —interrumpió Ranoi Tépaydeln—. Por favor, si no aceptáis mi recompensa, al menos dejadme invitaros a la Cena de la Abundancia. Es pasado mañana, espero que tus asuntos no sean tan urgentes para rechazar mi invitación —añadió con los ojos posados en Lénisu.
—En absoluto —replicó Lénisu cogiendo el bol con las manos—. Será un honor ir a esa cena.
Levantó el bol y bebió un sorbo.
—¿Se puede coger un melocotón? —pregunté entonces tímidamente.
Todas las miradas se giraron hacia mí y me sonrojé, súbitamente en tensión. Ranoi sonrió.
—Por supuesto, querida. ¿Cuántos años tienes?
Tendí una mano hacia la cestilla y cogí un melocotón y un cuchillo.
—Trece —contesté mientras me ponía a pelar la fruta—. ¿Y usted? —pregunté sin pensarlo. La sonrisa de Ranoi se amplió.
—Déjame pensarlo. —Frunció el ceño y asintió—. Ochenta y dos, si no recuerdo mal —se levantó—. Lom, si eres tan amable, acompaña al caballero hasta la armería. Si necesitas una armadura, tómala prestada sea cual sea. La protección de mi pueblo pasa por encima de todo gasto.
Lom, con su cara de eterna desconfianza, asintió con la cabeza. Engullí el melocotón con rapidez, diciéndome que debía haber preguntado antes si podía sacar algo de esa cestilla. Realmente la fruta estaba muy buena y casi tuve la sensación de haber vuelto a Ató, en período de recolecta.
—Puedo acompañar a los demás extranjeros a su habitación —propuso Láaco a su abuelo.
Murdoth frunció el ceño pero Ranoi asintió.
—Acompáñalos, muchacho, y asegúrate de que no les falte nada.
Me levanté con las manos pegajosas de jugo y gruñí interiormente sintiendo la mirada de reproche de Aleria. ¿Y qué me reprochaba ahora? Lénisu había comido ocho bracarios. Y Dolgy Vranc y Stalius no se habían privado tampoco.
—Considerándolo mejor —intervino Lénisu de pronto—, si me permitís… Ya que nos invitáis a una cena, me siento obligado a echaros una mano. Además, perder a un caballero como Stalius nos sumiría a todos en una profunda angustia. Le cubriré las espaldas.
—Una generosa actitud —replicó Ranoi sonriente y los ojos chispeantes—. Y supongo que su cambio de humor conlleva alguna condición.
—¡Noó, ninguna, señor Tépaydeln! Usted siga adelante con su estrategia de ataque al dragón de tierra. Nosotros lo despacharemos de vuestras minas.
Ranoi asintió, observándolo detrás de sus largas pestañas negras.
—De todos modos, no se irán de aquí sin haber sido recompensados por su valía. Usted necesitará también un arma supongo.
—Sólo mi espada corta, gracias.
—Se la devolveremos en breve.
—Mañana os prestaremos un espacio de entrenamiento —añadió Murdoth.
—Bien —dijo Stalius.
Salió en compañía de Lom hacia la armería, mientras los demás seguíamos a Láaco. Lénisu estaba ensimismado y sombrío.
Cuando estuvimos otra vez en nuestra habitación, Aleria y yo nos giramos hacia Lénisu bruscamente.
—Os habéis vuelto locos —tronó Aleria.
—¡Un dragón de tierra! —exclamé—. Esto es una locura.
Lénisu nos observó unos instantes en silencio con el ceño fruncido y luego se sentó en su jergón y se quitó las botas.
—No sé por qué se ha metido en esto Stalius —empecé—. Pero el caso es que tú no eres un guerrero, Lénisu.
Levantó la cabeza, como sorprendido.
—¿No lo soy? —dijo.
—No —dije firmemente, aunque de pronto empecé a dudarlo. Lénisu había estado en los Subterráneos. Si había salido de ahí con vida, ¿qué probabilidades tenía de que no fuese un buen luchador?
—Quizá no lo sea —admitió sin embargo—. Pero te olvidas algo importante en todo esto, sobrina.
—¿Qué?
Sonrió y reveló:
—Soy Lénisu Háreldin.
—Oh. Encantada, tío. Y supongo que para ti matar a un dragón de tierra es un asunto trivial y sencillo.
Lénisu asintió.
—Yo diría que estás yéndote por las ramas, sobrina. Escucha atentamente, querida, ¿alguna vez he hecho algo insensato?
—No sé si antes hiciste algo insensato pero hoy…
—Confía en mí —me interrumpió—. Sé arreglármelas con todo tipo de dragones. Hasta con los dragones medianos.
—¡Un dragón de tierra no es un dragón tan mediano! —protestó Akín.
Pero yo había fruncido el ceño.
—¿Estás pensando en huir de aquí? —murmuré.
Lénisu negó con la cabeza.
—Huir es palabra vil. Temo que el dragón de tierra sea peor de lo que nos han dicho estos medianos. Si no, decidme, ¿para qué recurrir a unos mercenarios desconocidos? —Hubo un silencio y Lénisu suspiró—. Porque no les importa si sobrevivimos o no —explicó amargamente—. El dragón ha tenido que destrozar más de lo que han dicho. Están histéricos y sus guardias son pocos y no están habituados a atacar dragones. Si he entendido bien, han sufrido numerosas bajas. Y tengo la impresión de que no somos los primeros aventureros a los que recurren.
Su insinuación me golpeó de pleno.
—¿Cómo has podido adivinar tantas cosas? —preguntó Dolgy Vranc con una ceja enarcada.
Lénisu esbozó una sonrisa.
—Hace unos meses estuve en Tenap. En alguno de mis paseos, oí quejarse a algún tipo diciendo que el aceite de naldren había reducido considerablemente sus flujos en el mercado. Ya existían rumores sobre la razón del problema. Algunos hablaban de una guerra secreta entre los pueblos de las Minas Negras. Otros de alguna epidemia devastadora que según las opiniones afectaba al minero o al naldren. Y algunos hablaban de algún monstruo horrible que excavaba justo en el lugar de las minas —levantó los ojos y al ver que estábamos todos pendientes de lo que decía, tuvo una media sonrisa—. Seguramente habría oído más rumores si no hubiese tenido que viajar hacia el oeste para encontrarte, Shaedra.
—¿Pero por qué has decidido ayudarle a Stalius después de decir que no ayudarías? —preguntó Aryes.
—Es una persona versátil —gruñí.
—Nada de eso, sobrina —susurró—. Al principio creí que Stalius se estaba metiendo en un callejón sin salida. Luego recordé que estos medianos de las Minas Negras no son los más simpáticos de su raza y no sienten un inmenso afecto por los extranjeros. No son de un natural agresivo, pero no me fío ni un pelo de que nos dejarán salir sin problemas, sobre todo si siguen encubriendo la razón de la subida de precio del naldren, lo cual ignoro, pero algo sé sobre la cultura de los pueblos del Cinto del Fuego y si comparten algunas creencias con ellos, quizá la presencia de un dragón de tierra signifique algo más que una simple desgracia.
—¿Quieres decir que el dragón de tierra tiene algún significado religioso? —preguntó el semi-orco, frunciendo el ceño.
—Según la tradición de los pueblos del Cinto del Fuego, el dragón de tierra es el símbolo de la Muerte. Es comprensible y apostaría a que los pueblos de las Minas Negras comparten esa creencia. Imaginaos. Estos pueblos viven dentro de las montañas. El dragón de tierra va excavando y va haciendo agujeros enormes por donde pasa. Aumenta el riesgo de derrumbamiento y, en fin, Ranoi Tépaydeln no quiere aterrorizar a su gente diciéndoles que su guardia no es capaz de matar a un dragón de tierra.
Estuvimos pensándolo un rato, sentados junto a él.
—¿Entonces Ranoi Tépaydeln es el jefe de las Minas Negras? —pregunté.
Me miraron todos meneando la cabeza.
—Si hubieses escuchado la conversación correctamente —gruñó Aleria—, Ranoi Tépaydeln es el capataz de Tauruith-jur y de otras dos minas. No de todas.
—Ah.
—Si no sería más rico que los Ashar.
—No me pareció ser un hombre pobre —repliqué.
—Eso es cierto —terció Aryes—. Si no le falta dinero, ¿por qué no ha contratado a mercenarios matadragones?
Lénisu estalló de risa y el semi-orco sonrió. Nos miramos, confundidos.
—Los mercenarios matadragones han dejado de pasearse por estas regiones hace mucho tiempo —explicó Dolgy Vranc—. Los dragones de tierra fueron exterminados hace más de dos siglos. Un matadragón, si quiere vivir, o se va por los Subterráneos o se va a tierras más lejanas.
—Recuerdo a un caito que vivía cerca de los lindes del Bosque de Hilos —intervino Lénisu, recordando, sonriente—. El caito decía que era un caballero matadragón. Tenía la misma fijación que Stalius, pero era diferente. Su objetivo no era salvar vidas sino matar dragones. Era un pequeño noble de provincia. Su castillo estaba lleno de libros de aventuras. Creo que en su vida había visto un dragón de verdad.
—Como digo, por aquí sólo hay matadragones ilustrados —prosiguió Dolgy Vranc—. Y dudo de que nadie preste su guardia para ir en busca de un dragón de tierra.
Lénisu asintió.
—Están en una situación precaria. Quizá piensen servirse de nosotros para distraer al dragón de tierra. Creo que a Ranoi, mientras no vuelva la criatura, no le importa verla muerta o a mil millas de sus tierras —añadió, pensativo.
—¡Podríamos hacer que desapareciese en un monolito! —exclamó Akín.
—Me consuela saber que tenemos a un celmista tan poderoso entre nosotros —observó Lénisu.
Akín se sonrojó y calló.
—¿Y qué propones que hagamos? —solté, nerviosa, imaginándome de pie frente a un dragón que salía de repente de la tierra, como una gran lombriz con dientes, garras y escamas.
—Vosotros, nada —replicó Lénisu levantándose de un bote—. Yo voy a ir a dar un paseo.
Desapareció por la puerta sin decir nada más. Después de un breve titubeo, Dolgy Vranc soltó:
—Quedaos aquí. Voy a hablar con él.
Y desapareció por la puerta a su vez. Me levanté, cerré la puerta y solté un inmenso suspiro de desesperación. Los medianos nos habían quitado las armas, nos habían dado túnicas y acceso a los baños, y ahora querían servirse de nosotros como matadragones, convencidos de que éramos aventureros, aunque lo negásemos.
—Esto no me gusta —declaré.
Aryes se adosó contra el muro y se masajeó las sienes, cansado.
—Si al menos fuésemos celmistas podríamos ayudar —suspiró.
Hubo un largo silencio, pesado y denso.
—No podrán matar al dragón de tierra —pronunció Aleria—. Leí cosas sobre ellos. Tienen patas pequeñas pero muy fuertes y pueden soltar un humo ardiente de la boca.
—¿Fuego? —pregunté. No recordé haber leído gran cosa sobre los dragones de tierra y lo lamenté ahora.
Aleria meditó y negó con la cabeza.
—No. Creo que era humo sin más. Recuerdo que leí algo sobre los puntos débiles de ese tipo de dragones. —Frunció el ceño y soltó un gemido—. ¡Necesitaría estar en la biblioteca de Ató!
—Pues ve y dentro de dos meses nos lo cuentas —dijo Akín con cara sombría.
De pronto me sumergió una rabia fría al sentirme encarcelada por unos medianos e impotente ante un dragón de tierra. La simple idea de ver a Lénisu luchando contra una criatura así me ponía los pelos de punta. La emoción y el miedo me ayudaron a tomar una decisión.
Akín y Aleria estaban discutiendo sobre la altura que podía llegar a alcanzar un dragón de tierra mientras Aryes los contemplaba con la mirada perdida.
—No dejaré que le ocurra algo malo a Lénisu —intervine con un tono en la voz que me impresionó hasta a mí.
Aleria calló y los tres me miraron con las cejas enarcadas.
—¿Y qué propones? —preguntó mi amiga.
Los miré sin decir nada porque no se me ocurría nada. ¿Qué podía hacer? ¿Huir? ¿Atar a Lénisu a una silla? Esas soluciones me parecían improbables, la primera porque los medianos no nos lo permitirían, la segunda porque Lénisu acabaría atándome a una silla a mí.
—Iremos a ver a Ranoi. Les ayudaremos a matar al dragón.
Me quedé boquiabierta y me giré hacia Aryes al mismo tiempo que los demás. ¿Realmente había sido él quien había hablado? ¿Realmente estaba proponiendo lo que estaba proponiendo?
—Podemos hacerlo —añadió como si cada palabra le costase un real esfuerzo—. Somos snorís de la Pagoda.
—Cierto —convino Aleria con firmeza—. Los ayudaremos.
Akín sonrió ampliamente y se levantó.
—Tienes más agallas de lo que creía —le dijo a Aryes—. ¿Vamos?
Convencerle a Ranoi Tépaydeln de que éramos capaces de enfrentarnos a un dragón de tierra fue una tarea asombrosamente sencilla y al cabo me dije que tenía poca vergüenza al dejar a unos niños de trece años arriesgar su vida, aunque luego me pregunté si realmente se daba cuenta de lo que estaba haciendo. Quizá hubiese olvidado nuestra edad al ver que éramos más altos que él o quizá pensase que éramos celmistas y aventureros que volvían de las Tierras de Ceniza. En todo caso, Ranoi Tépaydeln aceptó nuestra oferta sin escrúpulos de conciencia.
Cenamos en una sala aislada, con una mesa larga, bancos, y unos muebles viejos de madera oscura. Dos medianos habían dejado la comida en bandejas y cuando destapé una de las cazuelas salió una vaharada de humo blanco y solté una exclamación.
—¡Sopa de sarrena!
—Con pimientos —dijo una voz jovial con un acento horrible. Me giré y vi a un mediano pelirrojo que me sonreía—. Mi nombre es Arfonto. Si me permiten, me sentaré con vosotros para cenar.
Parecía estar pidiéndome la autorización a mí pero tardé en contestar por la sorpresa.
—Por supuesto que puedes sentarte con nosotros —le dije alegremente—. Yo me llamo Shaedra.
—Un honor —contestó inclinando la cabeza sin una pizca de ironía en su voz.
Tomamos asiento en silencio y nos servimos, exclamándonos por lo buena que estaba la cena. Pronto se vio que Arfonto tenía muchas dificultades para hablar abrianés con lo que al final acabaron hablando nailtés y cuando se me ocurría decir algo, me salía una frase desastrosa. Lénisu y Stalius hablaban nailtés con soltura y Aleria y Aryes parecían tener cierta facilidad pero me felicité al darme cuenta de que Akín y Dolgy Vranc eran todavía más desastrosos que yo. Aquella cena reveló ser una auténtica clase de nailtés. Arfonto nos contó historias que entendí a medias y chistes que no entendí para nada. Tenía un carácter ligero y me cayó bien enseguida, aunque cuando supe que era sobrino de Murdoth y primo de Láaco resultó evidente para todos que Arfonto no había venido aquí por voluntad propia.
—¿Cuál es tu oficio, Arfonto? —preguntó Lénisu en nailtés.
—Soy poeta —contestó sin vacilar el mediano pelirrojo—. O sea, escribo versos, pero también prosa.
—¡Poeta! —repitió Lénisu—. Yo también lo fui, cuando era más joven. Qué tiempos eran aquellos.
—¿Y por qué dejaste de escribir? —preguntó Arfonto, sin entender.
—Cosas de la vida. Hoy en día a la gente como yo no se le permite soñar.
—¿La gente como tú? ¿Qué quieres decir?
Lénisu hizo una mueca.
—La gente que no tiene una familia llamada Tépaydeln por ejemplo.
Arfonto se ruborizó.
—Oh. Ya veo.
A partir de ahí la conversación se volvió más silenciosa aunque Arfonto acabó deleitándonos con algunos de sus versos. Como todos estábamos bastante cansados después de un día de marcha por las montañas, nos levantamos y le dimos las buenas noches al hobbit. Este hizo una pequeña reverencia contestando torpemente en abrianés:
—Un honor conoceros ha sido.
Cuando salimos, Akín se acercó a mí y a Aleria y nos susurró a la oreja:
—Tiene más espíritu poético en abrianés que en nailtés.
Mientras yo asentía con una carcajada silenciosa, Aleria meneaba la cabeza.
—No has sabido apreciar sus versos simplemente porque no sabes nailtés correctamente. A mí me pareció que era buen poeta.
Akín frunció la nariz pero no dijo nada.
Cuando estuvimos tumbados en nuestros jergones respectivos, me di cuenta de que no estaba tan cansada como pensaba. Las dos horas en las que había hecho la siesta habían ahuyentado el sueño. No habíamos dicho aún nada a Lénisu de nuestro propósito de ayudarles a él y a Stalius. Mañana lo haría, me prometí, imaginándome a Lénisu, mesándose el pelo y cubriéndome de reprimendas. Que me sermonease tanto como quisiese, yo ya tenía trece años y era lo suficientemente mayor como para tomar mis propias decisiones.
Aquel pensamiento, en vez de darme miedo, me fortaleció. Lénisu no sabía en qué se estaba metiendo. Vale, no sabía qué estaba planeando en realidad. Quizá estuviese chafando su plan, y por eso me prometí decirle lo que le habíamos propuesto mis amigos y yo a Ranoi Tépaydeln. Él no era el único que podía tener un plan. Pero tenía que admitir que Lénisu solía tener planes más estructurados que los míos. Aun así, todo en la vida no le había salido redondo porque había acabado en los Subterráneos al menos dos veces.
En aquel momento, tendida en la oscuridad de la habitación subterránea de Tauruith-jur, me puse a pensar en Murri y Laygra. ¿Dónde estarían ahora mismo? ¿En el pueblo, durmiendo tranquilamente en alguna casa? ¿O estarían investigando sobre Jaixel y sobre nuestros padres? Ellos ignoraban que nuestros padres no eran nakrús. E ignoraban que yo ya no estaba en Ató sino a millas y millas de ahí. Aunque, lo bueno era que si Jaixel realmente me buscaba, tampoco él sabría dónde estaba. Si acaso me buscaba, me repetí, sabiendo que Lénisu dudaba aún de que así fuera. En todo caso, Jaixel existía realmente. Sarpi había oído hablar de él. Murri me había hablado de él. ¿Pero qué cosa podía tener yo que perteneciese al lich? Si no era el Amuleto de la Muerte, ¿qué podía ser?
El sueño me invadió progresivamente y mis pensamientos se fueron desvaneciendo, girando en remolinos nerviosos sin que yo supiese ya si eran reales o no. Mi último pensamiento lo dirigí a Galgarrios. ¿Cómo se sentiría ahora? No lograba quitarme de la cabeza la tristeza de su rostro al saber que sus amigos se habían ido sin él.
* * *
Los árboles de aquel pasaje apenas tenían hojas y un liquen de un verde claro los rodeaba, disimulando la corteza casi por completo. Al despertarme, había creído por un momento que me había vuelto ciega al ver la habitación sumida en la oscuridad. Al salir, sólo había visto luces artificiales, kérejats iluminados que volaban junto al techo y junto a la corteza de los árboles.
Paseando lentamente por el pasaje, me detuve en seco en un momento al ver un tronco iluminado y blanquísimo. Parpadeé, deslumbrada, y entonces se oyó un ruido de botas contra el suelo rocoso y una ola de kérejats levantó su vuelo como un humo de estrellas, dejando atrás un tronco lleno de liquen, tan ordinario como los demás.
—Me gustan los kérejats —dijo la voz de Aryes detrás de mí—. Actúan como mensajeros. Me da la impresión de que son espíritus inteligentes.
Seguí mi camino sin girarme hacia él. Pensé que tendría que sentirme irritada al ver que no podía estar ni un momento sola, pero no logré culpar a Aryes. Después de todo, él no podía darse cuenta de lo aturdida que estaba mi mente en aquel momento. Akín y Aleria lo habrían adivinado con facilidad. Aryes apenas me conocía.
Un kérejat pasó por delante y otro se posó en mi hombro y, molesto con el movimiento, se echó a volar lentamente, elevándose hacia el techo.
—Hay algo que quisiera preguntarte —lo oí decir.
Me giré hacia él con una ceja enarcada. Su tono me había intrigado.
—¿De qué se trata?
Aryes parecía incómodo.
—Se trata del por qué estamos aquí —como lo miraba, atónita, él dejó escapar un suspiro—. Al principio no preguntaba porque era evidente que había demasiados secretos como para que me hablarais de ello. Pero luego…
—¿Luego? —le animé con suavidad.
—Luego —dijo él lentamente, posando su mirada en un tronco cuyas ramas tenían forma de copa— me di cuenta de que necesitaba saber.
—Pero tú lo sabes todo, Aryes. Stalius no nos contó más sobre Aleria. Ni siquiera sabemos muy bien qué importancia tiene que sea la Hija del Viento aparte del hecho de que tenga que salvar a unos guaratos desaparecidos…
—No estoy hablando de Aleria —me interrumpió Aryes, mirándome con intensidad—. Estoy hablando de ti. —Me quedé callada—. Viniste a Ató hace cinco años. Te vi chapucear el abrianés y aprenderlo en unos meses, aunque a veces soltabas palabras en naidrasio. El idioma que se emplea en el Bosque de Hilos. Viniste del este. Sola.
Dicho así, mi historia parecía tener unas horribles incongruencias. Pero supuse que era mejor que creyese la gente que había venido sola desde tan lejos y no acompañada por un centauro lunar, especie que de todos modos siempre estaba mal vista en Ajensoldra y sus «territorios civilizados». Pero Aryes estaba ahí, conmigo, y merecía una explicación.
De pronto me pregunté cómo debía sentirse, lejos de su casa y de su familia, con unos compañeros que ni siquiera habían juzgado útil revelarle por qué volver a Ató no era una de sus prioridades. Me sentí culpable por haberlo arrastrado en esta aventura, aunque supiese que en realidad era él solo quien había decidido cruzar aquel monolito. A menos que hubiese pensado que el monolito era tan sólo una prueba más en el último examen de snorí, pensé de pronto, asombrada de que no se me hubiese ocurrido algo tan evidente. Aryes se habría quedado pasmado al abrir los ojos aquel día, en el valle de Éwensin. Porque me había quedado claro que ahí donde habíamos aparecido era algún sitio al norte, en el valle de Éwensin.
Mi silencio pareció incomodarlo todavía más.
—Si no quieres decirme nada, no digas nada, lo entenderé —dijo por fin, dándose media vuelta para irse.
—Espera, ¡Aryes! Date cuenta de lo que me estás pidiendo. ¿Qué quieres saber? ¿El por qué estás aquí o el por qué estoy aquí?
Aryes se detuvo y meneó la cabeza.
—Ya sé por qué estoy aquí.
Hice una mueca y me senté en una raíz que parecía menos cubierta de liquen.
—Bueno. Supongo que ha sido injusto de mi parte no decirte nada de mí. Pero estoy segura de que Lénisu no se ha privado de contarte cosas que yo ni siquiera recuerdo —apunté.
Aryes tomó asiento en una roca.
—No creas que me contó mucho de ti.
—Ya. En todo caso ya sabes que de pequeña viví en un pueblo de humanos con mis hermanos, Murri y Laygra, pero no sabía que eran mis hermanos hasta el año pasado.
Aryes asintió con la cabeza, atento. Entonces le conté que los nadros rojos habían atacado el pueblo, que un semi-elfo llamado Kahisso me había salvado y me había enviado a Ató con Alfi.
—¿Alfi?
—Alfi era un centauro lunar. Como te he dicho, los tres raendays tenían que ir hasta el bosque de Hilos. Su objetivo primero era acabar con la tropa de nadros rojos, pero creo que habían sufrido bajas y tuvieron que ir a pedir ayuda. Pero los centauros lunares no se la dieron.
Esperé algún comentario como «no me sorprende» o algo del estilo, pero Aryes se mantuvo en silencio.
—Alfi era un amigo de Kahisso. No sé por qué razón, tenía que devolverle un favor. Me dejó cerca de Ató con un pergamino a la intención del propietario del Ciervo alado.
—Un momento —intervino entonces Aryes—. El Ciervo alado … Kahisso… ¿no era el hijo desaparecido de Kirlens?
—Sí, es su hijo —contesté, sorprendida de que lo supiese—. ¿Cómo lo sabes?
Aryes puso cara molesta.
—Oí contar la historia de Kirlens varias veces. En Ató se considera que es uno de los más desgraciados.
—Ya, ya —solté con amargura—. Ya sé lo que cuentan por ahí. Dicen que cuatro fueron los hijos de Kirlens. Dos engendrados, dos adoptados. Uno traidor, otro chiflado, una maníaca y la otra es la ternian salvaje y excéntrica.
Aryes iba a protestar pero le corté.
—Para los dos de en medio, tienen bastante razón. Pero Kahisso no tenía nada de traidor y yo… bueno, ¿tú me consideras salvaje y excéntrica?
Aryes abrió la boca, la cerró y negó con la cabeza. Suspiré.
—En fin, te estaba contando cómo había llegado a Ató. A partir de ahí ya sabes lo suficiente. Todo el mundo me miraba como a una extraña. Lo que era, en realidad, claro. Sólo hubo una persona que no me miró mal —añadí en un murmullo casi inaudible.
Aryes frunció el ceño.
—¿Quién?
Levanté la cabeza y sonreí.
—Galgarrios. Me tomó por amiga desde el principio. Debió de sentir que estaba tan sola como él en aquel momento. Tiene buen corazón.
Aryes se echó a reír.
—Galgarrios no puede ser malo con nadie —dijo.
—Echo de menos su inocencia —dejé escapar.
Hubo un largo silencio y al fin Aryes se levantó.
—Y yo echo de menos a mucha gente. Pero estoy aquí y te recuerdo que tenemos que enfrentarnos a un dragón.
Lo miré, enojada.
—Ya sé lo que tengo que hacer.
Aryes retrocedió, sorprendido.
—Ya. Creo que prefieres que te deje sola, ¿verdad?
—Sí —gruñí.
—Entonces, hasta luego —soltó con brusquedad después de un breve silencio.
Me quedé sola, sentada en mi raíz, intentando entender por qué de pronto me había enfadado con él. Que me pidiese que le relatase mi infancia, bueno, pero que me recordase lo que tenía que hacer, ¡eso era intolerable! ¿Cuándo me había tenido que recordar alguien lo que tenía que hacer, si se exceptuaba a Wigy? Nunca nadie me había recordado mis obligaciones.
Vale, pero tenía que haber otra razón para que me sintiese casi al borde del histerismo. Después de un cuarto de hora de reflexiones, creí entenderlo. El dragón, los medianos, Lénisu y Stalius. Todo eso era demasiado para que lo pudiese soportar sin sentirme al borde de un ataque de nervios. Aquello que sentía en mí, ¿acaso era miedo? Podía serlo. No era la misma sensación que cuando Nart me había dado un susto de muerte, o cuando la risa maligna se interponía en mis sueños. Era un miedo más largo pero que tenía una causa perfectamente definida.
Honestamente, me preguntaba por qué no acababa de fiarme de Aryes. Su manera de ser podía ser tan trivial y normal en ocasiones, y tan aturdidora y extraña en otras. En el último mes, creía haber aprendido a conocerlo, pero ahora me entraban dudas de si realmente lo podría llegar a conocer. Akín, en comparación, era un amigo totalmente fiable. Y Aleria, pese a sus manías y sus réplicas no siempre acertadas, tenía un corazón limpio y claro. Aryes era incomprensible.
Me levanté y seguí andando por los pasillos, gravando en mi memoria qué pasadizos tomaba para no acabar perdida. De cuando en cuando me cruzaba con algún mediano y lo saludaba educadamente mientras aquél respondía con los ojos abiertos como platos.
Acabé encontrando un pequeño bosque desierto y tranquilo y me detuve, embelesada. Los troncos tenían hojas de un verde muy oscuro y sentía algo nuevo. Una brisa. Iba barriendo el bosque, rozando las hojas y el liquen de los troncos y el musgo del suelo. No había naldren por ningún sitio.
Me paseaba entre los troncos, pensativa, intentando imaginarme cómo podía ser un dragón de tierra, cuando oí un carraspeo y me giré bruscamente. No había nadie. Volví a oír el carraspeo y al fin una voz cantarina.
—¿Te has perdido, forastera?
¡Hablaba en naidrasio, el idioma de los reinos de la Noche! Levanté los ojos y me topé con un rostro redondo y muy negro. Tenía ojos grandes, negros y globulosos y una sonrisa radiante y blanca. Era una niña mediana, encaramada a una rama llena de hojas casi negras en las que se camuflaba casi a la perfección.
—¿Quién eres? —pregunté en el mismo idioma.
La niña miró a su alrededor con los ojos muy abiertos y luego dio un salto ágil y bajó del tronco, tocando el musgo del suelo con un ruido sordo.
—Me llamo Deria. Se supone que debo estar trabajando en el sector cuatro de recolección. ¿No le dirás a nadie que me has visto, verdad?
Sonreí. Aquella niña me hizo pensar en mí unos años atrás.
—Descuida, sé guardar un secreto.
Era extraña la sensación de hablar naidrasio con alguien que lo hablaba sin acento. Con cierto estupor, hasta creí percibir una nota de acento ajensoldrense en mis palabras. ¿Acaso habría podido olvidar con los años la manera de hablar de la lengua de mi infancia?
Deria me miraba con curiosidad mientras paseaba mi mirada por el bosque.
—Es un hermoso bosque —observé.
—¿Verdad? Vengo aquí cada vez que puedo escaparme —dijo Deria. Se mordió el labio inferior y se lanzó—: ¿Eres de los forasteros que vinieron ayer, verdad?
—Sí. Mi nombre es Shaedra. ¿Has oído hablar mucho de nosotros?
Deria se encogió de hombros.
—Sin más. Pero algunos dicen que el señor Tépaydeln os ha dado una misión importante. Dicen que vais a ir a matar un monstruo.
Fruncí el ceño.
—Eso es cierto.
—¿En serio? —exclamó Deria, admirativa—. ¿Pero qué monstruo es? ¿Un orco? ¿Una arpía? ¿Un lobo?
Me reí.
—Un orco no es realmente un monstruo.
—¿Pero qué monstruo es entonces?
¿Acaso no lo sabía? Ranoi quizá les hubiese mentido, aunque no tenía mucha lógica que lo hubiese hecho, a menos que los medianos realmente temiesen un dragón de tierra más que todo en el mundo y que quisiese evitar el pánico.
—Todavía no lo sabemos muy bien —mentí—. Pero no te preocupes. Acabaremos con él y todo volverá a ser como antes.
—¿Qué volverá a ser como antes? —preguntó sin entender.
Como no supe qué contestar, cambié de tema.
—Dime, sitios como este, ¿hay muchos en las Minas Negras?
—¿Saigueruth, quieres decir? En Tauruith-jur hay cinco. Generalmente voy alternando para que no me encuentren tan fácilmente. Dicen que soy una niña mala.
—¿Saigueruth, has dicho? Eso significa…
—Bosque de Luna —exclamó la niña como si estuviese invocando algo. Soltó una risa y se puso a hacer grandes piruetas por el suelo. Se detuvo y me dedicó una sonrisa—. Es un juego —explicó—. Uno grita Bosque de Luna y hace el máximo número de piruetas. ¿Quieres jugar?
—¡Claro! ¿Y cómo se llama ese juego?
Por toda respuesta, Deria miró hacia el techo, alzó los brazos y gritó:
—¡Bosque de Luna!
Tomó impulso en una pierna y se puso a dar vueltas, alternando las manos y los pies en el suelo. Conté. Uno, dos, tres. ¡Hasta nueve seguidos! Pero tuvo que detenerse porque había tomado una dirección equivocada y si hubiese continuado se habría chocado contra un tronco.
Solté una risa, encantada, levanté las manos hacia el cielo y dije:
—¡Bosque de Luna!
¡Qué alegría poder volver a hacer piruetas! En el último mes había andado tanto durante el día que los malabarismos me habían parecido fútiles. Ahora puse toda mi alegría en mis gestos. Inconscientemente, el jaipú se propagó por todo mi cuerpo. Hice piruetas por el costado, luego hacia detrás, hacia delante, pegué un último salto y me agarré a una rama con las dos manos, riendo.
Deria me miraba boquiabierta.
—¡Es maravilloso! ¡Tienes que enseñarme a hacer eso! —exclamó.
Solté otra carcajada. Jamás había considerado la posibilidad de que mis dotes en malabarismo pudiesen ser motivo de admiración. En todo caso, el juego de Deria me había devuelto mi buen humor.
—¿Realmente quieres aprender? —pregunté.
—¡Sí!
—¿Por qué?
—Porque de mayor quiero ser equilibrista. Y porque sí. ¿Me enseñarías? —De pronto su rostro se ensombreció—. Pero tú no tienes tiempo para enseñarme, ¿verdad?
—Claro que tengo tiempo —dije, columpiándome en la rama—. Antes de matar al monstruo, hay que saber dónde está. De momento, no tengo nada más que hacer. Así que si quieres, puedo empezar a enseñarte ahora.
Los ojos negros de Deria se iluminaron de felicidad.
—¿En serio me vas a enseñar ahora?
—En serio. A menos que tengas que volver a ese sector cuatro.
Deria hizo un gesto como para apartar una mosca.
—Natrio no se dará cuenta de mi ausencia hasta la hora de la comida.
—Espero que seas más concienzuda para aprender lo que te voy a enseñar.
—¡No me olvidaré ni una palabra! —aseguró ella enérgicamente.
Me dejé caer al suelo y sonreí.
—Entonces, primero, te enseñaré la filosofía del jaipú.
—¿El jaipú?
—La fuerza energética interna de cada persona.
—Ah, aquí lo llamamos el mongit. Nos dan clases sobre eso. El sacerdote dice que si lo repartimos bien en todo el cuerpo nos cansamos menos al trabajar.
—¿Repartir el jaipú por todo el cuerpo? Supongo que os explicará cómo hacerlo.
—Sí. Nos dice que lo liberemos. Utiliza la palabra yanjore. Liberar. Espero que no te moleste el que esté hablando naidrasio —añadió de pronto, inquieta.
—Oh, no. Para nada. En realidad el naidrasio es mi lengua de siempre. Con el abrianés, ahora. En cambio, hablo nailtés como maúlla un león.
Deria se relajó.
—Es que yo siempre hablo naidrasio con mi madre, pero los demás nos miran raro porque todos hablan nailtés.
—¿Pero no eres de Tauruith-jur?
—Mi padre lo era. Pero yo nací en el Bosque de Hilos. En Nuiná. Mi madre es una faingal. Así que yo soy medio faingal medio mediana —explicó hablando atropelladamente—, una drayta. Mi padre nos trajo aquí cuando tenía siete años. Murió poco después en un derrumbamiento. Y a partir de ahí mi madre no ha querido pronunciar una sola palabra en nailtés.
—Siento lo de tu padre —murmuré, súbitamente conmocionada.
Deria se encogió de hombros pero no dijo nada. Me crucé de brazos, pensativa.
—Uau —resopló Deria, levantando un dedo para señalarme—. Eso son garras, ¿no?
Miré mis manos. No me había dado cuenta de que tenía sacadas las garras. Las volví a meter, molesta.
—Sí. ¿Nunca habías visto a una ternian? —Como se encogió de hombros, esbocé una media sonrisa—. Dime, ¿cuántos años tienes?
—Diez.
—Eso es una edad perfecta para empezar a convertirse en una snorí y mejorar tu Bosque de Luna.
El rostro de Deria se iluminó.
—¿Una snorí? ¿Como en Ajensoldra?
—Como en Ajensoldra. Pero a mi manera —la señalé, amenazante—. ¿Juras escuchar a tu nueva maestra en todo lo que te diga?
Ella sonrió y asintió sin parecer solemne para nada.
—¡Lo juro!
La Cena de la Abundancia tenía el nombre bien puesto. Cuando retumbaron las campanas anunciando la etapa del recogimiento, todos habían vestido los trajes más limpios que tenían. Los mineros habían dejado sus pantalones gruesos llenos de olor a naldren para vestir túnicas largas y coloreadas. Entre ellos, no destacábamos con nuestras túnicas rosas.
Lénisu estaba de humor sombrío desde que le habíamos dicho lo que habíamos proyectado. Se había negado en rotundo a aceptar nuestra ayuda.
—Sois unos mocosos. Os quedaréis ahí donde se os diga. No quiero protestas.
Lénisu había tenido que sufrir un mar de protestas antes de explotar finalmente y decir que hiciésemos lo que quisiéramos, que nos muriésemos si era aquel nuestro principal objetivo en la vida. Su poca estima por nuestras habilidades me hirió en el orgullo. Vale, no habíamos estado en los Subterráneos, no habíamos vivido aún ningún combate real, y mucho menos contra un dragón, aunque en este caso sólo fuese un dragón de tierra y no un atroshás, pero en todo caso no íbamos a dejarlos ir solos. Lo peor tal vez fue cuando Dolgy Vranc nos dio la razón.
—Estos chicos no sabrán manejar una espada, pero saben controlar un poco las energías. Además, creo que estarán más seguros con nosotros, que encerrados en su habitación por los medianos.
—No creo que los medianos sean unos infanticidas —había replicado Lénisu con viveza—. Además, no sé por qué dices «nosotros». Tú tampoco sabes luchar.
Pero Lénisu sabía que era inútil intentar convencer a Dolgy Vranc de nada. Por eso ahora tenía una expresión sombría, pese a los colores vivos que nos rodeaban por todas partes.
Estábamos en una sala inmensa con escalones de piedra que subían en forma circular desde una plazuela donde se habían instalado unos artistas venidos de Naerial-jur para la ocasión con todos sus trastos.
Arfonto, el sobrino de Murdoth, nos guiaba entre los estrados, abarrotados de caras risueñas y festivas.
—Este año hay menos alboroto que otras veces —oí que decía una mujer elegante que se abanicaba.
No lo parecía. Los músicos tocaban una música rápida, ligera y repetitiva mientras la gente entraba y llenaba la sala. Dos niños muy pequeños corrían y reían en un estrado inferior y la que parecía ser la madre les cogió a ambos de la mano para que no se alejasen. En total, había cientos de personas, al menos quinientas, sentadas o de pie, junto a las rampas, metidas como hormigas en un hormiguero.
Levantando la vista, divisé los espacios reservados a la gente importante de Tauruith-jur. Uno de los más grandes era el de la familia Tépaydeln, pero a lo largo de toda la sala pude contar otros tres espacios que tenían también aspecto de contener una familia numerosa.
Arfonto nos guió hasta el espacio de los Tépaydeln. Toda la familia estaba reunida ahí, de niños hasta ancianos. Algunos no tenían para nada los rasgos de los Tépaydeln, y otros tenían el mismo azul en los ojos que Ranoi. El anciano y jefe de la familia nos acogió, siempre cortés, y su mujer, a quien presentó con el nombre de Zaidrí, se puso de puntillas y nos dio un beso en la frente a modo de bienvenida, sin decir una sola palabra, pero con una sonrisa amable.
Sentía todavía el contacto frío de sus labios agrietados cuando nos sentamos en una fila de siete asientos.
—Su mujer es todavía mas rara que él, ¿no os parece? —dijo Akín en un susurro.
—Creo que es muda —contesté en el mismo tono.
Akín agrandó los ojos y, sin ninguna discreción, miró hacia atrás.
—Por Ruyalé —resopló y fijó sus ojos en los músicos que tocaban—. Me está mirando.
—Eso te pasa por criticar —dije.
—¡Si yo no criticaba!
—¿Queréis callaros? —protestó Aleria fulminándonos con la mirada—. La obra va empezar.
—En nailtés —añadí—. No me voy a enterar de nada. Además, estamos muy lejos.
—No esperes que te vaya repitiendo y traduciendo lo que dicen —gruñó Aleria.
—Pff, ni se me ocurriría preguntarte algo tan absurdo.
—Callad ya de una vez —dijo de pronto Stalius.
Lo miramos, sobresaltados. Stalius no solía hablarnos mucho últimamente, y oírlo de pronto sermonearnos nos dejó pasmados. En realidad, el legendario era bastante poco comunicativo. No es que me cayese realmente mal, no era mala gente, pero era demasiado serio y poco divertido.
Oí tres notas de música para requerir nuestra atención y la obra comenzó. Pronto entendí que la obra estaba en verso. No pillaba gran cosa de lo que decían, pero las mímicas y los personajes eran suficientes para entender la trama. Había dos damas poderosas que se disputaban un mismo galán. El galán era un aprovechador que iba cambiando de preferencias cada vez que le proponían algo mejor y, ayudado de un criado, iba contestando a cartas de amor, aunque también recibía amenazas de otros pretendientes y de las mismas damas, locas de amor. La gente reía y me sorprendí a mí misma riendo en las ocasiones donde era evidente que el galán estaba sobrepasado por los acontecimientos.
La obra duró tres horas. Estaba dividida en tres actos y entre cada uno iban intercalando bailes y entremeses. La gente se movía en los estrados, sirviéndose refrescos y hablando entre ellos o escuchando a los artistas. Desde nuestra posición bastante alta, pude ver a Deria, en un estrado lleno de mineros, muy digna en su pequeño vestido verde, tomándole la mano a su madre, como para que no se alejase de ella. Su madre destacaba entre tanto mediano. Tenía la piel tan negra como la de su hija y orejas puntiagudas de faingal. Recordé en aquel momento que Deria y yo teníamos cita para una lección mañana. No tenía que olvidarme. Su ánimo por aprender, en un primer momento, me había dejado asombrada. A largo plazo, supuse que su ansia de aprender se calmaría.
Echando una mirada hacia atrás, vi que Ranoi estaba hablando con el mediano nervioso. Su nombre era Lom, recordé. No oía lo que decían, pero la expresión de Lom, más que la de Ranoi, que siempre era serena, me dio a entender que algo desagradable había pasado. A menos que interpretase mal la expresión de Lom, que de todas formas parecía ser un hombre irremediablemente inquieto.
Cuando empezó el último acto, dejé de interesarme por todo lo que me rodeaba para centrarme en el desenlace de la obra. Finalmente el galán se enamoraba de una de las dos damas, la más joven, y la otra, que a lo largo de toda la obra había sido la más orgullosa y celosa, elegía casarse con un pretendiente, secretamente amigo del galán. Cuando acabó la obra, se reunieron todos los actores en el estrado e hicieron una reverencia. Todo el mundo prorrumpió en vigorosos aplausos.
Después de la obra, empezó el gran banquete. Un grupo de músicos se puso a tocar una música con gaita y flauta y la gente empezó a bailar, dando vueltas alegres, levantando las manos, siguiendo los pasos de los bailes populares de las Minas Negras.
Me había quedado embelesada, mirando a esa gente alegre y colorida que reía, comía y bebía, despreocupada, cuando de pronto me tapó la vista una silueta rosa.
—¿Puedo bailar contigo?
Levanté la cabeza y crucé la mirada azul de Aryes. Giré la cabeza a mi alrededor y vi que Aleria y Akín ya no estaban sentados, sino de pie, unos metros más lejos, intentando imitar el baile de los medianos. No vi a Dolgy Vranc por ningún sitio y, cosa curiosa, Lénisu estaba hablando con Stalius.
Entonces, divisé la mano que me tendía Aryes, cada vez más nervioso ante mi silencio. Sin pensarlo más, le cogí la mano y me levanté.
—Será un placer —contesté, grandilocuente y burlona.
Nos alejamos sobre nuestro estrado y entonces me invadió una inmensa sorpresa.
—¡Aryes! —dije. Él me miró, extrañado.
—¿Qué?
—Pues… pues que no sé bailar. Se me había olvidado el detalle. Lo siento.
Le solté la mano y Aryes se quedó atónito, mientras yo me preparaba a volver al sitio donde estaba sentada. Tenía cierta curiosidad por saber lo que estarían tramando Stalius y Lénisu y quería asegurarme de que no se nos escaparían cuando supiesen algo sobre el dragón de tierra. Lénisu era capaz de no decirnos nada…
Una mano me cogió el brazo y tuve que darme la vuelta, irritada.
—¡Aryes, no sé bailar!
Para mi asombro, Aryes estalló de risa.
—¿No te lo crees, verdad? —siseé, malhumorada—. Pero el caso es que yo nunca he bailado. Wigy ya intentó enseñarme pero Wigy tiene un don para convertir las cosas que podrían ser divertidas en trabajos forzados —y mientras Aryes volvía a soltar una carcajada, añadí totalmente seria—. Recuerdo que se había empeñado en enseñarme. Fue una calamidad, pero breve, porque Wigy enseguida pasa a otra cosa. Es uno de sus puntos positivos… ¿pero tú por qué te ríes?
—Bailar no es muy diferente de la lucha con el jaipú. Además, es fácil aprender. Venga, ven —me animó.
Me mordí el labio, nerviosa y, con un ligero rubor, le cogí la mano.
—Si me rompo un tobillo, será tu culpa —solté con firmeza.
Aryes puso los ojos en blanco y me llevó hasta un sitio lleno de jóvenes bailando. Entonces me soltó la mano e hizo el típico saludo de Ató al que contesté casi instantáneamente sin pensarlo. Empezó mi primer baile. Francamente, fue desastroso. Veía en el fondo de los ojos de Aryes que le hacía gracia mi incompetencia y mi irritación fue creciendo poco a poco.
La música era alegre y rápida y Aryes me hacía dar vueltas y vueltas e inconscientemente fui expandiendo el jaipú por mi cuerpo para prevenir un posible mareo y para no perder mi equilibrio.
—Shaedra, no hace falta que utilices tu jaipú para bailar —me dijo Aryes. Parecía que mi reacción lo ponía nervioso y molesto.
—¿Qué? Oh, perdón.
Oí de pronto una risa y Akín apareció entre otros medianos.
—Siempre vas utilizando jaipú para todo, Shaedra. Por cierto, ¿no habéis visto? Arfonto nos lleva haciendo señas desde hace un rato.
Giré la cabeza hacia donde estaban los Tépaydeln y lo que vi me heló la sangre. ¡Malditos! Me puse a correr entre la gente que bailaba como una liebre acechada. Cuando llegué cerca de Arfonto, mis sospechas se confirmaron: no había rastro de Stalius, ni de Lénisu, ni de Dolgy Vranc. No hacía falta, pero Arfonto explicó en voz baja que el monstruo estaba mucho más cerca de lo que habíamos creído.
Me dispuse a esperar impacientemente a los demás y, mientras tanto, crucé la mirada de Ranoi. Éste me observaba con rostro impasible pero adiviné lo que esperaba de mí. Asentí levemente con la cabeza y él hizo lo mismo al de un rato. No había tiempo que perder. Busqué a Murdoth con la mirada y no lo encontré. Seguramente habría salido con un destacamento de guardias para cerciorarse de que Stalius iba a matar al dragón.
Me sorprendí sacando las garras y las volví a meter tan deprisa que se me quedó atascada una. Fruncí el ceño. ¿Se me habría torcido esa garra al crecer?
—¿Qué ocurre? ¿Dónde están los demás? —preguntó Akín.
—Se han marchado —contesté sin poder ocultar mi rabia y mi preocupación—. Arfonto nos va a mostrar el camino.
Arfonto nos condujo hasta el fondo del espacio de los Tépaydeln. Ahí había una tapicería que escondía una puerta. Salimos de la sala en silencio, y avanzamos por una galería, corriendo.
Arfonto, encendiendo una antorcha, nos señaló unas escaleras que subían, negras de oscuridad. Estuvimos corriendo durante quizá un cuarto de hora antes de oír un ruido estruendoso que hizo temblar la tierra como jamás lo había visto. En Ató ya había habido algunos terremotos, pero era una cosa muy diferente tener que protegerse escondiéndose bajo una mesa a tener que estar corriendo en el interior de una montaña llena de túneles con esos temblores. Estuve segura de que en la sala los aires festivos se habrían mutado en gritos de pánico.
—Eso… ¿es el dragón? —resopló Aryes.
Arfonto asintió.
—Tiene toda la pinta.
Sin tomar el tiempo de recapacitar, me eché escaleras arriba y los demás me siguieron.
Desembocamos en un túnel irregular. Ahí estaban Lénisu y Dolgy Vranc, aparentemente discutiendo. Lénisu sacudía la cabeza, con aire exasperado. Tenía la espada en la mano y ésta emitía una luz azulada que iluminaba el túnel.
—¡No seas ridículo! —decía—. Lo cogeremos mucho mejor si no se enfurece contra nosotros.
—¡Lénisu! ¡Dol! —gritó de pronto Aleria.
Ambos se giraron hacia nosotros y pude leer en la expresión de Lénisu cólera y miedo antes de que toda la tierra explotara de pronto ante nuestros ojos. Todo mi mundo se desmoronó ante mí como hierro convertido en harina.
«¿Conoces la historia del bufón de Yamarol?», decía una voz tranquila.
«No», contestaba otra.
«El bufón de Yamarol, el creador de sueños!» La voz rió. «Dice la historia que vivía en una choza, cerca del mar. Creaba sueños y la gente que tenía pesadillas lo contrataba para que el bufón les diese sus sueños. Él se quedaba con las pesadillas de todos y al cabo creyó que eran suyas y se sintió culpable de todas las calamidades que se habían perpetrado, crímenes, abusos de todo tipo. Dándose cuenta, años después, de quiénes eran los culpables fue matando uno a uno todos los que tenían un negro corazón.» Si la historia tenía una continuación, no la supe jamás porque de pronto me di cuenta de que estaba espiando una conversación que no me pertenecía y me retiré, sabiendo que el momento era urgente y que debía actuar.
Abrí los ojos justo a tiempo para ver desaparecer la larga cola del dragón. Seguí a los demás en el túnel, turbada. ¿Pero quién diablos era el bufón de Yamarol?
—¡Parad!
El dragón de tierra avanzaba por el túnel agitando furiosamente su cola y la tierra iba despegándose a cachos sobre nosotros. Cerrando los ojos durante un segundo recé para que no muriésemos sepultados ahí.
El que acababa de gritar era Stalius. Se puso rápidamente el primero y dio un golpe duro en la cola con su alabarda. El dragón de tierra se agitó furiosamente pero no sufrió muchos daños. Era una criatura enorme y por un momento me alegré de no poder verla entera.
—¡Detente, Stalius! —rugió Lénisu—. Vas a sepultarnos a todos.
—¡Hay que matar esta odiosa criatura! —exclamó Stalius, los ojos brillantes.
Estuvimos cazando la criatura durante al menos una hora. Se nos escapó un momento, luego volvió, rompió túneles y creó nuevos, y nosotros intentábamos seguirla de cerca sin tener la menor idea de lo que podíamos hacer para pararla.
Estábamos en uno de esos largos minutos inquietantes donde habíamos perdido al dragón cuando oí un grito que no provenía de mis amigos. Eché a correr el corazón latiendo a toda prisa.
En la encrucijada de un túnel me choqué con un pequeño bulto que venía corriendo como una flecha. Me caí en el suelo de piedra y todo el aire desertó mis pulmones.
—¡Deria!
¡No puede ser!, me dije, horrorizada. ¿Qué hacía aquí? Entonces oí el rugido del dragón y casi sentí su aliento podrido de minerales. Levanté la mirada y ahí lo vi, a unos veinte metros. Abrió la boca.
Y reaccioné instintivamente. Eché Deria a un lado y, sin pensarlo dos veces, arrojé un sortilegio brúlico. En ese mismo instante, el dragón estaba echando una oleada de veneno por los aires, a toda velocidad… un violento viento se elevó y me encontré en el suelo, temblando de cansancio. Tuve justo el tiempo de ver el veneno recorrer en sentido inverso el camino recorrido y golpear de pleno al dragón mientras este se convulsionaba inexplicablemente.
Alguien me cogió en brazos y me puso de pie. Retrocedimos corriendo, alejándonos del túnel que se iba derrumbando. El dragón coleteaba, desesperado, pataleaba, furioso. El ruido era infernal y me tapé los oídos, temblando de miedo. Corrimos como endemoniados.
Al cabo de un rato, no sé cuánto, nos encontramos con Arfonto en unas escaleras y éste nos enseñó el camino. Viró a la izquierda, recorrimos una galería y abrió una puerta. Nos echó afuera sin una palabra, a menos que mis orejas se hubiesen transformado en burbujas sordas.
Afuera, llovía estrepitosamente pero seguimos corriendo, como si el dragón fuese a perseguirnos hasta ahí. Luego, me dio la impresión de que la lluvia había amainado.
—Llueve menos —dije con alivio.
Aryes me miró de una extraña forma.
—Estamos debajo de los árboles.
Oía su murmullo como en un sueño.
—¿Ah sí? —miré a mi alrededor. Era verdad. Había creído que eran nubes negras. Suspiré—. Volvamos a casa entonces.
Esta vez fue Lénisu el que se giró hacia mí con aire preocupado.
—¿Te encuentras bien, Shaedra?
—Perfectamente —contesté con una sonrisa risueña—. Gracias, Lénisu.
Seguimos andando un rato bajo las nubes o las copas de los árboles antes de pararnos y de sentarnos. Observé mi vestido y vi en mi brazo unos trozos grandes de color pálido.
—Mi vestido está destiñendo —me quejé.
Me fijé en que Lénisu temblaba de los pies a la cabeza.
—Estás temblando, Lénisu. Todos tembláis.
De hecho, hasta los árboles temblaban y me dije que aquella noche tenía que ser particularmente fría. Un escalofrío me recorrió por todo el cuerpo. Reinaba un silencio de muerte. Me olvidé completamente de lo que había dicho y tuve que caer dormida porque me desperté sintiendo a musgo húmedo, a sangre y a fiebre.
—Quizá haya aspirado el veneno del dragón —decía una voz.
—Yo pienso más bien que ha sido un choc. Esas cosas pasan, según he oído.
Era la voz de Dolgy Vranc. Abrí los ojos y me di cuenta que me dolía la cabeza horriblemente.
—Odio el dolor de cabeza —me oí decir.
Todos giraron hacia mí sus ojos inquietos y curiosos como si me hubiese convertido en una criatura frágil y exótica. Gruñí.
—¿Qué miráis?
Enseguida Lénisu estuvo junto a mí, con una hoja llena de agua.
—¿Cómo te encuentras?
Bebí y me masajeé la cabeza.
—Atrozmente —estallé de risa y luego carraspeé al ver que me miraban raro—. ¿Qué pasa?
—Llevas dos días que no paras de decir disparates —me explicó Lénisu—. Y me temo que hoy no vas mejor.
Lo fulminé con la mirada.
—¿Desde cuándo digo disparates?
Hubo un silencio pero se notaba una oleada de alivio en el grupo. Retomaron una conversación más tranquila y yo me senté con ellos para comer. Había raíces y bayas a punto de explotar de lo llenas que estaban de agua.
—El viento ulula —dije, interrumpiendo la conversación.
Lénisu y Dolgy Vranc intercambiaron una mirada inquieta. Sus ojos se clavaron en mí como rayos de sol en los ojos y pensé que los ojos se podían cerrar pero el alma no.
—El alma no —pronuncié con solemnidad. Un recuerdo vago rozó mi memoria—. ¿Hemos derrotado el dragón?
Hubo un momento de silencio.
—Sí —dijo al fin Aleria—. Acabaron por matarlo los del pueblo. En fin —añadió, molesta— los que quedaban.
—¿Y Deria?
—¿Quién? —replicó Lénisu con una expresión sombría.
—¡Deria! —grité, levantándome de un bote. ¿Dónde estaba Deria? Recordaba que la había tirado para atrás para protegerla del dragón.
—Siéntate, Shaedra, y tranquilízate. Con tranquilidad —asintió Dolgy Vranc mientras me volvía a sentar lentamente, obediente—. Ahora dinos, ¿tienes alguna idea de por qué estás así?
Asentí tristemente, abrí la boca para decir la palabra pero no salió ninguna. Volví a intentarlo y de pronto bostecé y mis ojos cayeron sobre Aryes. Me reí.
—¿Quieres bailar? —le dije, levantándome de un bote. Le cogí una mano e intenté levantarlo. Él estaba más que sonrojado. Su expresión reflejaba una total turbación.
—Shaedra —suspiró Lénisu mientras yo me ponía a bailar sola, dando piruetas y gritando «¡Bosque de Luna!» alegremente—. ¡Shaedra!
Me inmovilicé y abrí mucho los ojos.
—¡Maldita apatía!
Entonces, creo, entendieron lo que había pasado. Había utilizado demasiada energía en un sortilegio. No les dije que se suponía que mi sortilegio iba a soltar una potente bola de fuego, pero que algo había desviado el efecto y lo había modificado. El dragón, en lugar de carbonizarse (lo que por cierto habría sido difícil con sus escamas y su elevada resistencia al fuego), había sufrido una terrible crisis de cosquillas que lo había hecho derribar todo un túnel. Eso tampoco lo dije.
Mientras discutían, levanté la mirada hacia los árboles oscuros y sonreí.
—¡Deria!
Aryes me soltó una mirada preocupada y volvió a su conversación. Sin prestar atención a las voces, me alejé dando saltos y subí hasta donde estaba Deria, ocultada entre las ramas. Pero entonces levanté la cabeza y ya no la vi. Fruncí el ceño. ¿Estaría jugando al escondite?
Paseé mi mirada por los árboles y la volví a ver, en el árbol de enfrente. Me observaba con sus grandes ojos negros. Le hice un gesto de la mano y me contestó. Salté sin pensarlo y me agarré a una rama como una bailarina. Deria estaba viva. A partir de ese momento, me olvidé completamente de ella y levanté los ojos al cielo.
—¿Shaedra? ¡Shaedra! Qué susto me has dado. Creí que te ibas a caer.
—Va a llover —dije simplemente.
Cuando bajé la mirada, Deria me miraba con su cara redonda y negra, acercándose a mí. Asentía gravemente. Me creía sin dudar de mí. Supe en aquel momento que confiaba completamente en mí y sentí una profunda emoción invadirme la conciencia.
Abajo, los demás chillaban mi nombre. Me decían que bajara pero yo ya no sabía por donde había que ir para bajar así que utilicé el único instrumento que tenía a mi disposición y me giré hacia Deria.
—¿Me ayudas a bajar?
Pese a la sorpresa que vi reflejada en su rostro, asintió y me ayudó a bajar. Poco a poco fui entendiendo la dirección y seguí con más facilidad.
Lénisu me miró con cara de reproche pero pareció entender que era inútil perder el tiempo en reprimendas conmigo.
—Así que tú eres Deria —soltó Dolgy Vranc.
—Sí —afirmó ésta con orgullo pero en un abrianés vacilante—. Y Shaedra es mi maestra.
Esas palabras me llenaron de orgullo y le dediqué una gran sonrisa.
—Y una buena —añadí—. No seré como Áynorin. Él nunca entraba en el corazón. Lo intentaba, pero no lo hacía. No del todo. ¿Verdad?
Deria frunció levemente el ceño.
—Ha soltado un sortilegio contra el dragón que la ha trastornado un poco —le explicó Dolgy Vranc. Deria pareció horrorizada y traté de calmarla.
—No te preocupes, Deria. Me pondré bien. —Cerré los ojos ante un súbito mareo—. No sé por qué, se me torció el conjuro.
—Pero mataste al dragón —dijo ella en naidrasio, el idioma de su madre. Y de pronto se echó a llorar—. Lo mataste.
Se cubrió el rostro con las manos y le di un abrazo para reconfortarla con todo el cariño del que era capaz en mi precario estado de apatía energética.
Sólo varios días después, cuando ya empecé a mejorar, me enteré de que al caer el dragón del túnel, había demolido parte de la gran sala. Parte del techo se había derribado con la fuerza del dragón, que había caído en el centro de la sala, aplastando a un buen número de personas. Los guardias habían acabado con él horas después, cuando la piedra se había estabilizado. Arfonto había salido afuera para dar esas noticias, pero no había sido muy explícito. Deria lo fue más. Contó que al vernos desaparecer había salido corriendo detrás de nosotros. Me enfadé con ella pero con poca energía. Mi estado de júbilo había dejado paso a un cansancio insufrible. Además, mi enfado quedaba sofocado por la pena que leía en los ojos de Deria. Había perdido a su madre durante la caída del techo. La recordé, con su sonrisa tranquila, observando la obra de teatro, y sentí que un puño helado se me quedaba atascado en la garganta. Me pregunté cuántos habían muerto en aquel día fatídico y me maldije cien veces convencida de que era culpable. Si no hubiese lanzado aquel sortilegio, quizá habríamos podido amedrentarlo y alejarlo de la sala.
Pero ¿cómo me miraría Deria si supiera aquello? Ella me veía como la que había vengado a su madre. Era horriblemente irónico ya que, ¿cómo se podía vengar a alguien provocando así la muerte de este alguien? Durante varios días ni cuestioné que había provocado sola la muerte del dragón. A decir verdad, me importaba poco. Estaba en un mundo de nieblas, recordaba las cosas que me importaban realmente en mi vida y las sacaba a relucir. Me pasaba horas hablándole a Aryes de mi vida en Ató y él me escuchaba con paciencia, sonriendo, pero con un brillo continuo de preocupación en los ojos. A veces me enfadaba porque no me escuchaban. Aleria y Lénisu me evitaban. Dolgy Vranc me observaba desde lejos y Stalius abría la marcha, imperturbable. Sólo Deria y Aryes me hacían caso y estoy convencida de que mejoré más rápido gracias a ellos.
Poco a poco, fui tomando conciencia de que no estaba en Ató. Que andábamos todos los días sin descanso. Que pasábamos penurias. Y una fatiga como no recordaba haber vivido me invadió a los cuatro días.
Aryes aseguraba que él había sufrido algo parecido cuando había rozado el estado de apatía. No recordaba haber perdido tanto los estribos pero decía que había partes de su memoria que se habían quedado en blanco y que no podía recordar con exactitud.
—Se te pasará —me dijo.
Un inmenso alivio me invadió al oír estas palabras. Me recuperaría. Era reconfortante pensar que aquel estado de fatiga no sería eterno.
Pero mientras tanto, apenas avanzábamos. Andaba arrastrando los pies por el musgo, exhausta, pero mi mente funcionaba más o menos correctamente, como despertando de un largo sueño.
—No volveré a soltar un sortilegio jamás —dije cuando tuve que hacer una pausa. Me flaqueaban las piernas. Estaba a punto de derrumbarme. ¿Pero es que podía un simple sortilegio de cosquilleo causarme ese estado de inutilidad en la que estaba? Era ridículo. Y vergonzoso para un snorí.
—No digas tonterías —dijo Aleria.
—Lo que pasa es que tu primera víctima no era precisamente pequeña —explicó Akín.
—Mmpf. Lo sé —suspiré.
Aquella tarde, Lénisu consiguió hablarme a solas. Llevaba evitándolo desde hacía un buen rato, sabiendo que estaba enfadado conmigo. Bueno, en realidad estaba enfadado con todos porque no le habíamos dejado a él y a Stalius encargarse tranquilamente del dragón. Cuando su mirada cruzó la mía me di cuenta de que no estaba solo enfadado: estaba terriblemente furioso.
—¿Cómo te sientes? —me preguntó con la boca crispada.
—Supongo que mejor que ayer y peor que mañana —contesté alegremente, sintiendo sin embargo que una tormenta se avecinaba.
Anduvimos un rato en silencio y nos dejamos poco a poco distanciar de los demás. Lénisu parecía ensimismado, pero cuando estaba claro que los demás no podrían oírnos, se puso a hablar.
—Recuerdo que un día, cuando tenías cuatro años, vine al pueblo a pasar unos meses. Murri tenía ocho años y siempre quería enseñarme todos los secretos de los aledaños. —Sonrió al recordarlo—. Erais felices, en aquel tiempo. Y estabais juntos —añadió lentamente, más sombrío—. Un día, llegaste a casa con una planta mortalmente venenosa en la mano. Sonreías, sin saber que tenías la muerte en la mano. Pues bien —suspiró—, lo que sentí en aquel momento, creyendo que te había perdido, me lo has vuelto a imponer hace unos días, frente a ese maldito dragón.
Me quedé boquiabierta y no pude dar un paso más. Jamás había visto a Lénisu tan abatido y jamás había visto sus ojos brillar con tanto reproche y tanta furia cuando por fin me miró.
—Lénisu… —murmuré—. No sé qué decir. Lo siento. Yo no pretendía herirte.
Lénisu bufó por lo bajo.
—¿Herirme? Podrías haber muerto, Shaedra —siseó. Hablaba con pasión—. Tu insensatez te matará algún día, pequeña. No es posible que no sepas obedecer a una orden mía. Debes aprender a comportarte. ¿Qué pensabas hacer una vez delante del dragón? Algún día me matarás de un susto —gruñó sin ocultar el miedo que le había inspirado mi desventura.
Por mi parte, pensé que Lénisu era injusto. ¿Cómo habría podido huir? El dragón de tierra se había dirigido directamente hacia nosotros, ¿no? Recordé y por un momento oí como un eco el grito de Deria. Lo entendí. Lénisu, sin fijarse en Deria, había creído que me había tirado en la boca del dragón sin contemplaciones en algún intento desconsiderado y suicida.
—Lo siento —repetí con más firmeza— pero todo ha acabado bien, ¿no? —recordé que al agitarse el dragón había derrumbado el techo de la sala de festividades y me estremecí. No, finalmente todo no había salido bien.
Lénisu, por su parte, sólo pensaba en el peligro que había corrido yo y me contempló con una mueca.
—No lo entiendes, Shaedra. Yo no tenía ninguna intención de matar al dragón. En realidad, al principio, no tenía intención de hacer nada acerca de él. Pero Stalius se entrometió en el asunto y decidí que si lográbamos convencer a la criatura para que se alejara nos pagarían ochocientos kétalos y podríamos comprar unos caballos para llegar más pronto a las Hordas. Resulta que todo salió torcido.
Sí, todo había salido torcido porque yo me había ensañado en no dejar a Lénisu solo. ¿Era eso insensatez? No lo creía. Poco a poco, tuve la sensación de que Lénisu pensaba que yo había forzado los acontecimientos. Que había provocado la caída del dragón y la muerte de la gente de ahí abajo. La muerte de la madre de Deria.
Sin querer, mis labios se pusieron a temblar y los tensé obligándome a mantenerme tranquila. ¿Era lógico mi razonamiento? No veía otra posibilidad.
—Yo los maté —murmuré de pronto—. El dragón se derrumbó en la sala. Mi sortilegio tuvo que trastornarlo —estallé en sollozos y me cubrí la cara con las manos.
Enseguida sentí los brazos de Lénisu que intentaban consolarme torpemente.
—No digas tonterías, Shaedra. Tú no tienes la culpa. El dragón ha destrozado varias minas antes de llegar a Tauruith-jur y habría hecho lo mismo con esta mina si no hubiese caído de tan alto para quedarse aturdido mientras los guardias lo mataban. Además, el dragón ya estaba loco. Lo sé porque cuando intenté decirle que se alejara ni me contestó con desdén ni nada. Su espíritu estaba aturdido. No se percibía más que un razonamiento destructivo, y eso no es propio de los dragones de tierra.
A mi pesar, retrocedí unos pasos para mirar a Lénisu a los ojos.
—¿Puedes percibir el espíritu de un dragón?
Lénisu gruñó.
—Claro, ¿tú no? —me dedicó una sonrisa torva—. ¿No me digas que no has notado la energía que irradiaba el dragón? Nos ha aturdido a todos durante un buen rato. Los dragones de tierra son muy diferentes de los dragones de caverna pero no por ello tienen menos energía. Mira, al principio, creímos que su influencia te había afectado más que a los demás… ¿de veras no has notado nada? —incrédulo, me miraba mientras sacudía yo la cabeza, anonadada.
Así que había permanecido ciega a la ola de energía del dragón mientras los demás intentaban furiosamente protegerse. ¿Por qué no la había notado? Hice un esfuerzo por recordar.
Volví a ver, en la galería, a Aryes tambalearse, sumido en una especie de trance. A Aleria los ojos abiertos como platos, envolviendo su jaipú de una capa protectora, Dolgy Vranc con las manos en las sienes y los ojos cerrados, Lénisu paralizado en plena carrera… Todos esos detalles los había visto como un rayo pero en el momento no había dedicado ni un segundo a entenderlos.
—Yo… pasaron tantas cosas al mismo tiempo que no me acuerdo —dije frotándome unos ojos cansados.
—Ya —replicó él tras guardar un breve silencio—. Y Arfonto ni quiso mencionar los ochocientos kétalos —añadió con una mueca de disgusto.
Recordé entonces haberle oído mencionar unos días atrás que Arfonto había vuelto a aparecer unas horas después de la muerte del dragón para pedirnos que no volviésemos porque algunos nos consideraban responsables de la caída de la caverna. No había hablado de recompensa y según Lénisu había huido para sepultar su cobardía en Tauruith-jur. No recordaba haber visto a Arfonto después de lo del dragón y me pregunté con curiosidad cómo le habría mirado Lénisu para hacerlo correr «como un conejo», según las propias palabras de Akín.
Anduvimos un rato en silencio. Algunas gotas gordas caían de los árboles regularmente y me sentía tan hundida como si hubiese echado a correr bajo un diluvio en terreno descubierto. Si realmente se nos acercaba un Ciclo del Pantano, había pocas esperanzas de guardar la ropa seca más de unas horas a la semana.
—De todas formas —dijo mi tío, rompiendo un largo silencio—, no quiero que te vuelvas a entrometer en asuntos ajenos. Sé muy bien quién tuvo la iniciativa de imponerse en nuestra cacería sin mi consentimiento —me echó una mirada tan herida que me sonrojé—. Si no hubieses sido tan joven me habría considerado víctima de una traición —y con una mueca añadió—: necesitas que tu tío te dé una corrección. Y puesto que soy yo tu tío, te diré lo que espero de ti. No volverás a cuestionar lo que hago ni lo que te digo que hagas. Eres mi sobrina y tengo intención de que sigas siéndolo todo el tiempo que nos sea posible. Tengo el deber de cuidar de ti. ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?
—¿Qué? —exclamé, incrédula.
Algunos se giraron hacia nosotros, curiosos, y Lénisu puso los ojos en blanco.
—Querida, si no entiendes lo que te he dicho, ¿cómo podrías matar a un dragón?
—He entendido perfectamente —repliqué bruscamente—. Pero…
—No hay peros que valgan, sobrina —zanjó con un chasquido de lengua—. Tú me sigues sin protestar y no me vuelves a dar un disgusto como el del otro día, ¿estamos de acuerdo?
Parpadeé e intenté ponerme en el lugar de Lénisu. Años habían pasado desde la última vez que me había visto. Me había creído muerta, al igual que Murri y Laygra, y cuando por fin me había encontrado, su única intención había sido la de reunir a la familia y, en lugar de eso, había tenido que cruzar un monolito y asustarse mortalmente por mi seguridad. Sentí un gran peso caer sobre mis hombros. ¡Lénisu me quería! Y me protegería con su propia vida. Era una idea asombrosa pero terriblemente escalofriante. ¿Cómo habían llegado a formarse tales vínculos entre nosotros en menos de dos meses? De pronto las palabras que había pronunciado un rato antes me volvieron. A mis cuatro años, había cogido una planta venenosa. Ahora la recordaba, sí, la había encontrado cerca de las marismas, junto a una rosa blanca. Le había dado a Laygra la rosa blanca y me había quedado con la planta letal sin saberlo. Era una hermosa planta, pero no me acordaba de nada más. Lénisu tenía que haberse quedado paralizado de miedo al verme tan feliz con la muerte en la mano.
—Lo siento, Lénisu —murmuré—. No te defraudaré más. No quería… claro que no volveré a darte un disgusto como aquél. Es que… ya sabes, no estoy habituada a que la gente dé tanto por mí —terminé por decir en un susurro.
Lénisu sonrió y me pasó afectuosamente la mano por el pelo.
—Eso es porque estás ciega, sobrina.
Seguimos hablando con un tono más ligero y cuando empezó a anochecer nos dispusimos a cazar un poco, cocinar y dormir. Por mi parte, sentía que iba retomando fuerzas con rapidez y aquella noche apenas estaba mareada al acostarme.
Como estaban hablando del rumbo que teníamos que seguir, me concentré en el ruido de la lluvia contra las hojas, tratando de conciliar el sueño. Me enderecé de pronto, haciendo sobresaltar a los demás. Les dediqué una gran sonrisa.
—No sabéis cuánto me alegro de veros. —Levanté la mirada hacia el cielo y divisé la Luna, redonda y blanca entre el cielo oscuro—. Buenas noches.
Y me acosté otra vez con la satisfacción de ver rostros tan desconcertados y tan familiares a la vez. Por un momento me pregunté si la apatía todavía me hacía efecto pero el sueño me impidió profundizar mis pensamientos sobre la cuestión. Curiosamente, la Luna se quedó grabada en mi memoria aquella noche y soñé que corría por los bosques iluminada por ella.
Llegamos a Tenap al día siguiente, a la tarde. Como no teníamos ni un kétalo, no teníamos mucha esperanza de encontrar nada interesante en la ciudad. Dormir y comer en un albergue era ya pedir demasiado. Stalius propuso que siguiésemos sin pararnos en la ciudad. Era evidente que ninguno tenía ganas de alejarse de Tenap ahora que estábamos tan cerca pero ¿qué podríamos ofrecer a esa gente a cambio de comida y de un lugar donde dormir?
—Esperadme aquí —dijo de pronto Lénisu, interrumpiendo nuestras discusiones—. Tengo unos conocidos en Tenap. Quizá consiga ablandarlos un poco. Esperadme aquí —repitió.
No pude dejar de notar el ceño fruncido y desconfiado de Stalius y la mirada fija que Dolgy Vranc le dedicó en aquel momento, pero Lénisu no les hizo caso.
—Si todo va bien, volveré dentro de menos de dos horas.
Llevábamos esperando más de dos horas, junto al camino que llevaba a Tenap, observando con aburrimiento a la gente entrar y salir de la ciudad, cuando Lénisu volvió, muy satisfecho de sí mismo.
Nos levantamos todos de un bote.
—Esta noche vamos a poder dormir en un albergue y comer como el hambre manda —declaró.
Solté una exclamación de alivio. Al fin íbamos a comer algo sustancial y no contentarnos con bayas, raíces y carne escasa.
—¿Se puede saber cómo lo has conseguido? —preguntó Akín, curioso, mientras nos encaminábamos hacia Tenap.
—Por supuesto —contestó Lénisu con ligereza—. Pero no por mí.
Akín gruñó y reprimí una carcajada. Por mi parte, tenía casi la convicción de que los conocidos de los que había sacado el dinero tenían una estrecha relación con las amistades propias del contrabando.
Tenap era una pequeña ciudad rodeada de bosque. Se situaba en un terreno cóncavo casi circular, como si hubiese habido una explosión un siglo atrás y las calles bajaban suavemente hasta el centro, bordeadas de jardines y casas bajas, algunas hechas con piedra de las canteras del Cinto del Fuego, pero casi todas eran de madera. Tenap me dejó dos recuerdos vivos en la memoria. El primero fue la gente pues, al contrario de Ató, la mayoría no eran elfos oscuros sino humanos, medianos y elfos de la tierra, y hasta vi grupos enteros de enanos, belarcos, sibilios y ternians. ¡Ternians! Jamás había visto tantos en mi vida. El segundo recuerdo que conservé de esa ciudad fue la animación que reinaba en ella. Pasamos por una calle llena de carpinterías y fabricantes de muebles. En el mercado, un viejo ternian, junto a su carreta, vendía utensilios de madera y dos calles más adelante una niña ternian de apenas cuatro años jugueteaba con un cachorro de pelaje pardo, riendo, totalmente indiferente al ajetreo que la rodeaba.
—Por aquí —dijo Lénisu.
Nos condujo a un albergue cerca de la salida oeste de la ciudad sin vacilar ni una sola vez durante el trayecto. No cabía duda de que había estado más de una vez en Tenap.
Stalius, por su parte, parecía sorprenderse cada minuto y masculló repetidamente que la última vez que había pasado por Tenap parecía más un pueblo que una ciudad. Lénisu no le prestó ni la más mínima atención y cuando llegamos delante del albergue El pato administrador entró sin mirar hacia atrás.
Iba a entrar cuando sentí de pronto una mano posarse en mi brazo y me giré, sorprendida. Deria levantaba unos ojos negros y tímidos hacia mí.
—¿Qué ocurre, Deria? —pregunté, inquieta por su aire reservado y tímido a la vez. El día en que la había conocido, Deria era abierta y vivaracha. Pero entre aquel día y el presente la vida de la drayta había sufrido un trastorno irrevocable.
Me miró intensamente y noté que estaba casi al borde de las lágrimas.
—¡Oh, Deria! —solté de pronto, emocionada, cogiéndola en mis brazos.
Al de un rato se calmó y susurró:
—¡Es tan duro! —Inspiró ruidosamente—. Me prometiste… que serías mi maestra. Me dijiste que me enseñarías lo que sabes. Me dijiste… —Su voz se quebró—. Pero ahora creo que lo he entendido. Tienes muchas responsabilidades y no tengo sitio en tu vida. Eres una aventurera y yo una simple huérfana sin modales. ¿No me quieres, verdad?
Creo que en mi vida me había sentido tan profundamente herida y conmocionada a la vez. ¿Cómo había podido abandonarla a su suerte durante tantos días? Y pese a mi negligencia imperdonable, ni una vez Deria había deseado dar media vuelta y volver a Tauruith-jur. Ya nada la retenía ahí, y entendí, casi aterrada, que Deria se había aferrado a mí porque era la única persona que le había mostrado un sincero afecto. Yo no la había considerado como una extraña al contrario de muchos que había conocido anteriormente. Los ojos húmedos, la apreté fuerte contra mí e inspiré hondo para dominar mi voz.
—Claro que te quiero, Deria. —Me aparté de ella y le sonreí—. Y te equivocas, yo no soy ninguna aventurera. Al menos no como pareces entenderlo. Mira, te prometo empezar mañana mismo tu aprendizaje si me prometes que no volverás a hablar de ti misma tan duramente, ¿te parece justo?
A Deria se le habían iluminado los ojos. Si hubiese sido posible, parecía que mis palabras le habían devuelto a la vida. De pronto me percaté de que Aryes y Akín se habían detenido para observarnos y al cruzar sus miradas molestas me di cuenta de que ambas teníamos lágrimas en las mejillas.
—Entremos —propuso Aryes, y mostrando por una vez algo de caballerosidad no comentó nada más.
El albergue estaba claramente destinado a los viajeros. Lénisu estaba hablando con un hombre de ojos nerviosos que por lo visto debía de ser el tabernero. Me invadió una curiosa sensación al entrar y no tardé en darme cuenta de que el ambiente que reinaba en El pato administrador era muy parecido al del Ciervo alado. Varias mesas estaban ocupadas, algunas por gente ruidosa, otras por cotorros murmuradores y otras por espíritus taciturnos o solitarios. Sentí una profunda alegría al encontrar una atmósfera tan familiar y me sorprendí al darme cuenta al de un momento de que sonreía al vacío.
—¿Creéis que Lénisu podrá pagarnos eso? —preguntó Aryes con ojos desorbitados.
Seguí el sentido de su mirada y vi a una humana sentada sola en una mesa engullendo cantidades enormes de pastas con tomate y pollo. Mi lengua se agitó, ávida y hambrienta.
—¡Por Zemaï! —masculló Aleria tragando saliva—. Tengo tanta hambre que podría comerme un búfalo entero.
Akín le echó una mirada llena de interés.
—¿De veras? ¿Un búfalo entero? Pues, amiga mía, yo sería capaz de comerme un dragón.
—¿Sí? —dije con una mueca—. Pues si lo llego a saber unos días antes te lo habría puesto en el plato con mucho gusto.
—Los dragones no se comen —intervino Deria con una seriedad que me sorprendió—. Su carne es mala.
—¿Mala? —repitió Akín burlón—. ¿Y tú crees que con el hambre que tengo me frenaría el paladar?
Aleria puso los ojos en blanco.
—Lo que ha querido decir Deria es que la carne de dragón contiene una sustancia que resulta generalmente mortal para los saijits. Akín —gruñó— ¿Es que nunca te leíste la Historia de la especie dracónida? Si mal no recuerdo, era uno de los libros que había que leerse para el segundo año de nerú.
Las mejillas azules de Akín palidecieron un poco.
—Ahm, ejem. Sí, ya. Como que, cada día se aprenden cosas nuevas.
—Entonces me parece estupendo que hayas empezado a aprender —replicó Aleria. Intercambié una mirada divertida con Deria mientras Akín se defendía con pobres argumentos ante la implacabilidad de Aleria.
Lénisu se giró hacia nosotros.
—Sentémonos.
Nos sentamos los ocho a una mesa y estuvo Lénisu contándonos historias sobre Tenap hasta que llegaron los platos. Entonces estuvimos comiendo en silencio, demasiado concentrados en masticar y tragar. Por primera vez desde hacía días el vacío constante de mi estómago desapareció y me dije que jamás había comido algo tan bueno. Los ruidos que nos rodeaban, típicos de una taberna, acabaron por despertar en mí una fuerte añoranza por Kirlens y Wigy. Me dolió nada más pensar en ellos, tan lejos de donde estaba yo. Al fin y al cabo, ¿Kirlens no había sido como un segundo padre para mí? Y Wigy, aunque fuese en algunas ocasiones tan pesada, había sido como una hermana mayor, de esas que una a veces desearía que hubiese nacido muda.
La conversación había vuelto a la mesa y arrinconé mis añoranzas para escuchar lo que decía Dolgy Vranc.
—¿Y qué hay de aquel secreto tan guardado, Lénisu? ¿No vas a compartirlo nunca con nosotros, o qué?
Lénisu agrandó un poco los ojos sin mirarlo.
—¿Un secreto? —intervino Akín—. ¿Qué quieres decir, Dol? ¿Lénisu nos esconde algo?
Dolgy Vranc sonreía con picardía.
—Lénisu es una figura cargada de secretos, Akín. Claro que nos esconde muchas cosas. Pero sé que una nos concierne y me gustaría saber cuál es.
Ahora todas las miradas estaban posadas en Lénisu y éste, sin darse por enterado, contemplaba con interés el asa de su taza.
—¿Cuál es ese secreto, Lénisu? —preguntó Aleria, con el ceño fruncido—. No quisiera ser entrometida, pero si nos concierne…
Dejó la frase en suspenso y carraspeó. Yo, callada, observaba la escena con el más vivo interés, preguntándome como reaccionaría Lénisu ante la insistencia de sus compañeros. Akín y Aleria, impulsados por Dolgy Vranc, le hicieron preguntas a Lénisu sin descanso. Los ojos de Dolgy Vranc brillaban de malicia y me pregunté, con desconfianza, lo que pretendía impacientando a Lénisu. Pero, de todos modos, en aquel instante, hubiera sido casi imposible impacientar a Lénisu porque este contestaba o con monosílabos o con grandes discursos burlones que nada tenían que ver con las preguntas de Akín y Aleria pero que los ponían hábilmente en ridículo.
—De acuerdo —dijo Akín, malhumorado, después de una salida particularmente punzante por parte de Lénisu—, no te volveremos a preguntar sobre tus secretos si tú nos prometes que tu silencio no compromete nuestra seguridad ni nuestro viaje.
—Es equitativo —soltó Lénisu, terminándose de un trago el tercer jarro de cerveza.
—Bien —contestó éste, aunque obviamente habría preferido que Lénisu hablase.
Lénisu también pareció sorprenderse de que Aleria y Akín hubieran dejado de acosarle y dirigió hacia mí una breve mirada pensativa antes de levantarse.
—Estupendo. Tras una cena y una conversación tan agradables, no hay nada mejor que un buen baño. Voy a los baños públicos. ¿Alguien se apunta?
Nos apuntamos todos porque después de un viaje de varios días en un bosque húmedo teníamos la sensación de estar cubiertos de musgo y de insectos. Dejamos nuestros sacos en los cuartos reservados y salimos del Pato administrador.
—Shaedra —me murmuró Aleria, mientras caminábamos. Y calló, como molesta por lo que iba a preguntar.
Alcé los ojos al cielo, imaginándome lo que deseaba decirme.
—¿Qué ocurre?
—Pues… me decía que quizá no conocíamos tan bien a Lénisu como pensábamos. Ya sé que es tu tío y tal, pero… ¿y si sabe más de lo que dice?
—¿Sobre qué, Aleria? —dije con paciencia.
—Sobre Jaixel y sobre la filacteria que, al parecer, anda buscando, claro.
Di un respingo y se me aceleró el corazón de manera tal que no pude más que detenerme y pensar en lo que acababa de decir Aleria y luego…
—Buaj, Aleria, ¿qué quieres decir con eso? Lénisu dice simplemente que hay que buscar una manera de asegurarse de que la filacteria que tengo no me dañará. Según él, las historias que me contó Murri son simples leyendas construidas sobre rumores. Mi tío no sabe más sobre las intenciones de Jaixel, que yo sepa.
—Que tú sepas —apuntó triunfalmente Aleria—. Así que pensemos, ¿y si supiese más? Es de todos sabido que los mayores consideran a veces natural no decir ciertas cosas a los menores. Así, cualquier padre pobre escondería las miserias que pudiese a sus hijos, cualquier maestro haría lo posible para no descentrar a su discípulo y le mentiría sin vacilación.
Iba hablando haciendo muchos gestos y asintiendo con la cabeza de cuando en cuando. Me quedé mirándola con una gran sonrisa.
—El terremoto de las sensaciones —cité alegremente—. Ese libro me lo leí por recomendación de Rúnim. Es curioso que siendo tan enemigas en cuestiones bibliotecarias tengáis en tan grande estima un mismo libro —dije con aire socarrón.
Aleria y la bibliotecaria de Ató, Rúnim, nunca se habían llevado bien por la simple razón de que nunca albergaban las mismas opiniones sobre cuáles eran los buenos libros y cuáles los malos. Yo, recibiendo recomendaciones de lectura por parte de ambas, había acabado por darme cuenta de que en realidad todo cuanto hacían lo hacían por ánimo de contradicción.
Aleria me miró con un mohín.
—Bah, supongo que debo alegrarme de que te lo hayas leído. Y no creas que me haya gustado mucho ese libro. Muchas de sus ideas no son muy fiables. Pero no intentes cambiar de tema, yo te hablaba de Lé…
—¡Ey! —soltó Akín, a lo lejos—. ¿Venís o no?
Con inmenso alivio entré en los baños y finalmente le dije a Aleria que no había de qué preocuparse de todos modos porque todo el mundo tenía sus secretos, menos yo por supuesto, y que si Lénisu sabía algo sobre Jaixel, quizá no me concernía directamente. Pese a la mueca escéptica que me dirigió mi amiga, no volvió a sacar el tema, y así pasé la tarde tranquilamente, jugamos a cartas con un grupo de viajeros que tenían más pinta de vagabundos y nos metimos en la cama pronto.
Compartíamos Aleria, Akín, Aryes y yo un cuarto con vistas a la calle, y como estuve revolviéndome en la cama durante un buen rato sin poder conciliar el sueño, acabé por levantarme, exasperada, y me acerqué a la ventana, que estaba por cierto iluminada por una Luna redonda y serena.
Un rato estuve admirando la Luna sin poder pensar en otra cosa que en lo absurdo de mi situación. ¿Qué hacía yo en Tenap? ¿Qué hacíamos aquí todos? Entendería que estuviese en busca de Murri y Laygra, o que estuviese estudiando en Ató como buena snorí, pero, a fin de cuentas, ¿cómo habíamos llegado hasta aquí? Sin duda, si no hubiese sido por la historia de Aleria, todo aquello no habría sucedido.
Estaba en aquel punto de mis reflexiones cuando vi pasar por la calle a una silueta encapuchada. Al principio, no me llamó mucho la atención, porque incluso de noche siempre había algún alma despierta. Pero luego, cuando se paró delante de la taberna y alzó la vista hacia mi ventana me quedé sin habla. ¿Quién era pues para pararse así y mirarme sin razón alguna?
Advertí entonces un movimiento en su inmovilidad y, con cierto estupor, la vi hacer grandes gestos para significarme que quería que bajase. Sacudí la cabeza, alucinada, e iba a apartarme de la ventana cuando una voz interior me sobresaltó.
«No te vayas, por favor. Estoy un poco perdido y hasta ahora no he visto a nadie despierto en este pueblo. Ando buscando la calle de los Barrados. ¿Por casualidad no sabrás dónde está?»
El tono era afable y por lo visto no parecía muy preocupado de que me aterrorizase con oír voces en mi cabeza. Suerte que había leído harta literatura sobre el diálogo mental y su funcionamiento y que estaba algo familiarizada con las energías porque a cualquiera le hubiera podido matar de un ataque al corazón. Lo malo era que, a pesar de tanta teoría, no tenía ni idea de cómo contestarle y me quedé paralizada un minuto, sin saber qué hacer. Luego me dije que de todas formas no arriesgaba gran cosa porque a la hora de defenderme tenía bastantes recursos y por otro lado me moría de ganas por averiguar quién era aquella silueta.
Así que me vestí con mi túnica rosa, abrí la ventana y bajé ayudándome de mi jaipú, amortiguando la caída profesionalmente.
—Bonito aterrizaje —dijo el encapuchado.
—Gracias —repliqué, contenta de mí misma—. ¿Quién es usted?
Mi interlocutor, mientras hablaba, se quitó la capucha y pude ver su piel pálida bajo el reflejo de la Luna en la que resaltaban sus ojos negros como el carbón y su cabello rubio que en la luz lunar parecía blanco. Me sorprendió mucho ver que no debía de tener más de quince años y que era, en definitiva, muy apuesto.
—Bastará con que me mires para reconocerme, supongo. Pero no quiero que me martirices con estúpidos halagos, sino que me digas por dónde cae la calle de los Barrados, si eres tan amable.
Fruncí el ceño y me crucé de brazos.
—¿Estúpidos halagos? —repetí, ofendida—. Nada más lejos de mí que halagar a un desconocido que se toma tantas libertades pidiéndome favores y haciéndome bajar de aquí con el sencillo objetivo de burlarse de mí.
Inspiré hondo y le di la espalda con el propósito de volver a subir a mi cuarto.
—¡Espera! No quería ofenderte. Pero ¿seguro que no sabes quién soy? Me admira tu ignorancia. Pues, para tu información, soy el hijo del marqués de Vilona. Todos aquí conocen a mi padre, y se parece tanto a mí, aunque con una treintena de años más, que todo aquel que me viese adivinaría enseguida quién soy. Por eso voy encapuchado, para que nadie me reconozca al salir de mi casa… sí, acostumbro pasear de noche por el campo y hoy decidí llegar hasta Tenap con el propósito de ir a visitar a unos amigos que tengo y que me esperan, según dijeron, en la calle de los Barrados, calle de la que yo nunca oí hablar, de ahí que te pida auxilio, aunque he de suponer que si no conoces al marqués de Vilona tampoco puedes conocer mucho esta villa.
Me mareó tanto discurso y al mismo tiempo me hizo mucha gracia que aquel muchacho se pretendiera hijo de un marqués. No tenía medios para determinar si era cierto o no, y la verdad poco me importaba, pero lo que sí me turbó fue su manera de hablar, tan mesurada y afable a la vez, como si no se diera cuenta del orgullo que emanaba de su voz.
—Perfecto —dije, sin saber qué decir—. La verdad es que no, no conozco la ciudad, así que difícilmente te podría ayudar. Er… Lo siento.
—Ya, bueno, pues entonces siento haber turbado tu sueño.
—Oh, no dormía, ya ves, estaba contemplando la Luna. Por cierto, ¿dónde has aprendido a utilizar el diálogo mental?
El joven hizo un gesto amplio y sonrió.
—De aquí para allá, leyendo libros, haciendo experiencias… ya ves.
Fruncí el ceño porque el maestro Áynorin nos había repetido mil veces que hacer experiencias autodidácticas con las energías podía ser muy peligroso.
—Los nobles tienen más facilidad para aprender la magia —añadió, con desenvoltura, viendo mi aire suspicaz.
—Claro —solté, burlona—. Entonces adiós y buena suerte.
Y diciendo esto, empecé a subir por el muro del albergue, pero el joven me detuvo con una pregunta:
—¿Cómo te llamas?
Le dediqué una gran sonrisa.
—¿No me reconoces? Soy la hija de la reina de Estalambia. Buenas noches.
No sé si me contestó, en todo caso me cerré a toda intrusión mental al tiempo que cerraba la ventana del cuarto y me metía en la cama sacudiendo la cabeza para mí. ¡Qué cuentista! Hijo del marqués de Vilona, ¡menuda broma!
Con estos pensamientos en mente, me dormí al de poco rato y soñé que estaba junto a un precipicio, empezando a pasar por un puente de madera bastante estropeado que oscilaba peligrosamente. Cuando estaba a la mitad, llegó un bufón dando grandes saltos por el otro lado, con lo que me dio la impresión de volar. Maldije mil veces al bufón que me soltaba enigmas incomprensibles y frases en un idioma totalmente desconocido. A la mañana siguiente me desperté en el suelo, enredada en las sábanas, con lo que todos se burlaron mucho de mí y cuando les conté mi sueño, redoblaron las risas mas yo, advirtiendo que mis tripas empezaban a hacer un ruido de ultratumba, les aconsejé que bajáramos a desayunar.
Esperamos varios días en Tenap antes de reanudar nuestro viaje, principalmente porque no atraía a ninguno la idea de salir afuera con el tiempo que hacía, pues desde el día siguiente de nuestra llegada que se puso a llover a cántaros no había parado exceptuando escasos momentos de descanso en los que se oía pasar por la calle gente chapoteando entre el barro. Se oyeron noticias de inundaciones en una zona de la ciudad por el que pasaba un riachuelo que en diez años casi se había secado por completo y que ahora resurgía como antaño, según contaba un viejo parroquiano de la taberna.
Aprovechando esos días de reposo, me dispuse a erigir un programa para enseñar lo que sabía a Deria, que no solamente estaba tan animada como antes por aprender sino que ahora quería volverse «aventurera» como yo, dejando a un lado su proyecto inicial de acróbata.
—Bien —le dije el primer día en el desayuno—. He pensado que podíamos empezar desde ya tu aprendizaje seriamente y tal. ¿Te parece bien?
—¡Uau! —gritó Deria, encantada, dando un bote sobre su silla y atrayendo hacia nosotros unas miradas medio dormidas y casi gruñonas.
—Tomaré tu respuesta por un sí —repliqué con una ancha sonrisa. Y entrecerré los ojos mirando a los demás—. No quiero espectadores.
Akín puso cara inocente.
—Yo sólo pensaba ver cómo te las arreglabas.
—Y a mí, la verdad, me interesaría asistir a tus clases, Shaedra —intervino Aleria con aire experto.
—¡Aleria! —protesté—. ¿No querías ir a visitar la ciudad?
—Se pueden hacer las dos cosas al mismo tiempo —dijo—. Además, según he oído decir, el maestro que niega a otro maestro el permiso de asistir a sus clases suele ser por temor a ser juzgado inapto para el oficio.
Puse los ojos en blanco, exasperada y divertida a la vez.
—Últimamente te gusta mucho aquel libro de El terremoto de las sensaciones, me temo.
Aleria gruñó, enojada.
—Eso no viene de ese libro sino de uno de Malanvárs. Llamadas artificiosas de la mente, se llama. No me lo leí entero —admitió como culpable—, pero lo que dije lo decía en el prólogo, si mal no recuerdo…
El carraspeo de Lénisu interrumpió sus pensamientos y nuestra conversación y levanté la cabeza para posar la mirada sobre mi tío, de pie, con la cabeza ladeada y burlona.
—Si no os importa, os dejo con Dolgy Vranc. Si vais a visitar la ciudad, os advierto que los semi-orcos nunca tuvieron un sentido de la orientación muy desarrollado así que cuidad bien de él y que no se nos extravíe por ahí, llevando lo que lleva.
—¿Adónde vas? —pregunté, curiosa, al tiempo que Dolgy Vranc, que parecía antes medio dormido, vociferaba algo en defensa de los semi-orcos y que Aryes soltaba:
—¿Llevando lo que lleva? ¿Qué quieres decir?
Lénisu pareció considerar menos peligrosa la segunda pregunta, pues contestó:
—Llevando los años que lleva y qué sé yo. Bueno, os dejo, que tengáis un buen día, ah, y, vosotros, no os olvidéis de la promesa, ¿eh?
Miró fijamente a Aleria, Akín y Aryes sucesivamente, con una mirada elocuente, me sonrió y, con un saludo cordial de la mano, se despidió y salió de la taberna, bajo mi mirada llena de extrañeza.
—¿Qué quería decir con eso de la promesa?
Aleria y Akín intercambiaron una mirada y alzaron los ojos hacia el techo.
—Bah, reflexiones suyas, ya sabes cómo es… —dijo Aleria.
No aparté la vista de ambos y Akín acabó por reconocer:
—Bueno, en realidad, nos pidió que te protegiéramos porque… ya sabes… con lo del lich y eso…
Aleria le dio un codazo violento que le hizo soltar una exclamación de dolor y, al tiempo, vi la expresión de asombro e incredulidad de Aryes que nos miraba alternadamente y parecía estar pensando frenéticamente. Debí haberle informado mucho antes, pensé en aquel momento, invadida por los remordimientos. ¿Por qué siempre lo dejaba a un lado, apartándolo de mis confidencias? El daño ya estaba hecho. Y en aquel momento tenía que estar furioso contra mí. Lo observé de reojo mientras soltaba:
—Lénisu es un exagerado, por supuesto. Ni contra una mantícora necesitaría yo ayuda. Ya me conocéis: “matadragona soy, y con coraje voy”. —Sonreí—. ¿A que no te leíste esa obra de teatro, Aleria?
Aleria volvió a dirigirle a Akín una mirada asesina y luego sacudió la cabeza.
—No me suena.
Di una palmada y me levanté de un bote soltando:
—Pues aquí empieza el dragón, defendiendo su guarida —dije, enseñando mis garras con alma teatral. Y me dispuse a recitar.
¿Quién se atreve a guardarme,
prohibiéndome la entrada?
Yo, dragón fiero, cata
que aquí vengo a matarte.
Por tu maldad yo vengo
a aniquilar espantos
y a vengar estos llantos
que oyes y trae el viento.
¿Pues tú, saijit, tan flaco,
tan desarmado vienes
a estrangular mis sienes,
tú, pícaro y osado?
Yo vengo y a vengarme;
matadragona soy,
y con coraje voy
a donde el bien me llame.
Unos viajeros que entendían abrianés y que habían estado oyendo mi prestación aplaudieron burlonamente y les hice una reverencia de actriz profesional con no menos burla, mientras Deria, Dol y Akín se reían a carcajadas por mis mímicas exageradas. Al cabo, me tropecé con la pata de un banco y me di en el dedo pequeño del pie con lo que mis amigos redoblaron la risa mientras Aleria soltaba un suspiro.
—Creo que por una vez Lénisu tenía razón, realmente necesitas a algún protector que te vaya sujetando mientras vas matando dragones, no vaya a ser que te vayas descalabrando por ahí.
Me reí.
—Bah, por ahora sigo viva. —En aquel momento crucé la mirada pensativa de Aryes e inspiré hondo—. Bien, ¿vamos ya?
Dolgy Vranc aprobó con la cabeza, se terminó su segunda copa de vino, y se levantó. Cada vez que lo hacía, me maravillaba lo alto que era y sin duda, mientras estuvimos dando la vuelta a la ciudad, atrajo la mirada de la gente al pasar, pues no era común encontrarse con un semi-orco, y además tan grandote.
Mientras visitábamos las fuentes, las plazas, el mercado y no sé cuántos barrios de Tenap, empecé a enseñarle a Deria las nociones básicas del jaipú y del morjás, le hablé de las energías, citándole el nombre de todas, le hice un recorrido histórico muy rápido sobre el descubrimiento y estudio de las energías y, finalmente, cuando hube aburrido a todos los demás y cuando ya estábamos regresando a la taberna después de unas cuantas horas de vagabundeo, comencé a darle consignas sobre cómo utilizar el jaipú según diversas situaciones y Deria se maravilló cuando le dije que se podía utilizar el jaipú hasta para cocinar.
—¿Pero eso es verdad? —dijo Deria, sin poder creerlo.
—Yo no paraba de hacerlo —le aseguré—. Vivía en una taberna, así que me entretenía utilizando el jaipú en cuanto podía. Para servir, por ejemplo, llevaba la bandeja en equilibrio sobre la mano y conseguía calcular el momento preciso en el que podía quedarse quieta sin caerse, aunque estuviese haciendo malabarismos, cosa que no solía pasar porque mi hermana, Wigy, no lo toleraba.
—¡Tienes una hermana! —exclamó Deria, sorprendida.
—Er… sí, bueno, sólo somos hermanas por haber crecido juntas, claro que yo la considero como una hermana de todas formas. Lo que te prohíbo que hagas, retomando el hilo, es utilizar el jaipú en el exterior, porque eso puede ser peligroso. Hay gente que ha muerto trastornada por haber perdido el jaipú. Tienes que saber que el jaipú no eres tú y que tiene una conciencia propia que tienes que aprender a conocer. Ningún jaipú es igual, pero creo que todos, si les das demasiada rienda suelta, tienden a querer recuperar su libertad, si algún día la tuvieron, claro, lo que es discutible. En fin, que yo sepa, ni los más doctos saben de dónde viene el jaipú, dicen que es la única energía viva con el morjás y el pairás, aunque no veo por qué las otras energías no van a estar vivas —reflexioné, pensativa—. ¿Ya te he dicho cómo se llamaban las energías del jaipú y del morjás?
—Las energías dársicas —asintió Deria.
—Exacto. Con el pairás, son las tres energías que llamamos dársicas. Bueno, no sé cómo se dirá dársicas en naidrasio o en nailtés, pero como no sé lo que significa ni en abrianés, no te puedo decir.
—No importa, ya me he habituado a que me saques palabras raras en abrianés —aseguró Deria con seriedad.
Sonreí.
—Bueno, por el momento ya hemos trabajado bastante, a la tarde seguimos un poco si te apetece, ahora tengo hambre —dije, entrando en la taberna detrás de los demás.
Cuando pasé la puerta de la taberna, lo primero que vi fue a Lénisu sentado en compañía de un gnomo con hábito de clérigo, hablándole con suma locuacidad. El gnomo parecía, en cambio, más reservado y suspiraba y sonreía misteriosamente.
—¡Lénisu! ¿Siempre tramando algo, eh?
Dolgy Vranc sonreía con su sonrisa de semi-orco y Lénisu le correspondió con una mueca inocente.
—¿Ah? Bah, ¿yo, tramando algo? Ni se me ocurriría. ¡Shaedra! Sobrina mía, acércate, tengo algo para ti.
En cuanto me había visto se había girado hacia una bolsa de esparto que guardaba debajo de la mesa y me acerqué con curiosidad hasta que vi a mi tío sacar un par de botas de un color pardo claro. Los ojos de Lénisu chispeaban alegremente.
—Creo que te irán de maravilla. Pero… lávate los pies antes de ponértelas, ¿eh?
Bajé mi mirada hacia mis pies cubiertos de barro e hice una mueca divertida.
—Gracias, Lénisu, es… todo un detalle.
Su sonrisa se ensanchó y me tendió el regalo. Cogí las botas y las inspeccioné minuciosamente mientras mi tío añadía hablando en general:
—He pensado que querríais cambiar de ropa, ya que la que llevamos no conviene precisamente a un grupo tan celebrado como el nuestro. Srakhi Léndor Mid, aquí presente, es un viejo amigo mío y dice que nos va a proporcionar lo que necesitemos, ¿verdad?
El gnomo clérigo no había dejado de mirarnos con sus ojos globulosos y pardos. Tras un momento de silencio, carraspeó y asintió.
—Exacto. Os pasaré la ropa a la tarde —dijo al levantarse—. Ahora, si me permitís, me esperan para comer.
—Por supuesto —replicó Lénisu, levantándose también con la misma caballerosidad que Srakhi.
El gnomo saludó con la cabeza. Parco pero simpático, pensé, al seguir con la mirada su silueta algo regordeta y de andar enérgico.
—Un curioso personaje —comentó Dolgy Vranc—. ¿Por casualidad no compartirá el mismo oficio que tú, antaño, amigo mío?
Lénisu negó con la cabeza, jugueteando con una piedrita azul.
—No, qué va… es un hombre honrado. Lo que ocurre es que es un hombre original, por eso somos amigos.
—Oh, entiendo —masculló Dolgy Vranc, sentándose a la mesa.
—¿Qué tal el paseo? —preguntó Lénisu—. Supongo que tendréis hambre, voy a hablar con el tabernero y luego me contáis cómo os ha parecido Tenap.
Akín gruñó.
—Shaedra y Deria no han parado de hablar. ¡Me daba la impresión de haber vuelto a la Pagoda!
Lénisu sonrió y se alejó.
—Afortunadamente os habéis librado de los deberes —repliqué y añadí—: Al menos por esta vez, ¿verdad, Deria?
Le guiñé el ojo a Akín y ambos soltamos una risotada ante la expresión atónita de Deria.
—¿Deberes? —repitió.
Hice un gesto vago con la mano, restándole importancia al asunto.
—Bah, no serán demasiados, no te preocupes. Los suficientes como para que te hartes.
—Por cierto —intervino Aryes—. ¿Dónde está Stalius?
Aleria, Akín y yo paseamos la mirada por la taberna en un mismo movimiento, pero no había ni rastro de Stalius. Fruncí el ceño e intercambié una mirada con Aleria.
—No tengo ni idea de adónde habrá ido —me dijo, adivinando mi pregunta silenciosa.
* * *
Stalius no apareció hasta la hora de la comida, cuando hacía tiempo ya que habíamos dado las gracias al gnomo por la ropa que nos había traído. Eran ropas simples, pero prácticas, de las más comunes que se encontraban por toda la Tierra Baya: calzas, túnica y capa de viaje, sin adornos pero de buena calidad y calientes. Los demás se calzaron con unas botas de cuero rígido y oscuro y yo con las botas que Lénisu me había regalado. Me iban perfectamente y aunque no estaba acostumbrada a andar con algo en los pies estas botas fueron las primeras que me parecieron realmente cómodas.
En los días sucesivos, Deria se mostró muy atenta y animada para aprender y llegué a pensar que en tenacidad no tenía nada que envidiarle a Aleria. En total, nos quedamos ocho días en Tenap, mucho más tiempo de lo que esperábamos, y Stalius cada día estaba más nervioso y, aunque no acostumbraba hablar mucho, aquellos días estuvo repitiendo incansablemente que Aleria no podía esperar, que la Hija del Viento tenía que llegar a su tierra cuanto antes. Y con cierta sorpresa vi que Aleria también estaba impaciente. ¿Es que acaso pensaba que lo que decía Stalius sobre la Hija del Viento tenía un fundamento más complejo que el de una creencia local?
Estaba andando en la calle con Deria, y mientras ella probaba el ejercicio mental que le había mandado, avanzaba yo sumida en mis pensamientos, con lo que no vi la mujer más que cuando colisioné con ella. El caso es que era mucho más grande que yo, era una elfocana de unos veintitantos años, rubia y bien vestida y, al chocarnos, bajó sus ojos sobre mí con el mismo aire sorprendido con que la miré yo. Pestañeó varias veces, con sus ojos azules y clarísimos.
—Ups —solté esforzándome por sonreír pese al susto que me había llevado—, ya lo siento, señora.
Visiblemente era de buena familia. Llevaba un vestido pajizo y una cestilla vacía que había dejado caer torpemente. Se le quedó la cara embobada y aturdida durante un buen rato, pero finalmente me sonrió vagamente, como dándose cuenta de pronto de que estaba delante de ella, y continuó su marcha rodeándome y hablando para sí con murmullos ininteligibles. Intercambié una mirada rápida con Deria y recogí la cesta para devolvérsela a la damilla que parecía estar totalmente en las nubes.
La perseguí llamándola pero no se giró hacia nosotras y tuve que estirarle de la manga para que me mirase otra vez.
—Esto… creo que se ha dejado esto —le dije, enseñándole la cesta y chapuceando el nailtés.
La elfocana parpadeó y agitó la cabeza, como para despertarse de un sueño y cuando me volvió a mirar parecía más despejada.
—¿Me estabas hablando, pequeña?
—Ahm… esto… Tome, lo dejó caer en la calle y es suyo creo.
Miró la cesta y frunció el ceño.
—No necesito ninguna cesta, gracias. Pero ¿qué hacéis aquí? ¿No deberíais estar en clase?
Intercambié una mirada inquieta con Deria. Definitivamente, aquella elfocana deliraba.
—Vámonos —me murmuró Deria a la oreja.
Pero yo, que tenía todavía la cesta en la mano, no podía creer que aquella mujer que la había dejado caer no quisiese recuperarla.
—Pero si es suya, señora, la dejó caer ahí, en la calle, nos chocamos…
—¿Me choqué? ¿Con quién? ¿En un lugar tan llano como éste y tan desierto? ¡Qué cosas dices, hija!
Fruncí el ceño y me encogí de hombros, decidiendo que quizá podría convencerla de que me cogiese la cesta.
—Creo que tiene usted un problema de percepción. Estamos en Tenap, esto que está subiendo es una cuesta. Y hay gente que pasa al lado, ¿cómo va a estar desierta una ciudad?
—Cierto, si estamos en una ciudad, puede que haya gente, pero… —y me sonrió como con compasión— esa gente son sólo fantasmas. Es una pena que no lo veas.
—Ah. —Callé un rato y suspiré echando una mirada acusadora hacia la cesta—. ¿Seguro que no quiere recuperar la cesta?
En ese momento apareció un elfocano de unos sesenta años corriendo hacia nosotras y llamando a voces:
—¡Ládori! ¡Ládori!
El hombre era casi tan grande como la joven mujer, y por sus rasgos entendí que tenía que pertenecer a la misma familia. De rostro pálido y alargado, sus ojos azules agrandados, llegó el hombre hasta nosotras con la respiración entrecortada. Desde luego no parecía habituado a semejantes carreras.
—¡Válgame el cielo! —soltó—. ¿En qué estabas pensando, querida? Te dije que me esperaras.
Ládori no contestó nada pero al verle una sonrisa se había puesto a flotar en sus labios rosáceos.
—Padre. Claro que te espero. ¿Por qué no te esperaría? —Frunció el ceño—. ¿Pero a qué quieres esperar?
Ladeó la cabeza y pestañeó como si alguna luz intensa le molestara. De pronto un rayo de luz me iluminó la conciencia. ¡Ládori había sufrido una crisis de apatismo! Y por lo visto parecía un mal irrecuperable. Con mi jaipú, indagué discretamente el suyo y lo descubrí tan deshilachado como el del viejo Jenbralios, pero de una manera distinta, era más homogéneo, como aceite incapaz de reconstruirse.
De pronto recibí algo así como un empujón y al cruzarme con la mirada del padre de Ládori me entró algo de timidez entendiendo que había percibido mis pesquisas con el jaipú.
—Me gustaría saber quiénes sois vosotras —pronunció con el ceño fruncido.
Intercambié una mirada rápida y aprensiva con Deria y carraspeé.
—Estábamos andando tranquilamente cuando me choqué con su hija y como dejó caer su cesta la recogí para devolvérsela pero dice que no la necesita así que, ya ve, no sabía qué hacer…
—Ya —me interrumpió, cogiéndome la cesta de las manos—. Gracias por la cesta. Vayámonos, Ládori, o llegaremos tarde.
Se marcharon sin una mirada atrás y no pude más que quedarme sorprendida por la sequedad repentina del padre. ¿Acaso el hecho de que yo supiera que su hija era apática le podía haber avinagrado su conducta? Podía ser.
En el camino de vuelta a la taberna le di a Deria todos los avisos posibles contra el consumo del tallo y el apatismo hasta que ella me echase miradas claramente aburridas. Al cabo, con un suspiro, dejé de marearla pero, definitivamente, ver a una persona tan joven y apática había estremecido hondamente mis ideas.
Finalmente, llegó el momento de salir de Tenap y nos sorprendimos todos cuando, a la mañana de aquel día, apareció Srakhi Léndor Mid por la puerta de la taberna. El gnomo seguía llevando su mismo hábito de clérigo pero tenía colgada a la espalda una bolsa de viaje.
Nos giramos todos hacia Lénisu con las cejas enarcadas pero éste ni nos miró.
—Bien —soltó alegremente—. ¿Estamos todos? ¿Sí? Pues adelante, que después de un buen desayuno se agradece una buena marcha. Srakhi, amigo mío, abramos la marcha.
Salimos de la taberna en silencio. Estábamos ya saliendo de la ciudad, cuando Aleria murmuró como contrariada:
—Lénisu siempre nos reserva sorpresas.
—Tu tío tiene extrañas amistades —apuntó Akín, asintiendo con la cabeza—. Pasa de amigos contrabandistas a amigos clérigos.
—Y quién sabe si no es las dos cosas a la vez —suspiré, la mirada posada sobre la punta de la espada que despuntaba de la túnica de Srakhi.
Aquel gnomo desconocido, fuera quien fuera, nos había dado ropa. Con lo cual no era imposible que Lénisu le hubiera hecho algún favor algún día… o que pensaba hacérselo en el futuro. Pero bah, quién podía saber lo que Lénisu había hecho en su vida. Tras pasar varios años en los subterráneos, sin duda tenía que tener amistades todavía más extrañas que ésa. Sin embargo, algo en Srakhi atraía mi atención. Un aura extraña le envolvía, como si el morjás estuviese intentando entrar en su jaipú… ¡qué idea más extraña!
—Aryes —dije de pronto, mientras andábamos—. Tú que sabes cosas sobre la energía órica… ¿sabes si es posible hacer levitar varias cosas a la vez y chocarlas entre sí sin que reboten?
Akín y Aleria me echaron una mirada extraña mientras Aryes parecía absorbido por las consecuencias de la pregunta.
—Bueno —contestó al fin—. Si guardas una fuerza igual para los dos objetos, creo que sería posible, claro, sin que reboten. Pero eso pide mucha más energía que hacer levitar un sólo objeto. No es cuestión de habilidad, sino de concentración.
—¿Y para qué querías saber eso, así de repente, Shaedra? —preguntó Aleria, curiosa.
—Sí, ¿para qué? —dijo Akín con sumo interés.
—Oh —dije, con aire misterioso—. ¿Seguro que queréis saberlo? —Sus expresiones me valieron—. Bien —proseguí, bajando la voz—. Observad el jaipú del gnomo. ¿No notáis algo extraño?
Ambos miraron al gnomo intentando percibir lo que yo había percibido. Aryes, el ceño fruncido, sumido en sus pensamientos, se había olvidado totalmente de lo que lo rodeaba, y su pie iba directo hacia una enorme boñiga de vaca que las lluvias habían dejado esparcida pero aún bien visible.
—¡Ey! —le dije, apartándole de un tirón, mientras Akín sacudía la cabeza sin dejar de mirar al gnomo.
Aryes, sorprendido, se tambaleó y los diablos sabrán cómo acabamos perdiendo el equilibrio los dos. El barro salpicó por todas partes cuando dimos con nuestros huesos en el camino.
Mientras tanto, Dolgy Vranc, Lénisu y Srakhi hablaban animadamente delante y Stalius cerraba la marcha con su habitual silencio de legendario poco hablador. Solté un gemido al sentir que toda mi ropa iba absorbiendo el agua.
—Lo siento —dijo Aryes, sonrojado, levantándose y prestándome una mano para ayudarme a levantarme.
—Supongo que me lo merecía —dije con optimismo, sacudiendo los brazos para deshacerme del barro—. Después de todo —añadí carraspeando— te debo unas cuantas explicaciones. Estuve pensándolo y he llegado a la conclusión que fue un error no decirte nada acerca de todo esto.
Aryes me miró estupefacto y tras un leve momento de incertidumbre asintió con la cabeza.
—De hecho, me preguntaba si algún día confiarías en mí. Empieza desde el principio porque creo que ignoro más cosas de las que tú crees…
En ese momento, Akín y Aleria nos señalaron, riendo a carcajadas, y Lénisu, al girarse la cabeza y vernos a mí y a Aryes cubiertos de barro, me dirigió una gran sonrisa sorprendida.
—Por Éladar, sobrina, no dejarás de sorprenderme. Basta con que deje de vigilarte un instante para que te conviertas…
—¡En un elemento de tierra! —exclamó Deria, muy divertida.
Los miré con cara de pocos amigos y alcé orgullosamente la cabeza esperando que no se me notase el rubor.
—Sigamos. La lluvia nos limpiará —sentencié.
Y de hecho, la lluvia nos limpió y nos hundió cuando empezó poco tiempo después a caer a cántaros. Realmente parecía que nos esperaba un Ciclo del Pantano. En aquel instante eché profundamente de menos el sólido techo del Ciervo alado. La lluvia nos permitió hablar tranquilamente sin que pudiésemos ser oídos de Srakhi y los demás, y así procedí a explicar a Aryes y a Deria, con la ayuda de Akín y Aleria, todo lo que les faltaba para comprender cómo Lénisu había aparecido en mi vida y cómo Dolgy Vranc formaba parte de nuestro variopinto grupo. Aryes escuchaba todo con gran serenidad y finalmente lo aceptó todo con una normalidad que curiosamente me tranquilizó. Me había imaginado que Aryes se enfadaría conmigo o se lamentaría de haber cruzado el monolito, pero su falta de reacción más que sorprenderme me hizo pensar que nada de lo que había sucedido era irreparable y que quizá bastaba guardar la calma para encontrar a Murri y Laygra y al fin poder volver a Ató todos sanos y salvos.
Llevábamos una hora andando en el camino bordeado de árboles y la lluvia seguía cayendo empapándonos sin remedio cuando de pronto empezaron a oírse unas voces no muy lejos de donde estábamos.
—¡Traidor! —gritaba el que estaba de espaldas—. No será fácil matarme. Primero morirás tú, Zéypinor, y tú vendrás luego.
—¿Yo, señor? —soltó una voz con tono inocente.
—Esto se trata de un asunto de honor —dijo la tercera silueta—. ¡Te mataré antes de que te vayas al infierno!
—¡Pero si yo no he hecho nada! —protestó el primero.
—¡Quien me golpea con una caña sólo puede refugiarse en el infierno! —vociferó el otro que sin duda tenía que ser el tal Zéypinor.
—¡El infierno! —repitió el otro obviamente admirado por la ira de su adversario—. ¡Pues ve tú delante! —replicó entonces alzando su espada en posición de combate.
Mientras tanto, intercambié una mirada con mis compañeros, alucinada por presenciar un duelo. Lénisu seguía con sumo interés tanto el intercambio verbal como el combate. El gnomo, los ceños fruncidos, parecía considerar un ultraje que se atreviesen a matarse en el camino más transitado de la región. Stalius ponía una cara sombría pero no daba muestras de querer intervenir.
—¡Caballeros! —exclamó de pronto Dolgy Vranc, adelantándose—. ¡Dignidad por favor!
Los combatientes bajaron las espadas y se giraron al unísono. Sin duda tuvieron que llevarse cierta impresión al ver aparecer entre las cortinas de lluvia un semi-orco pidiéndoles que se comportasen. Pero creo que no fue menor la impresión que me llevé al reconocer de pronto al hijo del marqués de Vilona en el que estaba más cerca. Se me escapó un resoplido. Tanteé su jaipú para cerciorarme de que era él realmente y cuando topé con él noté que efectivamente ya lo conocía.
—Genial, Zéypinor, elegiste el mejor sitio para vengarte —soltó irónicamente el muchacho.
Zéypinor, por lo visto, parecía rebullir de rabia.
—Esto es un asunto personal, señores —replicó—. Debo pediros que no os metáis en esto.
—Se supone que los duelos están prohibidos —intervino Srakhi con una voz un poco aguda.
—Exacto —aprobó el hijo del marqués—. Pero los nobles somos muy conservadores. ¿Verdad, Zéypinor?
Él asintió y torció el gesto.
—Es cierto. Los nobles tenemos todavía un honor que salvaguardar. Quien no tiene honor no es noble.
—Pero no hace falta ser noble para tener honor —terció Lénisu—. De eso podéis estar seguros, vosotros dos. Pero os hemos interrumpido indebidamente, mataos el uno al otro y haced como si no estuviésemos aquí. Por mi parte, me iré antes de que corra la sangre, no me gustan las escenas macabras, con perdón.
Los dos muchachos bajaron sus miradas hacia sus espadas. Se habían quedado anonadados. El otro muchacho que parecía aún más joven carraspeó.
—Esto, señor, creo que lo mejor sería…
—¡No me digas lo que tengo que hacer, Nirsab! —lo interrumpió Zéypinor. Se giró hacia su adversario y después de mirarlo un rato de hito en hito, envainó la espada—. Nos volveremos a ver, Yilid Maeckerts.
—Procura entrenarte un poco más para la próxima vez —replicó Yilid con desenfado—. Noté cierta vacilación en algunos movimientos de pies, y en un momento te podría haber matado si no hubiese tenido que rascarme la nariz.
Zéypinor siseó en un silencio tenso.
—Ven, Nirsab. Vámonos.
Nirsab le trajo el caballo por las riendas y cuando el noblecillo se estaba subiendo a su montura, el hijo del marqués añadió con una sonrisa encantadora:
—Ah, y recuerda, aquel golpe de caña, te lo volvería a dar cien veces para que aprendas, amigo mío, a comportarte como los dioses mandan.
Zéypinor no contestó pero su caballo pasó a todo correr junto a él, obligándole a caerse de bruces en el camino.
—¡Uno más! —exclamé, cruzando mis brazos embarrados.
Cuando levantó la mirada hacia mí, Yilid, cubierto de barro de los pies a la cabeza, se sonrió.
—¡A ti te conozco! —dijo.
Uy, pensé, asombrada de que me hubiera reconocido. Claro que si yo le había identificado, ¿por qué no lo haría él?
Todas las miradas se habían girado hacia mí. Les debía una explicación.
—Ahm, ejem, sí. Lo vi pasar por la ventana de la taberna, en Tenap —empecé—. Me preguntó a ver dónde estaba una calle…
—¡Sí! Sí, ahora me acuerdo —Yilid se levantó con aire triunfante—. Tú eres aquella graciosa que se hizo pasar por la reina de no sé dónde. Me preguntaba si te volvería a ver.
—¿En serio? —repliqué.
—Sí, y varias veces. Aquella noche en que nos conocimos estaba un poco turbado y no me fijé en el momento en que eras más que la típica viajera que va a visitar a un pariente o qué sé yo. Sí, me intrigaste. Pero, bueno, no me he presentado. Soy Yilid Maeckerts de Vilona, hijo del marqués Ruylén Maeckerts de Vilona, y os doy las gracias por haber impedido que hoy se vertiera sangre en este camino. Es difícil conseguir que Zéypinor recobre un poco de razón. Es un Kaprand, comprendéis. Los Kaprand tienen mal genio y siempre fueron enemigos de los Maeckerts. Zéypinor no habría sido el primer Kaprand matado por un Maeckerts —añadió con aire burlón.
Intercambié una mirada aterrada con Akín.
—Se te ve muy seguro de que habrías ganado tú en este duelo —comentó Dolgy Vranc.
—¡Por supuesto! Vivo con una espada desde que pude sujetar una. Pero veamos, ¿puedo preguntaros quiénes sois?
—Vamos con prisas —dijo de pronto Stalius con enojo.
—Pero no tantas como para ser maleducados, amigo mío —le contestó Lénisu con tono socarrón.
Se presentaron Lénisu y Dolgy Vranc y Yilid correspondió a ambos con un amable saludo. Cuando se presentó Stalius, sin embargo, tan sólo contestó con un movimiento de cabeza.
—Me llamo Shaedra Úcrinalm Háreldin —le dije con el mismo tono pedante con el que Yilid había anunciado su identidad—. Hija de la reina de Estrambalambia.
Yilid soltó una carcajada y le dediqué una sonrisa burlona.
—Es un honor, princesa.
E hizo ademán de besarme la mano, sin temor a mancharse pues estaba ya tan embarrado como yo.
—Y vosotras, señoritas, ¿cómo os llamáis?
—Aleria Mireglia —contestó inmediatamente mi amiga con nerviosismo.
—Un placer.
Deria me echó una mirada rápida cuando contestó:
—Yo soy Deria a secas.
—Encantado, Deria.
—Yo soy Aryes Dómerath, para servirle.
—¡Ah! Tú sí que sabes hablar como en la corte. Haces bien. Es mejor llevarse bien con los Maeckerts. Dicen que mi familia tiene sangre caliente. ¡Recuerdo haber aprendido durante mis interminables lecciones que uno de mis antepasados cortó la lengua a su mejor consejero porque éste se sentó sin que le hubiese dado permiso! Claro que hoy en día, las cosas han cambiado —añadió con una gran sonrisa.
Intercambié una mirada interrogante con Lénisu. Este último inspiró hondamente.
—Bueno, no es por nada, pero tenemos que llegar a…
De pronto un grito horrible resonó pese al estruendo de la lluvia. El bosque entero parecía haberse animado de ruidos. Los pájaros, con un súbito impulso, dejaban sus cobijos para afrentar las duras flechas de agua y una bandada de cuervos pasó por encima de nosotros lanzando graznidos desaforados.
—¿Qué ocurre? —murmuró Aryes.
—Parece como si el mundo se hubiese vuelto loco —comentó Yilid mirando un pájaro multicolor que atravesaba el camino volando a trompicones bajo la lluvia y el viento.
Crucé los ojos verdes de Lénisu. En aquel momento supimos que ambos pensábamos lo mismo. Nadros rojos.
Se oyó otro grito, agudo esta vez. Tragué saliva con dificultad y miré a ambos lados del camino preparándome instintivamente a echar a correr.
—Salgamos del camino —propuso Dolgy Vranc con el ceño fruncido.
Pero entonces se oyeron ruidos de cascos contra el pavimento embarrado. Se acercaba una montura.
—¡El caballo de Zéypinor! —exclamó Yilid.
—Y Zéypinor —añadió Lénisu con una mueca tétrica.
Efectivamente, sobre la montura, estaba el cuerpo de Zéypinor, medio abrasado, muerto obviamente.
—¡Nadros rojos! —exclamó Aleria.
—¡Cielo santo! —bramó Yilid, horrorizado, no sabía si por ver a Zéypinor muerto o por saber que estábamos cercados por los nadros rojos.
Lénisu apareció de pronto junto a mí, agarrándome el brazo.
—Corramos —dijo con una calma impresionante.
Nos pusimos a correr en el mismo instante en que los primeros nadros rojos salían del bosque.
—¡No lo entiendo! —gritaba Yilid con la respiración entrecortada mientras corría—. ¡Se supone que los nadros rojos sólo viven en los subterráneos o cerca de los portales funestos!
Nadie le contestó. Rápidamente fue evidente que no conseguiríamos escaparnos. Los nadros rojos nos perseguían.
—Subámonos a un árbol —dije con una vocecita, sin pensar ni un segundo que todos no eran tan ágiles como yo.
—Por el camino somos demasiado visibles. Vayamos por el bosque —sugirió Stalius, a quien, como buen habitante de Acaraus, los terrenos embarrados no asustaban.
Los gritos, detrás de nosotros, se iban acercando.
—¡Rápido, al bosque! —gruñó Lénisu.
Finalmente, cada uno tomó el camino que le pareció mejor, pero todos acabamos corriendo por el bosque. Lénisu y yo seguíamos a Aleria, Akín y Stalius. Dolgy Vranc y Aryes tenían que estar también en alguna parte, pero no los veía. Y aposté a que Yilid iba el primero, corriendo con las alas del miedo. ¿Pero dónde estaba Deria?
Me paré en seco. Deria era mi protegida. No tenía que ocurrirle nada malo.
—¡Deria! —grité.
Lénisu se detuvo y miró hacia atrás. Por un momento lo vi cerrar los ojos y volver a abrirlos. Entonces dijo:
—Vamos.
—No. ¿Dónde está Deria?
—Se habrá subido a un árbol.
—¡Tengo que estar segura de que está bien! —exclamé desesperada—. ¡Deria!
Iba a agarrar la primera rama de un árbol cuando la mano rápida de Lénisu se posó sobre mi brazo, impidiéndomelo.
—Corre, Shaedra. Ya me ocupo yo.
Jaixel, pensé de pronto. ¿Y si aquellos nadros rojos habían sido dirigidos por el lich? Entonces Deria estaría más segura lejos de mí. Se me olvidó totalmente mi propósito de subir al árbol.
—Dolgy Vranc —murmuré—. Él tiene el amuleto.
Lénisu negó con la cabeza.
—El amuleto no tiene nada que ver en esto. Y si estás pensando en Jaixel, dudo mucho que esto tenga que ver con él. La mala suerte también existe, sobrina. Ahora, por favor, antes de que lleguen, prométeme una cosa. Corre lo más rápido que puedas y cuando no puedas más súbete a un árbol y espera. Y luego busca a los demás.
Ya estaba desenvainando su espada.
—¡Lénisu, no! —resoplé, horrorizada.
—A menos que sepas crear un monolito, teletransportarnos o hacernos levitar, no veo otro remedio —replicó Lénisu—. Y ahora corre o te juro que te maldeciré toda mi vida, sea corta o larga.
Lo miré, atontada, mientras los nadros rojos se abalanzaban sobre nosotros. En los ojos de Lénisu vi brillar una profunda decepción pero también una profunda tristeza. ¡Pensaba morir y había querido salvarme la vida! Sentí mis energías vibrar a mi alrededor como cuerdas tensadas.
En un profundo silencio en medio de los gritos de las criaturas, Lénisu mató el primer nadro rojo. Su cabeza cayó a mis pies, humeante. Asqueada, me aparté precipitadamente y, sin quererlo, solté un rayo de luz en vez de un rayo de electricidad, lo que resultó de todas formas bastante eficaz porque los cegué lo suficiente como para que Lénisu pudiese acabar con tres de ellos antes de que mi rayo se deshilachara y acabó con el último evitando una llamarada de fuego y clavándole la espada en el pecho, donde no había escamas.
—¡Esto no puede ser! —exclamé, temblando de rabia y de miedo.
—¡Ahora, corramos! —dijo Lénisu.
Una nueva avalancha de nadros rojos se aproximaba, ¡era imposible correr en esas condiciones! El pánico me dominaba. Ver tantos nadros de tan cerca me había llenado de terror. Más pequeños que yo, tenían sin embargo escamas y una gran cola llena de púas, y su boca soltaba llamaradas. Me puse a correr chillándole a mi jaipú que me ayudase a ir más rápido. Afortunadamente me había habituado a correr por los bosques aledaños de Ató utilizando el jaipú, y éste supo responder correctamente. Lénisu, en cambio, no parecía tener tanto control sobre su jaipú y pronto se quedó atrás. No podía evitar echar vistazos hacia atrás con la esperanza de verlo surgir de entre los troncos. ¿Se habría quedado a combatir los nadros? ¡No! Rechacé violentamente aquel pensamiento de mi mente.
Con la cabeza a punto de explotar, corría sin fijarme hacia dónde me dirigía. Cuando miré hacia delante, vi ante mí un gran portal y, sintiendo que unos nadros rojos se acercaban, dejé a un lado mis temores y me adentré corriendo en el amasijo energético. El viaje fue curiosamente largo. Tuve la sensación de oír varias conversaciones. En el interior de una choza de campo, en plena noche, festejaban una fiesta local los miembros de una familia feliz. En otro lugar, quién sabe si vecino o a mil días de ahí, un niño nurón jugueteaba bajo el mar en unas ruinas llenas de algas. Se oían voces furiosas, risas, llantos y burlas. Y entonces todo fue silencio.
Cuando abrí los ojos, creí que aún estaba soñando. Nada de árboles, nada de barro, sólo una gran habitación llena de camas blancas. Yo estaba tendida en una de ellas, cubierta por mantas de una blancura inmaculada. Parpadeé. No se oía ni un ruido. No, espera, sí. Una tos. Un gemido. Me pellizqué. Sacudí la cabeza. Me senté en la cama, me volví a acostar y a cerrar los ojos para abrirlos inmediatamente después. Era inútil, no estaba soñando.
Habiendo decidido esto, me centré mejor en lo que me rodeaba. Estaba en una sala de techo alto y cubierto de semicilindros de un material desconocido que iluminaba tenuemente el interior.
Estaba en un lugar de extraños. Se suponía que no debería estar ahí… pero entonces, ¿dónde?
Giré la cabeza y me crucé con unos ojos negros y sonrientes.
—Hola, me llamo Jirio. Soy estudiante de física en el departamento Azul. ¿Quién eres tú?
Mi interlocutor estaba tendido en la cama vecina. Era un ternian, pero un ternian raro. Tenía el pelo que se le levantaba, como electrificado, y un temblor del cuerpo le provocaba un leve tartamudeo al hablar. Fruncí el ceño y miré las demás camas. Resultó que había unas cuantas ocupadas. ¿Dónde demonios estaba?
—No lo sé —contesté.
—¿No lo sabes? —repitió Jirio, enarcando una ceja—. Uyuyuy —dijo, entendiendo de pronto, escrutando mi rostro—. Debes de ser del departamento Amarillo, ¿estudias la mente, no es así? Quizá algún tipo de sortilegio. Espero que te repongas rápido —me soltó con una sonrisa cordial.
Pestañeé, aturdida.
—Gracias.
Se oyó una tos ronca que se fue convirtiendo poco a poco en una risa estruendosa. Girando la cabeza, vi al joven en cuestión dar aspavientos y soltar una sarta de injurias contra aquella risa que no era capaz de evitar. En otra cama, una joven movía la cabeza, sonriente y risueña, y en la vecina estaba una elfa de los bosques, muy rígida, los ojos abiertos como platos, con, en el rostro, una expresión de terror inequívoca.
—A ésta la conozco, es Maldy —intervino Jirio con jovialidad—. Del departamento Blanco. Apostaría a que estuvo jugueteando con cosas prohibidas. —Frunció el ceño—. Nunca fue del todo razonable. Pero es una buena chica, la conozco de antes de venir aquí, hicimos el viaje juntos. Pero desde que recibió la mejor nota en los exámenes de fin de curso, está extraña. Lo único que le interesa son los esqueletos, las arpías… las cosas truculentas. ¡No me extrañaría que se casase con un esqueleto! —añadió en tono broma.
Observé la elfa Maldy durante unos instantes y luego me volví a pellizcar.
—¿Dónde estoy? —pregunté en un gemido.
—¿Que dónde estás? ¡En la enfermería, por supuesto! ¿Es la primera vez que vienes aquí? —Parecía sorprendido. Asentí con la cabeza—. Oh. Entonces es que debes de ser de primer año. Nadie pasa su primer año sin haber ido por lo menos una vez a la enfermería, ¡sería un contrasentido!
Bien, me dije, cubriéndome el rostro con las manos, totalmente confundida. Había acabado los dioses sabían cómo en una enfermería de estudiantes celmistas. Eso sí que era un contrasentido.
Me esforcé por recordar lo que había leído acerca de las escuelas celmistas existentes en la Tierra Baya. En Ajensoldra, no existían escuelas que reagrupasen todos los tipos de celmistas. Las Pagodas estaban en teoría destinadas a formar consejeros, defensores, profesores y demás gente que servía directamente los intereses de los gobernadores de Aefna. Luego, había gremios de artesanos, de agricultores y demás, y todos inculcaban cierto saber celmista sobre la manera de trabajar. Un armero, por ejemplo, tenía que saber utilizar la energía brúlica, un carpintero la energía aríkbeta. Pasaba algo diferente con los agricultores, porque éstos más que nada pagaban a un primaverista, como los llamaban, para que ayudase al cultivo… Pero fuera de Ajensoldra, en las vecinas tierras, las energías eran consideradas todavía más como un saber privilegiado. Por supuesto, existían academias celmistas, pero en ellas tan sólo entraban los más hábiles o los nobles y miembros de familias pudientes. Sí, pero, ¿dónde estaban esas escuelas?
Tenía la impresión de que mis pensamientos volaban muy rápido pero en sentidos opuestos y sin lógica. Majir, pensé de pronto. Majir, en las Tierras Altas, tenía una academia. De ahí venían, según Suminaria, los mejores profesores que enseñaban en Aefna. ¡Tantas enemistades con las Tierras Altas y luego los propios gobernadores de Aefna contrataban a profesores de Majir! Sí, ya me acordaba de ese detalle, pero no me gustó la idea de estar en Majir. Hice una mueca. Jirio hablaba abrianés. Me había hablado primero, así que ni se había preguntado si yo sabía abrianés o no. El problema era que el abrianés se hablaba en muchos sitios, pero en Majir no, porque estaba simplemente mal visto. Otra posibilidad era Dathrun, en las Comunidades de Éshingra, Acaraus tenía también una academia, y Enzalrei, en el imperio de Iskamangra… Los ojos se me humedecieron. ¡No tenía que llorar! Jirio pensaría definitivamente que algún experimento en ese departamento Amarillo me había vuelto loca.
—Pareces algo turbada —comentó Jirio—. Y poco habladora. ¿Qué te parece si me hablas un poco? Creo que te vendrá bien dejar de pensar en lo que estás pensando.
Lo fulminé con la mirada e iba a soltarle una respuesta poco agradable cuando lo vi que sonreía con afabilidad. Suspiré.
—No sé, creo que he recibido un golpe en la cabeza al llegar aquí. Ni siquiera me acuerdo de cómo he llegado aquí. Es frustrante.
Jirio se echó a reír.
—Yo tampoco me acuerdo de cómo he llegado aquí —contestó—. Estaba tranquilamente sentado en la playa, leyendo un libro, cuando de repente sentí una descarga eléctrica por todo el cuerpo y perdí el conocimiento, y ¡zás!, otra vez a la enfermería.
Lo miré con los ojos agrandados.
—¿Una descarga eléctrica leyendo un libro en la playa? —repetí, sin entenderlo.
—Tengo dos hipótesis —avanzó Jirio, meditativo—. O bien me atacaron por detrás unos farsantes de entendimiento limitado, o bien… —hizo una mueca— o bien se me cruzaron los cables sin darme cuenta y me puse a soltar chispas contra mí mismo.
Hubo una pausa.
—Lo peor es que no sé dónde estará ahora mi libro —masculló tristemente.
—¿Qué libro era? —pregunté, recordando lo histérica que se había puesto una vez Aleria al perder un libro que encontró poco después debajo de su cama…
—Oh, un libro fenomenal —contestó—. Un libro que no se puede encontrar por ningún sitio en este maldito archipiélago —inspiró, risueño—. Se titula Las barbas blancas del saber. —Me sonrió amistosamente y añadió, bostezando—. Es un libro de recetas de cocina.
* * *
Poco después, Jirio estaba roncando y yo me quedé sola entre un físico cocinero y una elfa visionaria. No encontré mi ropa por ningún lado así que salí de la cama con un camisón blanco. No sabía qué era lo que quería hacer, pero sin duda alguna tenía que salir de ahí. Por lo que había dicho Jirio, estábamos en un archipiélago, así que tenía todas las razones para pensar que estaba en la academia de Dathrun. Satisfecha por mi capacidad de deducción, no se me quitaba sin embargo una sensación casi inherente de pánico pues no me acordaba si era normal que estuviese ahí o no.
Me acordaba de Ató, de las clases, de Áynorin, Akín, Aleria, Aryes y Sain. Y de Lénisu, por supuesto. Recordaba haber estado viajando del este al oeste. Deria se había convertido en mi aprendiz. Había derrotado a un dragón y… a partir de ahí, las cosas se volvían confusas. Recordaba haber estado en una ciudad, ¿pero qué ciudad? Me acordaba de aquel muchacho rubio hijo de un marqués. ¡El duelo!, exclamé para mis adentros. Sí, Yilid había estado a punto de batirse en duelo contra un joven vengativo y luego había huido como un cobarde.
Llegué delante de una puerta grande de dos batientes. Tomando una honda inspiración, empujé la madera. Me encontré de pronto en un ancho pasillo de piedra, desierto. Cerré la enfermería y me adentré hacia donde se veían unas escaleras que subían. Tenía que encontrar la superficie. Pero lo cierto es que ya estaba en la superficie pues cuando subí las escaleras, vi unas grandes cristaleras a través de las cuales se veía, ahí abajo, el mar, infinito. De cuando en cuando, asomaba alguna islilla de entre las aguas. Algunas eran sólo un montón de arena pero otras, más grandes, lucían una pequeña montaña cubierta de bosques.
—Por Hórojis —musité, contemplando el panorama con los ojos fijos.
—Un hermoso lugar para una academia —dijo tranquilamente una voz a mis espaldas.
Me di la vuelta bruscamente y me quedé boquiabierta.
—¡Murri! —farfullé—. ¿Cómo…? ¿Qué…?
—Hermana —me dijo emocionado—. Me alegra volver a verte.
Nos abrazamos con lágrimas en los ojos. Inspiré ruidosamente.
—¿Qué haces aquí? ¿Y qué hago aquí? ¿Dónde estamos? Tengo tantas preguntas.
Murri me cogió del brazo y me guió por la galería diciéndome:
—He trabajado muy duro para volver a encontrarte. Como lo habrás adivinado, soy estudiante aquí desde hace un año. Laygra está aquí también.
Mi corazón dio un vuelco en mi pecho.
—¡Laygra! —solté—. No puedo creerlo, esto es increíble. ¿Estamos en Dathrun, verdad?
Murri me miró con sorprendida aprobación.
—¿Tienes poderes de vidente?
—Sí —dije con desparpajo—. No, no los tengo —gruñí al ver que Murri me miraba, incrédulo.
Mi hermano sonrió.
—Veo que no has perdido el buen humor. Ven, tengo que llevarte a ver a mi maestro.
—Murri —solté, deteniéndome—. Necesito que me expliques cómo he llegado aquí. Recuerdo… recuerdo que nos atacaron unos nadros rojos en el camino y que corrí mucho y que Lénisu… en fin, estuve corriendo mucho y no sé lo que pasó después.
—Nada más sencillo, atravesaste el monolito y llegaste aquí. Y ahora estás a salvo —me dijo cogiéndome las manos. Había adoptado una expresión seria—. Siento que hayamos llegado un poco tarde para salvarte. Hicimos una tontería mayúscula —se mordió el labio, pensativo—. Luego hablaremos más, ¿de acuerdo?
Seguimos andando por la galería con rapidez.
—¿Adónde me llevas? —pregunté de pronto, preocupándome por primera vez del futuro.
—A ver al maestro Helith. Oh, ahora que lo pienso, te aviso, el maestro Helith es un nakrús.
Me tambaleé y me tuve que agarrar al borde de la ventana para no caerme. Miré a mi hermano de hito en hito.
—¡¿Qué has dicho?! ¿Un nakrús?
Murri, con una mueca, intentó tranquilizarme.
—No es nadie del otro mundo. Ya verás. Es un buen maestro, aunque un poco excéntrico. No te pongas así.
A pesar de mis esfuerzos, no podía quitarme de la cabeza el rostro del nakrús que había visto en el libro de la Biblioteca de Ató ni el que se me había aparecido al colgarme al cuello el amuleto con la hoja de acebo falsa.
—Bien —dije, más para tranquilizarme que otra cosa—. Así que tu maestro es un nakrús. ¿Sabes que nuestros padres no eran nakrús?
Murri carraspeó, molesto.
—Hum. Sí, me lo suponía. Después de que el maestro Helith me dijera que nunca había oído hablar de la conversión en nakrús de algún Háreldin o Úcrinalm, entendí que me había dejado engañar por todas esas mentiras que cuenta la gente. Pero ¿cómo lo sabes tú? ¿Estás segura de ello?
—Sí —contesté—. Lénisu me lo dijo. Dijo que nuestros padres eran… mm, ¿cómo dijo exactamente? Unos «honrados ladrones». Me lo dijo el primer día que lo conocí…
Callé de pronto, recordando la última imagen que tenía de mi tío, espada en mano, enfrentándose a los nadros rojos y gritándome que corriese. ¿Qué le había ocurrido? No quería pensar en ello.
—¿Lénisu? —repitió Murri, frunciendo el ceño—. ¿Lénisu? Me suena el nombre…
—Nuestro tío —asentí.
—¡Nuestro tío! —exclamó mi hermano, aturdido—. Sí, ahora me acuerdo —una fugitiva expresión de desdén pasó por su rostro antes de que sonriera—. Me acuerdo de él estirándote las orejas porque habías echado tres cucharadas de sal en la sopa. ¡Estaba incomible!
Me reí.
—¿De veras hice eso?
—En aquella época eras una pequeña bruja —confesó.
—Creo que he mejorado desde entonces en ese punto.
—Lo dudo —replicó mi hermano despeinándome el pelo.
Por el camino, evocamos recuerdos comunes y él me contó acontecimientos de mi infancia que yo había olvidado completamente. ¿Era posible que me hubiesen encontrado subida a un árbol cuando tenía tres años? ¿Y qué hacía yo encaramada ahí? Murri se reía de mis reacciones abiertamente y creo que en aquel momento lo vi por primera vez como era realmente: un muchacho de diecisiete años que quería ante todo proteger a su familia. Exactamente como Lénisu. ¿Cómo sería Laygra, después de tantos años? En mis recuerdos, era una niña que iba recogiendo pájaros heridos y los hospedaba, que escuchaba atentamente las historias de don Wigas el Viejo y que solía discutir con su hermano por todo.
Primero, Murri me llevó a la ropería del departamento Blanco donde encontró mi ropa limpia. Es curioso, pero me alivió ver que no había perdido las botas que Lénisu me había regalado. Murri sacó entonces una gran túnica gris de tela basta.
—Póntela. Estas túnicas son para la gente que aún no tiene Departamento. La mayoría se compran sus propias túnicas, pero siempre es práctico tener una ropería en casos de emergencia. Los hay muy cafres. Toma.
Me pasé la túnica por encima de la cabeza y la dejé caer. Me llegaba hasta las rodillas, así que puse el cinturón de manera que fuese más cómodo moverme.
—Vamos —dijo Murri.
Parecía tener prisa de presentarme al maestro Helith. Un nakrús, pensé con un escalofrío. ¿Cómo podía Murri tener como maestro a un nakrús? ¡Menudo lío!
En un momento, pasamos por un puente al descubierto y me precipité hasta la barandilla para mirar abajo.
—¡Uau! —exclamé, maravillada, contemplando las olas chocarse contra las rocas. Dathrun era definitivamente un lugar increíble, pensé al respirar el aire marino. A un lado del puente, estaban las islas, al otro lado una inmensa cantidad de agua homogénea. El mar era algo extrañamente inquietante y la verdad, ahora que lo veía realmente, me daba miedo.
Pese al día soleado, hacía viento, y no me rezagué, siguiendo a Murri al interior de una torre de piedra blanca.
—¿Por qué viniste precisamente aquí, a Dathrun? —pregunté de pronto.
Mi hermano se encogió de hombros.
—Necesitaba aprender, y aquí era el lugar ideal para eso. Además, fue una idea que me sugirió el maestro Helith.
—¿Así que lo conocías de antes de venir aquí? —me extrañé.
Me miro con el entrecejo fruncido.
—Sí.
No cruzamos ni una palabra más hasta llegar ante una puerta maciza de madera. Murri levantó la mano e iba a llamar a la puerta cuando de pronto la dejó caer y se giró hacia mí.
—Cuando hablaste de nuestro tío… Lénisu… dijiste que te había dicho que nuestros padres no eran nakrús.
—Sí.
—Así que le has hablado.
Agrandé los ojos.
—¿A Lénisu? Claro. Estaba viajando con él cuando… cuando nos atacaron los nadros…
Callé otra vez, turbada, intentando no preguntarme qué había sido de Lénisu y mis amigos.
Murri agitó la cabeza, tan confuso como yo, y llamó firmemente a la puerta.
—¡Adelante! —soltó una voz adentro.
Cuando seguí a Murri en la habitación, tuve la impresión de haber entrado en otro mundo. Todo, alrededor mío, era de colores llamativos. Había tapices representando paisajes otoñales con árboles de todos los colores, varios postes con vestidos multicolores y estrellas que cambiaban de matices estampadas en el techo. Lo único normal era el escritorio, de madera oscura y vieja, eso sí, cubierto de cacharros. Por la ventana entraban los rayos del Poniente, bañando de luz la habitación.
—Sí, lo sé, lo sé, soy un hombre excéntrico, ¿y qué más da? —soltó una voz a mis espaldas.
Me sobresalté, giré bruscamente sobre mí misma y al ver la persona que había hablado, solté un grito asustado. Aquel hombre, el maestro Helith, era indiscutiblemente un ternian, pero nakrús hasta la médula. Su rostro no era tan espantoso como el de los libros, pero sin duda necesitaría cierta fuerza de voluntad para habituarme a sus ojos azules y brillantes de energía. En un libro había leído que los nakrús eran capaces de fusionar el morjás y el jaipú, pero lo cierto era que más bien parecía ser una fusión natural e inconsciente lo que ahora mismo envolvía al maestro Helith.
—Caray —susurré.
Me sonrió amigablemente.
—Bienvenida, Shaedra. Soy Márevor Helith.
Y cuando se avanzó hacia mí para tenderme una mano, palidecí y se me aceleró el pulso. Aquel rostro era el mismo que el que me había enseñado el Amuleto de la Muerte. Para mí fue como si hubiera aparecido ante mí la mismísima Etska para clavarme una Espina de la Venganza en el pecho.
Como una autómata, levanté la mano y estreché la del maestro Helith, que no dejaba de mirarme fijamente con una sonrisa de loco. Su mano guanteada de blanco era fría y suave como la seda.
—Encantada —alcancé a decir con una voz ahogada.
Márevor Helith inclinó la cabeza sin dejar de sonreír y al enderezarse soltó una risa que me resultó demasiado familiar.
—Es un placer acogerte en Dathrun —dijo el nakrús moviéndose rápido hacia su escritorio. Miró rápidamente el desorden que tenía en su mesa con una mirada risueña—. ¡Ahá! Querría enseñarte algo —soltó, señalando con su dedo índice un cilindro cubierto de algo que se parecía al musgo. Se puso a vibrar nada más tocarlo—. ¿Sabes lo que es? —negué con la cabeza—, ¿no?
—Ni idea —contesté.
El maestro Helith se giró hacia Murri con las cejas levantadas y éste puso cara molesta.
—¿Un cilindro viejo? —sugirió.
—¡Correcto! —soltó el profesor, muy animado—. Es un cilindro y es viejo. He calculado que debe de tener unos doscientos treinta años. Una reliquia. Por lo demás, tiene un nombre más técnico que es el de modulador esenciático. Una verdadera joya y un instrumento muy útil.
Sus ojos azules me miraron fijamente. Por lo visto, se moría de ganas de explicarnos para qué servía aquel viejo cacharro. Reprimiendo la tormenta de preguntas que se estaba desatando en mi cabeza, pregunté cortésmente:
—¿Y para qué sirve?
—¡Ah! —dijo, y súbitamente adoptó unos movimientos más lentos y elegantes. Dio la vuelta al escritorio y miró hacia afuera por una de las ventanas rectangulares. La luz del día iluminó su cara grisácea y alargada de muertoviviente. En ese momento, intercambié una mirada con Murri, quien parecía estar inquieto o impaciente, quizá esperando a que Márevor Helith se molestara en decirme qué diablos tenía que ver conmigo. Al menos, esas explicaciones eran las que yo deseaba oír.
—Acercaos y venid a ver mi isla. Venid a ver —añadió al ver que tardábamos—. Está justo ahí —dijo, señalándola con el dedo—. A ti ya te la enseñé, Murri.
Cuando me acerqué a la ventana, me cegó el sol. No veía absolutamente nada y enseguida me protegí girándome hacia otro lado.
—¡Ah! —repitió el nakrús, mirándome fijamente—. No la has visto, ¿me equivoco?
Negué con la cabeza, frunciendo el ceño.
—Hay demasiado sol por ahí —expliqué—. Pero… A ti, no te molesta, ¿verdad?
—Me molesta que no veas mi isla —replicó él sonriendo. Y alzó entonces el modulador esenciático ante mí. De pronto, noté una descarga y el mundo como yo lo conocía se desmoronó a pedazos. Ante mí ya no había un cuarto colorido sino una habitación rebosante de los colores más puros y nítidos que bailaban en torno mío alegremente, al compás de una canción que poco a poco se hizo cada vez más fuerte. Una voz serena pero disonante rompió la música:
—Por aquí —me dijo.
Vi entonces, a través de un rectángulo iluminado por cien fuegos distintos, una hilera de torres a la izquierda, una mar infinita a la derecha, y ahí en medio, una islita con unas palmeras y un montecillo que llevaba a un edificio blanco y esférico. Mientras contemplaba la isla y el cielo iluminado por el sol del poniente, detrás mío, la música seguía cantándome alegremente unos acordes maravillosos.
—Maravilloso —pronunció el nakrús.
De pronto, se me arrebató el nuevo mundo y descubrí que seguía en la torre, con Márevor Helith y Murri.
—¡Maravilloso! —exclamé, radiante.
Murri se rascó la cabeza, como perdido.
—¿Qué ha pasado?
—La isla es hermosa —añadí, eufórica—. Wuaw.
El nakrús, ahora sentado en su butaca, me miró un instante, con los ojos brillantes y calculadores, y entonces inclinó la cabeza hacia atrás y se echó a reír como nunca había oído reír a nadie en el mundo de los vivos: se parecía curiosamente a la risa que oía a veces en mis sueños, esa risa de acento malévolo y loco que me daba siempre escalofríos. Mi desconfianza creció como una flecha cuando me di cuenta de que Márevor Helith no me había pedido autorización para probar sobre mí ese modulador esenciático. De pie en ese despacho cerrado, me sentí como un conejo que ha caído en una trampa. ¿Por qué estaba Murri en compañía de un nakrús que parecía querer espiarme allá donde fuese?
—¿Quién eres? —pregunté bruscamente.
Pero en aquel momento llamaron a la puerta. La risa se apagó y Márevor Helith, acomodándose correctamente en su butaca, apoyó los codos sobre el escritorio, juntó las manos, nos miró alternativamente y pronunció un:
—Adelante.
La puerta, al abrirse, no hizo ningún ruido. Me había colocado de manera que podía ver la puerta sin perderme los movimientos del nakrús, del que por supuesto no me fiaba ni por diez mil kétalos.
Cuando se enmarcó una ternian de unos quince años, vestida de una túnica azulada, me quedé como paralizada por una oleada de sentimientos y recuerdos. La reconocí de inmediato, ya porque sabía que estaba aquí y que me moría de ganas de verla después de tantos años, ya porque tenía unos rasgos muy parecidos a los de Murri y al verlos conjuntamente no dejaba lugar a dudas.
—Laygra —dijo Murri, sorprendido—. ¿Qué haces aquí?
Pero Laygra no le dedicó ni una mirada y avanzó en la habitación. Se paró a medio metro sin haber pronunciado palabra y clavó sus ojos verdísimos en los míos con tal intensidad que me dio la impresión de ser algo así como un animal exótico salido del Bosque de Hilos. Así que al de un rato, giré la cabeza hacia el nakrús, el cual, por lo visto, se había enajenado completamente de lo que pasaba alrededor y se había puesto a escribir sobre un pergamino. Si Murri se había sorprendido de la llegada de Laygra, sin duda había sido el nakrús quien la había invitado, de tal forma que toda esta escena había sido preparada por él. ¿Por qué, entonces, se desinteresaba ahora de nosotros? ¿Qué estaría escribiendo? Me rebullía las sangres no saber cuál era el propósito del profesor Helith.
El silencio no duró mucho, pero lo suficiente como para que me diese cuenta de que Laygra no esperaba para nada verme aquí. Tenía el rostro menos alargado que el mío y las cejas más finas y cubiertas con menos escamas. Llevaba el pelo más corto que yo, y apenas le tocaba los hombros.
Poco a poco, me fue invadiendo una alegría y tristeza indefinibles.
—¡Shaedra! —me dijo entonces, dando un paso adelante y cogiéndome en sus brazos. Inspiré ruidosamente, sintiendo que mis ojos se habían convertido en dos regaderas. No tenía voz para contestarle. Al cabo, pude articular estas palabras:
—Te he echado de menos, Laygra.
—Y yo a ti, hermanita.
Cuando me hube tranquilizado un poco, me separé de mi hermana y sólo entonces me percaté de las palabras de Márevor Helith:
—Espero que todo haya ido bien.
—Todo, maestro Helith. Le he curado la mano y le he dado agua. Es muy listo y sabe cuidarse solo.
—Bien. No querría que ningún ser vivo sufra por mis desatinados monolitos.
Laygra soltó un grito de estupefacción y de indignación.
—¿El mono vino a través de un monolito?
—Er… —contestó el nakrús con una mueca—. Sí. Comprenderás que a veces uno no puede estar al tanto de si el mono es realmente un mono o… o lo que querías que entrara. Después de todo, forma parte de los dos únicos a los que he conseguido traer a buen puerto —añadió con una media sonrisa.
En ese momento lo entendí.
—¿¿Qué?? —solté, aturdida.
Murri, apoyado contra el muro, carraspeó.
—Creo que te está diciendo que te ha confundido con un mono.
—¡Es intolerable! —exclamó Laygra, sofocando—. ¿Y de dónde viene? ¡Espero que no venga de muy lejos porque quiero reenviarlo inmediatamente después de que se haya recuperado!
Contemplé a mis hermanos, boquiabierta.
—Tranquilos, jóvenes celmistas de pacotilla —replicó el nakrús con el ceño fruncido—. Quiero que sepáis que hacer un monolito con cuatro entradas colocadas aproximadamente en un lugar que ni siquiera conozco, no es nada fácil, y no he conseguido que los demás pasasen por mi camino energético y se han desviado. Pero no os preocupéis, no creo que hayan aterrizado en el mar o en un volcán, sería remoto, viendo cómo funcionan las vías energéticas. —Hice una mueca poco convencida al darme cuenta de que no tenía ni idea de cómo funcionaban las vías energéticas—. ¡Es más de lo que ningún celmista de la Superficie ha hecho jamás! —exclamó—. Así que si no te importa, Laygra, el mono te lo llevas a la Isla Perdida si te apetece pero no me martirices la cabeza con él que te veo venir. —Me echó un vistazo y añadió—: Sí, no es la primera vez que me lo hace. El pájaro aquel…
—¡No me digas otra vez que no tenías la culpa! Nemaro tenía todo lo que debe tener un pájaro normal, no me mientas: hiciste algo terrible.
—No tanto, querida. Sólo se quedó un poco en los huesos.
Laygra agrandó los ojos y resopló.
—Y tanto, que lo convertiste en esqueleto —refunfuñó.
—¿De veras? —intervine, con interés—. ¿Y cómo era?
Laygra me fulminó con la mirada.
—¡Tú no empieces! —de pronto se tranquilizó y su voz se enterneció— la nigromancia es algo horrible que no te recomiendo, Shaedra.
—Horrible —repitió el maestro Helith, ofuscado—. Qué poco tacto. Yo no soy horrible.
—Pues claro que no —replicó Laygra—. Por eso cada vez que alguien ve a Nemaro recorre media isla antes de que se recupere del susto.
—Menudos gallinas, se asustan por todo. Shaedra, muchacha, dime, ¿has tenido tú alguna vez algún trato con un nigromante?
—No antes de conocerte —contesté.
—Eso no era una pregunta inocente —dijo Murri despegándose del muro.
—Oh, vamos, Murri, déjame que yo cuente la historia desde el principio. Venga, sentaos, os lo aconsejo, mis historias suelen ser muy largas.
Murri se encogió de hombros.
—Como quieras. Voy a por una silla.
Murri desapareció por una puerta entornada. Mientras, Laygra y yo nos sentamos en los dos asientos libres frente al escritorio.
—Perfecto, perfecto. ¿Alguien quiere una infusión? Supongo que tendrás sed —me dijo— y quizá algo de comer no nos vendría mal —se levantó y cruzó la habitación hasta una gran caja de donde sacó un plato con queso, pan y fruta—. ¿Veis? A mí nunca se me olvida la hospitalidad de los vivos. Servíos, yo no tengo hambre, ¡hace más de dos mil años que no tengo hambre! —añadió, y soltó una estruendosa carcajada.
Carraspeé, medio divertida medio asustada, pero me serví de todas formas abundantemente. Oler la comida había despertado en mí un hambre voraz.
Volvió Murri con la silla y mientras nos divertía el nakrús con historietas graciosas sin importancia, empezamos a comer. Márevor Helith tenía una verborrea impresionante. Tenía humor, pero a veces su humor era macabro y solía hacer bromas, burlándose de las manías ridículas de los vivos. Llevaba una gran túnica de rayas, con colores dorados, filigranas y ornamentos muy ricos. Su sombrero, en cambio, parecía haber pertenecido a todo un linaje de mendigos, tenía agujeros por todas partes y estaba tan aplastado que semejaba un trapo rígido y pardo.
—Pero basta de cuentos inverosímiles —dijo Márevor Helith después de contar la historia de un enano enamorado de una elfa de la tierra—. Ahora os voy a contar la historia de un hombre nacido en Ajensoldra en la tierra que entonces se llamaba Urjundith.
Nos sentamos más cómodamente en nuestros sillones sin dejar de masticar, escuchando con atención la historia del maestro Helith.
—Aquel hombre era un hombre cualquiera que vivía hace unos quinientos años. De pequeño, jugaba a la koria con los demás niños del pueblo, ayudaba a su madre en la casa y ayudaba a su padre en el campo. Tenía varios hermanos y hermanas a los que amaba de todo corazón. Conocía los poderes de muchas plantas porque solía ayudar a un viejo herborista y hasta tuvo de niño algunos amores de esos que no son más que amores inocentes. Pues bien, hasta ahí, cualquiera diría que la historia acabaría así: el muchacho se casó, tuvo hijos, trabajó como un enano de las cavernas, y murió rodeado de su esposa, de sus hijos y parientes y de sus amigos, ¡fin de la historia! —Sonrió tristemente—. Pero no sucedió así. Un día, hubo una terrible terremoto que empezó a desmoronar las casas, los árboles y los túneles de los subterráneos —sus ojos azules brillaban intensamente—. Las criaturas estaban agitadas y temían por su propia supervivencia. Muchas salieron de los portales funestos, que entonces eran más numerosos y más anchos que ahora. El pueblo tuvo que soportar primero el pasaje de varios sajigantes que destrozaron sus campos e hirieron a más de uno. Muchos del pueblo huyeron despavoridos y muchos no volvieron jamás a pisar aquellas tierras. Pero centrémonos en el muchacho aquel que por cierto se llamaba Ribok. Él no se marchó. Sus padres se lo estaban pensando, claro está, pero aun habiendo decidido que se marcharían, fue demasiado tarde. El pueblo fue atacado por un mar de criaturas. Había nadros rojos, trolls, esqueletos… todo el mundo subterráneo parecía haber resurgido aquella noche, como huyendo de algo terrible.
Terminé mi queso con pan y me cogí una naranja que empecé a pelar, un ojo clavado en el nakrús, fascinada por el cuento.
—El muchacho, por supuesto, sobrevivió —dijo el maestro Helith—. Si no, no tendría mucho interés contaros este cuento. Pero eso sí, su familia fue exterminada. Ribok, sin embargo, por ser tan trabajador, se había quedado para acabar una tarea en el campo. Cuando oyó los primeros gritos y vio las primeras columnas de humo provocadas por los nadros, le dio tiempo a correr hasta el bosque cercano, subir hasta un árbol y ver lo que pasaba. Cuando vio a su pueblo muriendo, se enfureció. Se enfureció de tal manera que, sin pensarlo, bajó del árbol y corrió armado con su pala, con la mente algo trastornada. Ahí vio a un pandilla de esqueletos matar a sus padres y vio a un nadro rojo abrasar a una de sus hermanas a bocanadas de fuego. Eso le acabó de trastornar la cabeza. Cargó contra los atacantes con un grito de rabia. Mató a tres esqueletos y a dos nadros rojos, mató a cuantos pudo matar, con el corazón destrozado. Tenía dieciséis años y era un joven grande y fuerte, pero por supuesto no lo suficiente como para cargarse a la avalancha de criaturas que pasaban por ahí destrozándolo todo. Los ojos nublados por las lágrimas, exhausto ya de luchar, vio venir a un esqueleto negro con una espada. Y no hizo nada para impedirle que se lo clavase.
—¿No hizo nada? —me indigné—. ¿Se dejó matar así? ¿Por qué no huyó?
Márevor Helith me contempló un momento.
—Había perdido a su familia y a su pueblo. Intentó vengarlos, pero no pudo. Su intención no era huir.
—Por favor, Shaedra, no me salpiques con tu naranja —intervino Laygra, al recibir un chorro de zumo de naranja.
—Ups, perdón —dije, sonrojándome—. Pero… ¿se murió?
—Claro que se murió, pero no en aquel momento. Al recibir el espadazo, se desplomó al suelo, por supuesto, pero alguien lo recogió. Un esqueleto ciego, Jiléhy.
—¡Un esqueleto ciego! —exclamó Murri, espantado—. ¿Y le curó?
—¡Cómo le va a curar! —protestó Laygra—. Los muertos-vivientes no saben curar.
—Ahí te equivocas, querida —la corrigió Márevor Helith—. Jiléhy es un buen curandero, aunque, desde luego, no tanto como su maestro, al que llevó el cuerpo del muchacho. El maestro, impresionado por el valor que había demostrado tener el joven campesino, curó a Ribok. El muchacho se repuso rápido, ya sabéis cómo es la juventud, y un día el maestro de Jiléhy le contó lo ocurrido.
—¡Tuvo que querer morir cien veces! —murmuró Murri entre dientes.
—¿Quién? —repuso el maestro Helith con sorna—. Pero sigamos el cuento. El muchacho, de hecho, se puso furioso. Pero al de un tiempo se calmó, y aprendió a vivir en los Subterráneos.
—¡Ah! —dije—. Así que Jiléhy lo había llevado a los Subterráneos.
—Así es. De todas formas, a partir de ahora casi toda la historia se desarrolla en los Subterráneos. Consta decir que el muchacho aún estaba vivo como vosotros. En cuatro años de aprendizaje, acabó teniendo el mismo nivel que los demás magos, lo que era una verdadera injuria para los demás. A ver si lo entendéis: la mayoría de los alumnos eran esqueletos negros, pero había unos cuantos hijos de nigromantes, sobre todo elfos oscuros, aunque no faltaba nunca algún enano de las cavernas, de esos enanos de hierro. En fin, estaba claro que a los saijits de Superficie no se los adora por ahí en los Subterráneos.
—Pero aquel muchacho… —interrumpió Laygra, meditativa.
—Ribok.
—Sí, Ribok, ¿de qué raza era?
—Oh, ¿no os lo he dicho? Era un ternian. Y además un ternian con cola.
—¿Un ternian con cola? —gruñó Murri—. Eso no existe. Los ternians no tenemos cola.
—Te lo juro, tenía cola.
—De acuerdo. Después de todo, es tu cuento —suspiró Murri con ironía.
—Eso es verdad. Continuemos. Al aprender tanto y tan rápido, Ribok sin embargo acabó siendo respetado por todos. Era el primero en todas las pruebas. A los veintitantos años, lo contrató como mercenario una compañía de viajes y durante los cuatro años siguientes se dedicó a apresar bandidos y degollar arpías y otras criaturas de mal carácter que a mí personalmente nunca me inspiraron más que repugnancia.
Laygra no dijo nada, seguramente porque las criaturas aquéllas tampoco le debían de inspirar mucha pena, pero por lo que había visto de ella, parecía estar enamorada de los animales.
—Un día, le contrató un príncipe para un viaje de cortesía a Aefna. Partieron en gran pompa y cuando salieron a la Superficie, Ribok recordó su antigua vida y al día siguiente de cobrar su paga, desapareció de Aefna. Pocos saben adónde fue. Durante varios meses estuvo viviendo de la labor del campo, intentando olvidar su vida anterior. Se enamoró de una mujer, se casó y tuvo dos hijos. Durante cuatro años vivió feliz como nunca y probó la vida de la Superficie como si sus conocimientos de nigromancia no hubieran existido. Sin embargo, un día, llegó un nakrús a su casa, advirtiéndole de que una gran desgracia iba a caer en su vida si no reutilizaba sus poderes. Pero Ribok juró que nunca más los utilizaría. Unos meses después, unos esqueletos blancos atacaron la casa donde vivían, atraídos por un objeto que Ribok guardaba siempre consigo y que había recibido de su maestro para otorgarle su independencia. Mataron a su esposa y a sus dos hijos y cuando Ribok volvió del campo, hallando sus cuerpos sin vida, cayó desmayado. En los días siguientes, se contentaba con pasearse por los bosques y el campo, la cabeza gacha, los ojos desorbitados. No dirigía ni una palabra a nadie y los que le oían decir algo, le oían murmurar palabras inintelegibles que parecían salir de la misma ultratumba. Los vivos de la cercanía dijeron que se había vuelto loco.
Me di cuenta de que me había quedado boquiabierta, y antes de cerrar la boca me tragué el último gajo de naranja que había tenido abandonado en mi mano pringosa de zumo.
—Ribok había vivido dos ataques que venían de los Subterráneos. Conocía los Subterráneos por haber vivido ahí más de quince años. Volvió ahí de incógnito, se hizo pasar por un escribano del templo de Kurbonth, lo que le dejaba libertad para leer los libros que le interesaban. Libros de nigromancia, por supuesto, pero también libros muy raros.
Puse los ojos en blanco. Los libros de nigromancia no eran muy frecuentes en la Pagoda Azul. Claro que Kurbonth era una ciudad subterránea y la cultura era sumamente diferente.
—Le pilló un espectro al de un tiempo, tuvo que huir de Kurbonth perseguido por la guardia, que lo condenó a muerte y acabó por quemarlo en efigie al de unos años de no tener noticias suyas. Ribok continuó sus búsquedas por los Subterráneos y pasaron los años y bueno, un día, desapareció.
Márevor Helith calló y esperamos a que continuara pero como no lo hacía, resoplé, sofocando una carcajada.
—¿Desapareció y ya está? ¿Qué clase de historia es ésa?
—Una historia de nigromantes —replicó él, muy serio.
—¿Pero qué pasó con Ribok? —preguntó Laygra.
—¡Ah! Despareció. Ribok desapareció —contestó—. Y en lugar de Ribok apareció Jaixel.
El silencio cayó entre nosotros como un plomo. Esperaba que sacase el nombre a relucir, estaba convencida de que algo tramaba con esa historia por supuesto, pero oír el nombre de Jaixel en boca de un nakrús me dio una extraña impresión.
—Y bien, os habéis quedado sin habla. ¡Qué fácil es sorprenderos! ¡Que los demonios de Ithruil me descuarticen si toda esta historia no es real! ¿Pero quién se fía de la palabra de un nakrús? —añadió, girándose hacia mí.
Lo contemplé con la boca seca.
—Fiarse de un desconocido no suele ser una buena idea —repliqué.
—Pero… —intervino Murri, sumido en sus pensamientos—. Si dices la verdad, Jaixel vivió hace quinientos años.
—Hace quinientos años vivió —asintió tranquilamente el maestro Helith—. Y aún vive. Es un poco duro de roer. A nadie le cae bien. Se carga a cualquier esqueleto a diez kilómetros a la redonda, desprecia a los nadros rojos y tiene en poco la vida de los muertos-vivientes en general. Quizá las arpïetas le tengan algún aprecio… pero ni siquiera. Sólo les gusta la propina. Por lo demás, es un chico bastante desagradable, aunque no lo fue tanto en su época, pero perdió la cabeza y lleva quinientos años sin topar con ella. Una lástima de desperdicio que me dio jaqueca más de una vez.
—Espera un momento —dije con lentitud—. Tú conociste a Jaixel cuando era Ribok, ¿verdad?
—Lo conocí —contestó simplemente.
Me miró con los ojos entornados, como esperando a que añadiese algo. Carraspeé.
—Si lo conociste, entonces tienes más de quinientos años.
La carcajada que soltó el nakrús era claramente burlona.
—Tengo más de dos mil años, querida, soy de los viejos y resistentes, porque aunque algunos muertos-vivientes tengan técnicamente mucha esperanza de vida, tienen tan mal genio que se matan entre ellos con una facilidad asombrosa. Pocos tienen tanta cordura como yo.
Reprimí las ganas de poner los ojos en blanco y guardé un rostro más o menos impasible.
—Desde luego —dijo Laygra, pensativa—. Pero entonces, si tú conociste a Ribok, ¿quién eras para él?
—¡Ah! ¿Quién era yo para el buen hombre? —repitió, levántandose para ir a ver su isla por la ventana.
—Su maestro —respondí al fin, como nadie decía nada—. Tú eras el maestro del curandero ése, tú lo curaste. Sólo así pudiste saber tantos detalles.
—Era demasiado fácil —masculló Márevor Helith, torciendo el gesto—. Y, para vuestra información, yo fui aquel nakrús quien le advirtió de que el talismán, el objeto que le había dado, atraería a los esqueletos. No me hizo caso, así que yo me desentendí. Quizá fue una mala idea, pero bah. Yo confié en que se recuperaría, pero no lo hizo, y cuando se transformó en un lich —hizo una mueca— empecé a preguntarme si esas masacres de esqueletos por el laberinto de Tafosia o por los bosques de Rilgath acabarían algún día… Pero lo cierto es que lleva quinientos años con lo mismo. Parece ser un odio inextinguible. Acabará por convertirse en el mayor exterminador de esqueletos de los Subterráneos… un extraño objetivo. En fin —añadió con un suspiro—, supongo que tendrás preguntas, Shaedra.
—Aún no le has contado lo otro —intervino Murri.
Entrecerré los ojos y los miré a ambos.
—¿Lo otro? ¿Qué tengo que saber?
Márevor Helith se dio la vuelta, iluminado por los rayos de sol que se iban extinguiendo en el horizonte.
—Hay muchas cosas que tendrías que saber si quieres sobrevivir a lo que te espera. —Enarqué una ceja interrogante—. Ya sabes que tienes algo que pertenece a Jaixel.
—Sí. La filacteria.
Así que era eso, me dije mentalmente. Y Márevor Helith, en todo esto, ¿qué papel desempeñaba?, ¿el de un amigo o el de un enemigo?
—Exactamente. Lo que perdió el día en que se encontró ante Zueryn Úcrinalm y Ayerel Háreldin no fue nada menos que una parte de su mente.
Sentí el músculo de la mandíbula aflojarse involuntariamente.
—¿De veras? —tartamudeé aterrada.
El nakrús se acercó a la mesa asintiendo con la cabeza y apoyó sus manos en el escritorio.
—Yo, francamente, desde que perdió esa parte de la mente, no le he visto muy diferente. Cuando fui a visitar a algunos parientes en Dumblor, me enteré de que seguía consumiéndose solitariamente tendiendo trampas a nuestros pobres esqueletos. De modo que no creo que haya perdido mucho poder.
Bajé involuntariamente los ojos hacia mis manos. ¿De veras guardaba algo de Jaixel en mí? ¿Y cómo podía ser? Con una mueca de asco, me estremecí. Y entonces me acordé de dos palabras que había pronunciado Márevor Helith.
—¿Dijiste antes Zueryn Úcrinalm y Ayerel Háreldin?
—Eso dije —asintió, sentándose—. Pareces querer ir directo al grano. Bien. Os diré lo que sé sobre vuestros padres. Al parecer, estuvieron metidos en una historia de contrabando entre Jurvoth y Kurbonth, las que llaman las Gemelas del Sol. ¿Supongo que ya sabrás algo de geografía subterránea? —inquirió, con una ceja levantada.
—Algo —contesté, lamentando la ausencia de Aleria en estas circunstancias…
Al pensar en Aleria, me pareció como si algo, en mi cerebro, se hubiese vuelto a poner en funcionamiento y me acordé nítidamente de todo lo sucedido al salir de Tenap. ¡Había huido de los nadros rojos dejando a Lénisu atrás!
—¿Qué ocurre? —preguntó Murri de pronto.
Me di cuenta de que me había levantado de un bote y resoplé dos veces para intentar calmarme, en vano.
—¡Necesito respuestas! —gruñí, los ojos fijos en el nakrús que me miraba con absurda serenidad.
—En eso estábamos —suspiró el maestro Helith.
—No ese tipo de respuestas, por ahora no —dije, muy agitada—. ¿Dónde está Lénisu, dónde están los demás? ¿Por qué estaba tan aturdida que no podía pensar correctamente? ¡Acabo de despertarme de un sueño! ¿Qué les ha pasado a Aleria, Akín, Aryes, Deria y Dol? ¡Estaban rodeados de nadros rojos! Por Ruyalé —gemí, arañando el respaldo de la silla con mis garras sacadas e imaginándome las peores escenas. Deria huyendo de una criatura soltando fuego y con una cola llena de pinchos venenosos, Aleria sacando libros a toda prisa y consultándolos mientras una manada de nadros la cernían lentamente… ¡No! Abrí los ojos.
—Quiero saber que están a salvo.
—Están a salvo —contestó Murri—. El maestro ha dicho antes que es muy poco probable que les haya pasado algo.
—Por supuesto que no —apoyó el nakrús.
Al verlo tan tranquilo, me sentí más aliviada, aunque me quedase aún una ligera duda.
—Por supuesto —repetí, sentándome.
Laygra me dio unas palmaditas en el hombro para tranquilizarme.
—El maestro Helith piensa en todo —me dijo suavemente. Frunció el ceño y admitió—: Hasta en los monos.
De pronto llamaron a la puerta ruidosamente.
—Ah —soltó Márevor Helith, con una mueca apenada—. Creo que se me acabó la pausa, tengo clase de transmutación. ¡Ya voy! —gritó para que se le oyera afuera—. Querida —dijo más bajo, dirigiéndose a mí—, si tienes más preguntas, puedes volver cuando quieras todos los… ¿cómo se dice en Ajensoldra ya? Ah, todos los Lubas y todos los Ventiscas. Los demás días no ando por aquí.
Mientras hablaba, se había levantado y había atravesado la habitación con un andar rápido. Me maravillaba que después de hacerme venir a Dathrun nada menos que a través de un monolito y decirme que tenía parte de la mente de un lich, me abandonase tan rápidamente y con tantas preguntas por hacer.
—Bienvenida a Dathrun, Shaedra —añadió el nakrús, antes de darnos la espalda y marcharse por el corredor para dar su clase de transmutación, con la elegancia de los muertos-vivientes.
—¿Por qué no me dijiste nada? —exclamó Laygra, colérica, cuando el maestro Helith hubo desaparecido de nuestra vista—. Ya me imaginaba que estabas tramando algo, Murri, pero jamás me imaginé que encontraría a Shaedra de la noche a la mañana, tan rápido, ¡y en Dathrun!
—No estábamos seguros de que iba a funcionar. Bueno, el maestro Helith decía que estaba seguro, pero él siempre es muy optimista. Además, las cosas se precipitaron y tuvimos que actuar antes de lo calculado porque les atacaron unos nadros rojos. Teníamos que sacarla de ahí, ¿qué querías que hiciera?
—Sí… claro —masculló Laygra, confusa—, pero debiste decirme… debiste hablarme de todo esto.
—¿Estás contenta o no de tener a Shaedra con nosotros? —replicó Murri gruñendo.
Yo los miraba alternativamente con los ojos agrandados.
—Claro que me alegro —protestó Laygra, cogiéndome afectuosamente del brazo—, muchísimo… pero la próxima vez no tienes por qué tener secretos que me conciernen también a mí, ¿entendido?
Su rostro severo pareció convencer a Murri.
—De acuerdo. Ven, Shaedra, salgamos de esta torre.
Asentí, el ceño fruncido. Laygra me miró fijamente y se giró hacia su hermano.
—Buena idea. Creo que el monolito le ha revuelto las ideas.
—Qué va —protesté—. Lo que pasa es que no todos los días pasan tantas cosas. Decidme, ¿por qué no pasamos una tarde tranquila, sin hablar de liches, ni de monolitos ni de cosas de ésas? Me haríais un favor tremendo, tengo la impresión de que mi cabeza va a explotar. Mira, ¿y si me enseñáis un poco los alrededores?
Mis dos hermanos me miraron, sorprendidos, y luego ambos se sonrieron.
—Vayamos a la Galería de Oro —propuso Laygra.
—Y luego vamos al Parque —asintió Murri—. Es un sitio realmente hermoso. Ya verás.
La Galería de Oro, iluminada por los últimos rayos de sol, era increíblemente maravillosa. En el crepúsculo del día, salimos al Parque y me enseñaron las fuentes, me presentaron a varios alumnos que conocían y me contaron su vida en Dathrun, sus clases, el aprendizaje, los horarios cargadísimos… Todo me recordaba a la Pagoda Azul y al mismo tiempo me daba cuenta de que el aprendizaje en Dathrun era muy diferente al que había recibido yo en Ató. La academia de Dathrun era mucho más grande y tenía muchos más alumnos, el ambiente no era el mismo. Les escuché explicarme el funcionamiento de la academia con interés, observando las diferencias notables entre ambos sistemas.
Al de un momento, advertí que ninguno de los dos se atrevía a preguntarme cosas sobre mí, pese a querer conocerlas, y poco a poco fui también contándoles mis años en Ató, les conté mis disputas con Wigy, mi encuentro con Lénisu, la muerte de Sain y la aparición del monolito durante la última prueba de snorí. Cuando llegué a la etapa del dragón, fruncieron el ceño, incrédulos, pero tuvieron que creérselo a fuerza de detalles. Acabé relatando el ataque de los nadros rojos y ahí callé, carraspeando.
—¿Alguna vez atravesaste algún monolito?
Laygra negó con la cabeza.
—Ninguna —dijo Murri—. Pero el maestro Helith dice que es como meterse en aguas que tuviesen manos que te van estirando por todos los lados.
—No es una mala imagen —aprobé, pensativa—. Espero no tener que volver a cruzar un monolito en mi vida.
Charlar con Laygra y Murri era agradable, pero hubiera preferido poder hablar con ellos en otras circunstancias y no en un momento en el que no podía dejar de pensar en los que había dejado atrás, Zemaï sabía dónde. No acababa de entender mi situación. Había estado a punto de morir en manos de los nadros rojos, pero Márevor Helith había intervenido y me había salvado la vida. Me seguía desde hacía años, espiándome, y parecía querer protegerme. ¡Un nakrús quería protegerme! A un muertoviviente que tenía más de dos mil años de vida, ¿cuánto le podía importar una ternian de trece años y unos pocos meses?
Resoplé, ahogada por mis propias preguntas interiores.
—Creo que necesitas descansar un poco —intervino Laygra.
Murri se levantó con presteza.
—No te preocupes, ahora estás a salvo. Te llevaré a tu dormitorio.
Me levanté como en un sueño, mirando a mis hermanos con los ojos agrandados. Para ellos, era la hermanita perdida y recuperada que había tenido que pasar unas cuantas calamidades antes de ser rescatada. Necesitaría tiempo para habituarme a esta nueva situación, y de todas formas no tendría ese tiempo puesto que tenía pensado irme cuanto antes de Dathrun para ir a buscar a los demás. Murri y Laygra me acompañarían, claro, y el maestro Helith nos daría unos consejos y nos dejaría ir y dejaría de espiarme y… Estábamos atravesando un pasillo iluminado con piedras de luna, como las llamó Murri, cuando de pronto me detuve.
—Esperad —dije—. En ningún momento habéis mencionado a nuestro tío Lénisu. Y cada vez que lo mencionaba, se os ensombrecía la cara… ¿por qué?
Murri y Laygra intercambiaron una mirada que no supe interpretar.
—Bueno —contestó Murri—, en realidad, nos ha asombrado oír el punto de vista que tú tenías de Lénisu. Nosotros lo vemos de manera muy diferente. Cada vez que venía al pueblo, en las Hordas, era… alguien simpático en apariencia. Pero Wigas me contó cosas sobre él y eso me disuadió de querer volver a verlo… al menos hasta que vinieses tú.
—Quizá haya cambiado —sugirió Laygra.
El ceño fruncido, los contemplé con aire sorprendido.
—¿Simpático en apariencia? —repetí—. No lo entiendo, ¿hizo algo malo que no recuerdo?
El silencio cayó entre nosotros mientras yo los miraba a ambos con aire incrédulo. Murri agitó la cabeza, los ojos girados hacia el pasado.
—Estás cansada, quizá hoy no entiendas bien… —contestó.
—El monolito me ha dejado hecha un trapo de cocina —reconocí, interrumpiéndole—, ¿pero qué hizo Lénisu? Seguramente no fue tan terrible como parecéis creerlo.
Murri frunció el ceño.
—De acuerdo, te lo contaré: nuestro tío era un contrabandista que andaba traficando con mágaras en los Subterráneos. Nuestro padre trabajaba con él antes de que se casara con su hermana —explicó—. Ambos eran compañeros, pero cuando nuestros padres se casaron, quisieron cambiar de vida. Lénisu les dio un collar como regalo de bodas. —Su rostro se ensombreció aún más—. Era un collar robado —me reveló—. Nuestros padres fueron acusados. Y, para protegernos, a nosotros dos nos mandaron a la Superficie, a un pueblo de humanos, bajo la protección de Wigas, un viejo amigo de la familia. Nuestros padres tuvieron que vivir como forajidos y, un día mientras huían, fueron capturados por Jaixel.
Lo miré, boquiabierta.
—¿Y yo seguí estando en los Subterráneos? —pregunté, atónita por la historia que estaba oyendo.
—Tú aún no habías nacido.
—Oh. Claro. ¿Y qué les ocurrió a nuestros padres? —pregunté, con la voz trémula.
—Se escaparon, logrando lo imposible. Ahí es cuando robaron la parte de la mente de Jaixel. El resto de la historia no me la sé, aunque puedo suponer unas cuantas cosas.
—¿Qué? —pregunté inmediatamente.
—De alguna manera, la parte de la mente de Jaixel te fue inyectada a ti, nuestros padres murieron, perseguidos por el lich, y un hombre te llevó al pueblo con nosotros. Sinceramente, no me acuerdo del día en que llegaste al pueblo, tenía menos de cinco años. Así que no te puedo contar mucho más.
Abrí la boca y la cerré, estupefacta.
—¿Así que crees que, sin lo del collar, nunca se habrían encontrado con Jaixel?
—Lo creo. Sin ese collar, ¡nada de eso habría ocurrido! —afirmó Murri con una vehemencia que me dejó pasmada—. Y Lénisu, mientras tanto, no hizo nada. Desapareció sin dejar rastro. Y años después, pasó por nuestro pueblo. Cuando Wigas me lo contó todo, entendí que nuestro tío no era una persona en la que se podía confiar y que estaba metido en asuntos oscuros y peligrosos.
Sacudí la cabeza.
—No puedes acusar a Lénisu y culparle de la muerte de nuestros padres —razoné—. Además, Lénisu y nuestro padre trabajaban juntos. Eso has dicho. No creo que Lénisu tuviese malas intenciones regalando ese collar. Y si desapareció, tal vez fue porque no le quedó otra.
—Entiendo que lo defiendas —dijo Murri—. Visto cómo me lo has presentado, parece realmente una buena persona. Pero yo aún tengo mis dudas. —Abrió una puerta a su izquierda—. Adelante.
Me guió a través de varios pasillos más antes de subir unas escaleras y abrir una puerta.
—Seguramente la cama que te reservamos para dentro de unos días estará libre —susurró, entrando en la sala.
—¡Ey! —dijo una voz ronca—. Alto ahí. Se supone que ya deberíais estar en la cama desde hace un buen rato. ¿O es que pensáis ir mañana a clase a dormir y a roncar como asquerosos cerdos de feria?
Entre la sombras, llevando una linterna, apareció el rostro alargado y sucio de un hombre de expresión desdeñosa.
—Huris —resopló Murri con cara sorprendida—. No sabía que espiaras las idas y venidas de los estudiantes.
—No os vendría mal un poco de orden en vuestros horarios. ¿Quién es esa chiquilla? No me suena tu cara. ¿No estarás intentando introducir a gente de la ciudad en nuestra academia, joven Murri, verdad?
—Oh, vamos, qué va, ni se me ocurriría —protestó mi hermano soltando una carcajada forzada—. Esta es mi hermana, ha llegado hoy, ha dejado las tierras de nuestra familia por esta academia tan hermosa y tan estricta con sus reglamentos. Es una niña adorable que no te dará ni el más mínimo problema, te lo aseguro.
—¿Ah, sí? —masculló Huris, ladeando la cabeza hacia mí. Me enseñó sus dientes y yo le enseñé los míos con mayor elegancia.
—Buenos días, señor —le dije.
—Ah. Será mejor que abras los ojos y mires por esa ventana, ¿qué ves, muchacha?
Miré hacia afuera y no vi nada.
—Mm. Pues, nada. ¿Qué tengo que ver?
Huris me dedicó una sonrisa llena de sorna.
—Nada. Como verás, no hay absolutamente nada, porque es de noche. Buenas noches, muchachos. Estos jóvenes de hoy no saben ni hablar con exactitud.
Volvió a entrar en su despacho y yo lo seguí con la mirada, anonadada.
—¿Qué le ha pasado? ¿Se ha puesto así sólo porque le he dicho buenos días en vez de buenas noches?
—No sé si tiene que ver —reflexionó Laygra—, pero en su tiempo fue profesor de lengua en una escuela en Dathrun. Y no te preocupes, a mí me hizo una escena parecida cuando me equivoqué y confundí algunas preposiciones.
—Bueno, ahora a buscar una buena cama —dijo Murri—. Esta es la Sala Derretida, no me preguntes por qué se llama así, es una larga historia, si quieres te la contaré mañana. Para resumir, es la sala de los estudiantes que tienen menos de catorce años. Nosotros estamos cerca de la Sala Erizal. Es un poco más reducida. Bueno, de aquí salen unas ocho torres. En cada una hay varios pisos con dormitorios.
—¿Y por qué no quedarme en la enfermería? —intervine, contemplando con aprensión la inmensa sala—. Podría volver ahí.
—Ni hablar —replicó Murri inmediatamente—. Me costó casi una hora hacerte entrar en la enfermería esta mañana. Me pilló la encargada y no quiso dejarme entrar, diciendo que no tenías nada y que sólo necesitabas reposo. De mientras te has pasado esa hora sentada inconsciente en el pasillo. Menudo lío. Pero a mí se me da bien argumentar, y al cabo le convencí que nos dejase entrar. ¡Y qué sorpresa me llevé al ver que había muchas camas vacías! Esa enfermera es una bruja desgraciada, la próxima vez iré a la enfermería Azul, aunque esté un poco más lejos. En esa dicen que te despachan al de nada pero que te dejan entrar por nada también. A ella van muchos estudiantes vagos… pero… hablo mucho, ¿no os parece?
Laygra y yo soltamos una carcajada en voz baja.
—No —continuó Murri—, será mejor la Sala Derretida. El maestro Helith me dijo que te reservara una cama en la torre de la Fauna. Esa cama normalmente estaba reservada sólo para dentro de tres días, que era cuando pensábamos poner en marcha los monolitos para ir a buscarte. Pero no creo que suponga un problema el llegar unos días antes.
De pronto sus palabras me hicieron recordar algo.
—Murri, antes, ¿has dicho que venía de las tierras de nuestra familia o me lo he inventado yo?
Murri se paró junto a una puerta y se giró hacia mí con una sonrisa divertida.
—Bueno, has oído bien. Para los que viven aquí, somos los hijos de una familia rica asentada en los límites del Bosque de Hilos. Nuestra familia no tiene ningún título, pero es muy respetada en los alrededores y muy rica. Para entrar en esta academia hace falta un poco más que habilidad y buena voluntad. Los estudiantes que vienen de una familia modesta lo tienen mucho más difícil, y los desprecian continuamente, pero escucha, esos estudiantes son hijos de artesanos, de campesinos con sus propias tierras, gente que tampoco ha quedado abandonada por la beneficencia de los dioses. Así que imagina, tú, la cara que pondrían los demás si supieran de dónde venimos realmente.
Había bajado la voz y noté una nota de amargura en su voz mientras continuaba hablando.
—El maestro Helith se ocupó de construir esta historia, ¿verdad? —pregunté con un escalofrío.
—El maestro Helith tiene buen corazón —murmuró Laygra, cogiéndome del brazo.
Murri asintió gravemente con la cabeza.
—Nos ayudó cuando nosotros estábamos sin un duro, vagando en las ciudades. Buscábamos información sobre Jaixel y nadie nos pudo decir nada sobre él hasta que un día llegó el maestro Helith, se presentó, nos propuso entrar en la academia de Dathrun y nos dio dinero y consejos. Sin él, no habríamos durado aquí ni cinco minutos.
—Tuvimos que pasar una prueba —me dijo Laygra—. Nosotros no tenemos ni idea de energías. Antes de entrar aquí, yo sólo sabía unos cuantos trucos que se aprenden cuando eres una curandera. Te podrás imaginar lo mal que lo pasé al principio. Conseguí la prueba porque los profesores que me notaban se quedaron impresionados por mi habilidad reconociendo las plantas. Hasta les enseñé un truco con la flor de kalrea —añadió con una sonrisa divertida.
—Vaya —solté, resoplando. Medité un momento—. Así que el maestro Helith ya sabía quiénes erais cuando os invitó a ir a Dathrun.
—Bueno, lo primero que nos dijo fue exactamente —carraspeó para adoptar una voz diferente que pegaba tan bien con la de Márevor Helith que me sobresalté—: “estáis siendo muy indiscretos, muchachos ternians, cualquiera diría que buscáis convertiros también en liches”.
—¡Uau, Laygra! —solté, admirativa—. ¿Cómo lo haces?
—Es una cuestión de práctica —dijo una voz aguda y femenina.
—Es un don —dijo Murri, riendo.
—Aunque a veces es también una maldición —intervino una voz ronca de anciano resignado.
Miré a mi alrededor. Todo estaba vacío.
—¡Por Ruyalé! —murmuré, maravillada—. Eres una ventrílocua. Eso sí que es increíble.
—El viejo Révlor, en el pueblo, me enseñó unas cuantas cosas —repuso Laygra, muy divertida—. Pero hay cosas más increíbles que eso. Imagínate cómo reaccionamos al ver la cara de Márevor Helith por primera vez. Casi me muero del miedo que tuve.
—Creímos que era Jaixel —explicó Murri.
—¿Puedes creer que Murri lo atacara con su daga? —dijo Laygra, con los ojos agrandados.
—¿Qué? —solté, boquiabierta, intentando imaginarme a Murri sacando su daga contra el muertoviviente. La imagen era risible y terrible a la vez.
—Se le fue toda la razón en un segundo —pronunció mi hermana.
Murri gruñó.
—Jamás pensé que un nakrús podría querer ayudarnos.
—Y me pregunto aún por qué quiere ayudarnos —dije, bostezando.
Al verme bostezar, Murri avanzó para abrir la puerta de la torre de la Fauna:
—Basta de charla, es hora de irse a dormir.
Me condujeron por unas escaleras anchas que subían unos cuantos peldaños antes de llegar a un comedor con chimenea, sofás, mesas y alfombras de calidad incontestable.
—Vaya —murmuré, los ojos clavados en un tapiz que representaba un castillo de murallas blancas y cúpulas doradas iluminado—, menudo lujo.
Murri sacó un papel y le echó un vistazo.
—Número 12. Por aquí —dijo Murri.
Atravesamos la sala y desembocamos en un balcón muy largo que daba la vuelta a un parquecillo lleno de vegetación y con un árbol enorme en medio, cuya cumbre acababa lejos hacia arriba.
El balcón, comunicaba con varias puertas que llevaban a los dormitorios.
—Jamás había venido por aquí —comentó Laygra.
—Yo tampoco —reconoció Murri—. Pero no creo que nos cueste mucho encontrar el número~12.
Encontramos el dormitorio un piso más arriba, en otro balcón. En las escaleras, nos cruzamos con un sereno que nos guió amablemente hasta ahí diciendo:
—Ya verás, pequeña, la torre de la Fauna es la mejor de la academia. Y vosotros ¿de dónde sois?
—Yo soy del Departamento del Aire —contestó Murri.
—Yo estoy en medicina, en el Departamento Azul —dijo Laygra.
El sereno asintió tranquilamente.
—Es aquí —dijo—. Número 12. Creo que efectivamente hay una cama vacía. Ahora recuerdo. La joven sibilia se fue hace unas semanas. Bueno. Podéis volver a vuestros respectivos dormitorios, jovencitos. Ya me ocupo de vuestra hermana si necesita algo. Buenas noches.
Les dije buenas noches a todos y entré en el dormitorio de puntillas, intentando no despertar a los que dormían. La cama que tenía estaba junto a la ventana. En uno de mis pasos, pisé algo que se agitó de pronto maullando y bufando.
Que los dioses me protejan, ¡un gato!, me dije, inmóvil y de pie entre las camas.
—¿Qué ocurre? —preguntó una voz pastosa.
—Nada —contesté—, todo va bien.
—Mm.
Permanecí un momento inmóvil hasta cerciorarme de que todo estaba en calma. El gato siguió escupiendo insultos pero al menos se había apartado de mi camino y llegué sin más incidentes a mi cama. Ahí me quité las botas y me metí bajo las mantas sin tomarme la molestia de desvestirme. Me dormí enseguida y soñé con un burro que iba avanzando por un campo baldío arrastrando una carreta con una pereza poco común.
Cuando abrí los ojos, lo primero que vi fueron dos cabezas rubias idénticas de niñas humanas cuyos ojos parpadeantes me observaban desde arriba, una perspectiva a la que no estaba acostumbrada y que me dejó paralizada durante unos segundos. Al fin, parpadeé y me enderecé y di un salto fuera de mi cama, sacudiendo la cabeza, intentando recordar dónde estaba… Ah. Ya. Estaba en la academia de Dathrun, y más exactamente en el dormitorio número 12 de la torre de la Fauna.
Sabiendo esto, me dispuse a mirar a mis compañeras de dormitorio con más tranquilidad.
—Buenos días —les dije.
Las dos humanas eran gemelas tan idénticas que me daba la sensación de ver doble. Ambas tenían un camisón blanco bordado con hilo verde que les llegaba hasta el tobillo y tenían recogido el cabello en un peinado complicado que me hizo pensar en los peinados de Marelta. La enana pelirroja, sentada en su cama, se abrochaba la capa del vestido verde de los faunistas, pues así llamaban a los que estudiaban las energías relativas a la fauna, según aprendí poco después.
—Vaya, parece que tenemos a una nueva en el dormitorio —apuntó una de las gemelas sin contestarme.
—Parece que acaba de salir de una porquería —añadió la otra—. Apuesto a que hace más de un mes que no se ha lavado.
Ambas rieron y las contemplé con cara aburrida. ¿Así que estas eran mis compañeras? Pues perfecto. Con un suspiro cogí la túnica gris y me la puse.
—Oh, no eres faunista aún, ¿verdad, escama verde? No has pasado la prueba de entrada, ¿verdad? —preguntó una de las gemelas.
—Estoy convencida de que no lo ha hecho —soltó su hermana—, y seguro que mañana no la volvemos a ver.
—No les hagas caso —terció la enana pelirroja—. Lo que quieren preguntarte en realidad es si te apetece venir con nosotras a desayunar, ¿qué te parece?
Las dos gemelas intercambiaron una mirada cruel entre ellas y luego se encogieron de hombros.
—Parece que a Steyra le has caído bien —dijo una gemela—. Y aunque no has hablado mucho, si le caes bien a Steyra, nos caes bien a nosotras. Mi nombre es Zoria.
—Yo soy Zalén —se presentó alegremente su hermana.
Parpadeé, atónita, observando el cambio de carácter. Detrás de las gemelas, Steyra puso los ojos en blanco.
—No te preocupes, Zoria y Zalén pueden ser simpáticas cuando quieren. Lo que pasa es que les encanta actuar y no se dan cuenta de que pueden herir los sentimientos de la gente —añadió, dirigiéndose a sus amigas con una mirada elocuente.
—Entiendo —dije con lentitud—. Bueno, cada uno con su personalidad. Mi nombre es Shaedra y estaría encantada de desayunar con vosotras. Tengo un hambre de mil demonios.
Steyra sonrió anchamente.
—Entonces adelante.
—¿Eres nueva nueva? —preguntó una de las gemelas mientras se vestía.
—Llegué ayer a la academia, pero tengo aquí a un hermano y a una hermana estudiando —contesté simplemente, esperando que no me preguntasen nada más—. ¿Vosotras lleváis aquí mucho tiempo?
—Yo llegué aquí hace dos años —contestó Steyra.
Las dos gemelas contestaron que habían llegado pocos meses después que Steyra y que desde entonces se habían convertido en las mejores amigas del mundo. Sonreí.
—Pues me alegro.
Salimos del dormitorio y las seguí hasta el comedor. En el camino, Zalén y Zoria se pusieron a insultarse de una manera tan tranquila y educada que me quedé boquiabierta hasta que oí la risa de la enana, Steyra.
—Son algo raras —me dijo aparte—, pero son realmente encantadoras cuando quieren. Eso sí, todas las personas susceptibles de esta torre las odian a muerte. Pero cuando las conoces realmente, por nada del mundo te apetecería perderlas.
—¡Perdona, fanfarrona petulante! —decía una de ellas.
—Te juro que es verdad —protestaba la otra cruzándose de brazos—. Y si no me crees, es que no eres más que un asno malcarado.
—¿Ah? —replicaba la otra, soltándole otras flores realmente ridículas.
—¿Siempre están así? —le pregunté a Steyra.
—A la mañana sí. A la tarde están más tranquilas. Pero a mí nunca me sueltan ninguna grosería, bueno, al menos no suelen hacerlo, a veces se les escapa por… por…
—¿Costumbre? —le ayudé.
—Eso. Por costumbre. A mí me sorprendieron mucho cuando las conocí. Mi familia nunca dice insultos. Pero Zalén y Zoria… tienen otra educación.
Por la manera con que dijo esto deduje que Zalén y Zoria no venían de un ámbito social donde la cortesía fuese muy relevante. Así y todo, los insultos que se soltaban entre ellas eran a veces tan ridículos y rimbombantes que no las imaginaba pertenecientes a una familia humilde.
Steyra era una enana simpática que me cayó bien enseguida. A veces, parecía comportarse como una madre cuando hablaba con las gemelas, las cuales en escasos momentos se comportaban de manera más o menos normal. Desayunamos en el comedor, con otros faunistas. Todos llevaban una túnica verde aunque algunos las habían adornado profusamente y apenas se podía advertir que eran túnicas de estudiante.
En la Sala Derretida, me despedí de las tres y ellas se dirigieron a su clase de endarsía mientras me encaminaba yo hacia la enfermería Azul, donde Laygra me había dicho que me esperaría. Como no sabía por dónde caía eso, me detuve junto a una pared no muy lejos de la Sala Derretida, para contemplar un plano de la academia. Señalaba el número de las aulas con cifras negras, las enfermerías aparecían bajo formas de pirámides coloreadas. Había también círculos de diferentes colores. Los más numerosos eran los azules que, según la leyenda, eran descargadores. A saber lo que eran los descargadores. Suspiré, buscando la pirámide azul en el inmenso plano. La encontré no muy lejos de la salida de la academia, hacia el este.
—¡Shaedra! —dijo de pronto una voz, mientras me daba media vuelta.
Entre los grupos de estudiantes que iban y venían, metiendo escándalo, apareció un rostro conocido. Fruncí el ceño, intentando recordar.
—Jirio —dije entonces, contenta de encontrarme a un rostro familiar—. ¿Ya has salido de la enfermería?
El muchacho se acercó a mí con una gran sonrisa, un libro viejo debajo del brazo.
—Sí, y por lo que veo tú también. ¿Así que eres nueva aquí, eh? —observó, mirando mi túnica gris.
—Er… sí, y estoy un poco perdida.
—Me encantaría ayudarte, pero ahora tengo clase de endarsía y llego tarde —dijo con un suspiro resignado—. ¿Adónde tienes que ir?
—A la enfermería Azul. En el plano pone que hay que ir hacia el este, pero… —resoplé, indicando el plano lleno de numeritos y círculos.
—Ya, esos planos son desastrosos —acordó—, bah, ¿sabes lo que te digo? Te voy a enseñar el camino, total llego demasiado tarde a clase me parece y no sería la primera vez que me perdería una clase de endarsía, es mortalmente aburrida.
—No, no perderás ninguna clase por culpa mía —repliqué. Pero insistió, y no tuve más remedio que aceptar.
—Ya veo que recuperaste el libro —comenté, de camino a la enfermería.
—Oh, este libro no es, es el libro de tercer grado de endarsía. Pero el otro lo recuperé y lo guardo en mi cajón, sano y salvo.
—Ah, me alegro. Pareces tenerle mucho aprecio.
—¡Y lo tengo! Es un libro de Rulpad el Cocinero, ¿lo conocerás, no? Las barbas blancas del saber es un libro increíble. Utiliza ingredientes de todo tipo. Dicen que Rulpad fue capaz de domar una araña gigante sólo con darle un plato de roedor aromatizado con algas cenetriformes y jugo de violeta.
—¿No me digas? —solté, con una mueca divertida—. Eso parece veneno puro.
—¡Qué va! Bueno, las algas cenetriformes no serían buenas para nosotros. Estropean la digestión. Pero a la araña le pareció delicioso. Y luego Rulpad vivió con su araña durante varios años. Por eso se le conoce tanto.
—No creo que mucha gente se acercara a él con una compañera así —observé, riéndome.
—Bueno… pues a mí ya me gustaría conocerlo. Una pena que haya muerto ya. Por aquí —dijo, señalando unas escaleras que bajaban.
Siguió hablándome de recetas de cocina y de las aventuras de Rulpad durante todo el camino y yo le escuchaba a medias mientras admiraba los lugares que atravesábamos. Desde luego, ya me había imaginado a veces enormes torreones con salas inmensas y miles de torres alzándose hacia el cielo como agujas, y jardines colgantes y galerías majestuosas. Pero siempre tenían esas habitaciones algo de familiaridad con la Pagoda Azul. En la Pagoda, los suelos eran de madera, los tapices multicolores… en Dathrun, todo era de piedra dura y en vez de tapices había columnas adornadas y unas plazoletas rodeadas de balcones. La academia era muy diferente de lo que yo había visto en toda mi vida.
—Hoho.
La voz de Jirio me sacó de mis pensamientos en el momento en el que colisionaba contra una materia blanda y pringosa.
—¿Pero qué…? —tendí la mano y otra vez choqué contra esa materia transparente. Intenté retroceder, en vano: mis pies parecían como pegados. Me giré hacia Jirio, pasmada.
—Una atrapadora —me explicó Jirio—. Los que la han puesto ahí son unos malditos bromistas. Siempre hay que andarse con cuidado o caes en una trampa. Dame la mano, te voy a sacar de ahí.
Sin entender muy bien lo que pretendía hacer, le di la mano y él me estiró con fuerza para liberarme de aquella masa transparente, en vano.
—Bej, voy a tener que utilizar un sortilegio. No te muevas.
Me soltó la mano y puso cara de concentración. Lo miré, inquieta. ¿Estaba seguro de lo que hacía? Esperé un rato, y al cabo creí que no conseguiría nada y empecé a pensar en varias posibilidades para sacarme de ahí yo sola. No era muy complicado, podía soltar un relámpago brúlico y carbonizar aquel chicle, aunque un sortilegio de autoexpulsión también funcionaría, lo malo es que la caída iba a ser dura y además no controlaba ese sortilegio tan bien como Akín, que curiosamente lo conseguía más o menos siempre. Quizá Aryes conseguiría despegarse inmiscuyendo aire entre la atrapadora y yo. Y Aleria podría citarme otras cien posibilidades sacadas de los libros más raros de Ató.
Tiramos el hechizo al mismo tiempo. Jirio me echó una descarga que me dejó tiesa y yo abrasé la atrapadora que emitió un ruido quejoso al desintegrarse.
Las piernas flaqueantes, me apoyé contra el borde de la galería, temiendo desplomarme. Inspiré varias veces antes de preocuparme por lo que me rodeaba. Jirio, de pie junto a mí, se agitaba por intermitencias, como atravesado por descargas eléctricas repentinas. Se había quedado de nuevo con el pelo electrificado y sus ojos estaban abiertos como platos.
—¡Jirio! ¡Oh! ¿Me oyes? —acerqué una mano prudente y le toqué el brazo. Lo retiré inmediatamente, sintiendo un relámpago recorrerme hasta la planta de los pies—. Jirio, tienes que descargarte…
Lo vi moverse poco a poco hacia la esquina, muy rígido, los labios tensos. Fue entonces cuando me fijé en un pequeño atril de piedra con un círculo azul dibujado en su centro. Los descargadores. En ese momento entendí lo que pretendía hacer Jirio y corrí hacia él, nerviosa. Cuando llegué junto a él, ya alzaba una mano y tocaba el círculo azul. Saltaron chispas. Enseguida Jirio se distendió y serenó.
—Uf, caramba, colega, jamás me había pasado que toda la energía se vuelva contra mí. No entiendo ni cómo ha desaparecido la atrapadora si no le he hecho nada, me lo he tragado todo yo, es como si hubiese rebotado todo, ¡diantres!
Carraspeé. Ignoraba si mi hechizo había rebotado el suyo o no, pero decidí que era mejor no hablar de ello ahora.
—¿Te sientes mejor?
—Pues… sí —contestó, sonriéndome y agitando la cabeza—, creo que sí. ¿Y tú?
—Perfectamente —dije—. ¿Qué era eso exactamente?
—Una atrapadora. Hay tantos corredores en esta academia que pueden permanecer trampas de este tipo durante varios días. Generalmente es la gente la que pone estas trampas, para reírse un rato, aunque a veces también hay inestabilidades energéticas porque, como por aquí se hacen tantos hechizos, se desestabiliza el morjás y pueden ocurrir cosas extrañas. Pero esto, lo había puesto alguien, estoy seguro de ello, se venden atrapadoras parecidas en Dathrun. Los últimos que han salido son transparentes, es la nueva moda. La gente de por aquí tiene extrañas aficiones, ¿eh?
Asentí con el ceño fruncido y señalé el círculo azul.
—Y esto, ¿es para descargarse?
—Sí. Es un descargador. Los verás un poco por todas partes en la academia. Van recogiendo las inestabilidades y también pueden servir de descarga de energías cuando hay accidentes energéticos.
—Oh. Así que suele haber accidentes con las energías.
—Muchísimos. Y curiosamente los peores son los que llevan más años estudiando. Pierden el control y se descuajaringa su jaipú. La mayor parte de las veces, suelen ser accidentes tontos y en unas horas se recuperan, pero hay estudiantes que han sufrido secuelas para toda la vida. Por eso este año han impuesto algunas reglas más de seguridad contra el uso abusivo de las energías.
—¿Quieres decir que algunos sufrieron apatismo? —dije, horrorizada.
Jirio asintió con cara sombría.
—Sí, y más de uno. Este mismo año hubo uno que estaba trabajando en un proyecto de reacción química, no sabría decirte de qué se trataba exactamente pero resulta que utilizó demasiada energía y su tallo se consumió totalmente. Tenía veinticinco años.
—Pues vaya —solté.
—Cada uno es responsable de lo que hace —dijo Jirio, encogiéndose de hombros—. Las energías son peligrosas.
—Pues claro que son peligrosas —repliqué—. Más vale que acabes de descargarte, todavía siento que estás electrificado.
Jirio acabó de descargarse en el círculo azul y seguimos el camino. Llegamos poco después frente a la enfermería Azul. ¿Estaría esperándome Laygra?
—Bueno, pues aquí te dejo —soltó Jirio—. Si algún día necesitas a un amigo, aquí estaré yo.
—Gracias, Jirio —dije, con una media sonrisa.
Y sin pensarlo, hice el saludo típico de Ató, juntando las manos y llevándolas a la frente. Jirio parpadeó, sorprendido.
—¿Y ese saludo?
—Oh. Así se saluda de donde vengo yo —expliqué—. ¿Cómo se hace por aquí?
Jirio se encogió de hombros, sorprendido de que se lo preguntase.
—Pues… pues así —dijo, tendiendo la mano.
Sonreí, divertida, y le apreté la mano.
—De donde vengo yo, ese gesto significa que has hecho un trato con alguien y que prometes respetarlo.
Jirio sonrió.
—Bueno, hay otra versión en la que se escupe en la mano antes de tenderla. Creo que esta tiene el mismo significado que tú le das.
Hice una mueca y puse los ojos en blanco. Cuando entré en la enfermería Azul, me quedé deslumbrada por la luz. El lugar era una enorme sala con varias estradas anchas que subían y en el centro se veía un pequeño jardín interior. El techo, desde el que salía un bosque de columnas labradas, estaba compuesto de cristales y la luz de la mañana entraba iluminándolo todo.
En las estradas, se habían dispuesto pabellones de tela gruesa y parda que dividía la enfermería en diferentes espacios. No tenía ni idea de dónde podía estar Laygra así que fui vagabundeando entre los tabiques de tela y de madera. Me crucé con dos enfermeras, una que iba corriendo precipitadamente y otra que estaba sentada junto al depósito de agua, consultando un libro y atendiendo a una joven elfa oscura que se quejaba de tener dolor de cabeza desde hacía dos semanas. Pasé junto a ellas sin que me miraran siquiera.
Desemboqué finalmente en un lugar que me sorprendió. No era común que en una enfermería se encontraran varios árboles de tamaño respetable, ni que se guardaran animales. Me crucé con un loro encaramado en una pequeña rama que se puso a decirme de pronto: «¡Mentira, mentira!» Luego vi a un niño de unos diez años acurrucado contra un árbol con una ardilla sobre las rodillas. Cuando ambos me vieron, salieron corriendo por los árboles y desaparecieron a una velocidad espeluznante.
—¡Syu, no! —dijo de pronto una voz alarmada.
«¡Sí!», dijo algo que llegó a mi mente.
De pronto hubo un ruido en el follaje del árbol que estaba rodeando y una criatura llena de brazos y piernas me atacó soltando un ruido parecido a una risa. Cayó encima de mi cabeza, me arrancó varios pelos al estirarlos y desapareció debajo de mi cabello, rodeándome el cuello, gimiendo. Era un mono gawalt.
Apareció entonces una cara entre las hojas de los árboles y Laygra soltó una exclamación de indignación.
—¡Syu! Shaedra, perdónalo, está muy perturbado por lo que pasó. No le hagas daño. Y tú tampoco le hagas daño, Syu, suéltala.
Se dejó caer ágilmente del árbol. Tenía unas pintas de salvaje, con el pelo revuelto y varios zarpazos en la cara. Agrandé los ojos aterrada.
—¡Laygra! Esto… ¿Qué te ha pasado en la cara?
—Oh, no es nada, esto se va en un día con la pomada que me dio Nuhey. Syu se ha puesto nervioso cuando he querido bañarlo.
«Es una mona traidora», decía Syu, sin separarse de mi cuello. «No necesito su asquerosa agua que ahoga.»
Gruñía mentalmente mientras gemía y respiraba precipitadamente. Mi cuello empezaba a sudar bajo la calurosa piel del mono. Sonreí a medias, divertida, recordando que había tenido a veces las mismas reacciones cuando Wigy insistía para que me bañara.
—Pues parece que no le gusta el baño —dije.
—En cambio, tú pareces caerle bien —comentó Laygra con el ceño fruncido.
«Se equivoca, tú no me caes bien», me dijo el mono gawalt con tono orgulloso. «Sois todos iguales. ¡Ahogadores!»
Intenté quitármelo de encima delicadamente, pero me mordió el dedo y salió disparado hacia las ramas más altas del árbol soltando gritos de indignación.
—¡Syu! —exclamó Laygra con una expresión de decepción en el rostro.
El mono, invisible desde donde estábamos, contestó con un gruñido testarudo. Laygra suspiró, resignada.
—¿Qué tal has dormido? —me preguntó.
—De un solo trecho —contesté, sentándome en una raíz—. He soñado con un burro y me he despertado rodeada de dos gemelas de lo más peculiares. Laygra, ¿qué significa eso de la prueba de entrada?
—Ya te dije ayer que Murri y yo tuvimos que pasar una prueba. No es nada del otro mundo. Podrás pasarla sin ningún problema. Murri ha ido esta mañana a preguntar cuándo son las próximas sesiones de pruebas.
—No —repliqué, rotundamente—. No voy a pasar ninguna prueba, Laygra, ¿entiendes? No me voy a quedar en Dathrun. Tengo que encontrar a los demás. Deria me necesita.
Laygra se quedó mirándome con la boca abierta.
—¡Pero no sabes dónde están! El maestro Helith decía que ignoraba adónde los había mandado.
—No le creo —dije simplemente.
Mi hermana agrandó los ojos.
—¿Por qué estaría mintiendo?
—No me fío de él. Me estuvo espiando desde que cogí aquel maldito collar.
—¿Collar? ¿Qué collar? —Parecía confundida. ¿Así que el maestro Helith no les había contado nada sobre el Amuleto de la Muerte?
Le conté entonces todo lo que sabía sobre el amuleto que había estado llevando durante años y terminé diciendo:
—La primera que vez que me lo puse, estoy casi segura de que el rostro que vi era el suyo.
Alcé la cabeza y vi que Laygra había palidecido inquietantemente. Entonces pensé que quizá tener ese tipo de visiones no era precisamente una cosa que pasase con frecuencia.
—¿Estás segura? —preguntó al de un rato de silencio.
—Pues… se parecen mucho —contesté—. De todas maneras eso no es el problema. El problema está en que no sabemos dónde están mis amigos. Pienso irme cuanto antes sea posible. Quizá las desviaciones hayan sido débiles y ellos estén todavía cerca de Tenap.
Laygra se levantó de un bote.
—No puedes salir de aquí tan rápidamente. Por lo que me ha contado él mismo, Murri se pasó años buscándote hasta aprender por casualidad en nuestro mismo pueblo que estabas en Ató. Nos encontramos con Márevor Helith, nos prometió ayudarnos y enseñarnos a defendernos y cuando desapareciste de Ató el maestro Helith nos prometió que te encontraría, y al fin te encontramos ayer, volvimos a estar juntos por fin, ¿y quieres irte así sin apenas intentar conocernos? Creí que me considerabas como a una hermana. Entiendo que quieras volver a ver a tus amigos pero… sólo tienes trece años y no permitiré que te separes de mí otra vez.
Me quedé sin habla. Sus palabras me habían parecido como puñaladas hirientes y entrañables a la vez. Llevada por un impulso, le di un fuerte abrazo al que ella respondió bajando la cabeza y dándome un beso sobre la cabeza.
—No me iré si tú no quieres que me vaya, hermana —le dije, apartándome—. Lo que pasa es que me preocupo por los demás. Akín y Aleria son mis amigos desde que éramos pequeños. A Dol lo conozco desde hace más de un año, es raro, pero por nada del mundo desearía que le hubiese pasado algo. Aryes es amigo mío y Deria no tiene a nadie más que yo y la quiero como a una hermana pequeña aunque no la conozca desde hace mucho. —Me mordí el labio pensativa—. Siempre podemos ir juntos a buscarlos —sugerí con un tono inocente.
Laygra me miró con los ojos entornados.
—¿Juntos? Pero si no sabemos dónde están, Shaedra, y no creo que el maestro Helith nos haya mentido en eso. Es curioso, pero pese a que sea un nakrús, confío en él más que en la mayoría de personas de Dathrun. Te prometeré algo, Shaedra. Si descubrimos el paradero de uno de tus amigos, iremos juntas en su búsqueda. Y Murri irá con nosotras, por supuesto.
Nos miramos un instante en silencio. Yo con asombro y ella con determinación.
—Empezaré por presionar al maestro Helith con preguntas —dije, meditativa.
«¿Uvas?», preguntó de pronto el mono gawalt, apareciendo en una rama, dejándose sujetar por su cola. Era un mono pequeño, de pelaje pardo y claro y ojos estirados y grandes.
Laygra, con una mueca divertida, sacó unas uvas verdes de una bolsa que guardaba en la cintura. Syu se dejó caer al suelo e hizo varias cabriolas alegres antes de que Laygra le tirase la primera uva, que el mono pilló al vuelo con una mano rápida.
—¡Es rápido! —comenté.
«Tú eres más lenta», añadió Syu mientras iba engullendo las uvas que le daba Laygra.
—Eso no es cierto —repliqué—, yo también soy rápida.
Laygra se sobresaltó y me miró con sorpresa.
—¿Tú también puedes oír sus pensamientos?
—Pues… sí —contesté sorprendida—. En algún libro leí que los monos gawalts eran más habladores con los saijits que los demás monos. No recuerdo en qué libro, por cierto.
—Pero no todos pueden oír lo que dice Syu. Yo sí puedo, y el doctor Bazundir también. Al parecer se necesita tener mucha práctica en diálogo mental para poder oír los pensamientos de los que no son saijits o criaturas de mentes similares…
Soltó un grito cuando Syu, al haber acabado las uvas, saltó hacia ella y luego hacia mí, diciendo:
«Vosotros sois lentos, yo soy rápido. Más rápido que tú», me dijo, mirándome a los ojos y moviendo la cabeza orgullosamente.
—Hagamos una carrera —le propuse.
—Uy, Shaedra, no te recomiendo que hagas eso…
—Tengo curiosidad por ver hasta qué punto es orgulloso el mono este —dije, entretenida por la próxima carrera.
«¿Hacia dónde?», preguntó Syu.
—A la cima de este árbol, pero espera, saldremos al mismo tiempo.
«Syu no es tonto», replicó. «Ya sé jugar.»
—Perfecto. —Me quité las botas y nos pusimos en posición—. A la de tres. Uno… dos… ¡tres!
Salimos disparados. Sin ayudarme de las ramas, iba hincando mis garras en el árbol sin apenas dejar marcas. En un momento, me impulsé con el pie en una rama y seguí subiendo a toda velocidad.
«¡He ganado, he ganado! Soy más rápido que tú», decía el mono, mientras yo seguía subiendo y ponía los ojos en blanco.
—Muy bien —resoplé, con la respiración entrecortada, cuando llegué a la cima—. Tú ganas. Eres más rápido.
«Eres más rápida que la Ahogadora. Buena carrera», dijo Syu, y volvió a bajar ágilmente. Me quedé un momento arriba, contemplando la enfermería desde un punto de vista que ninguno en la enfermería habría tenido jamás y cuando me hube repuesto un poco, volví a bajar con tranquilidad.
Laygra me esperaba abajo, con las manos cruzadas en el pecho.
—Syu ha ganado —anuncié.
—Me lo suponía —gruñó mi hermana, fulminándome con la mirada.
—¿Qué te pasa? —pregunté, sorprendida.
—¿Que qué me pasa? ¡Que eso que has hecho ha sido muy peligroso! Es un árbol grande, si te caes puedes…
—En mi vida me he caído de un árbol —le interrumpí y luego hice una mueca—. Bueno sí, alguna vez, pero nunca me hice daño porque siempre caía al río.
—Mm —dijo, y su sonrisa se fue ensanchando mientras añadía—: ¿Sabes, Shaedra? Sigues siendo la misma de antes. La misma que iba saltando imprudentemente sobre el techo del almacén y que jugaba haciendo el mono en las alturas. Hasta recuerdo que ibas tirando escamas de pescado a las gallinas…
Se echó a reír y le dediqué una sonrisa vacilante.
—Bueno, no me parece tan extraño. Además, a Syu le ha gustado la carrera, ¿verdad, Syu?
Lo busqué con la mirada y no lo encontré, hasta que el mono gawalt cayó pesadamente y sin aviso sobre mi hombro izquierdo.
«Buena para ser con una dos patas», asintió Syu. «Pero mala si fueses gawalt.»
—Oh —solté al torcer el cuello para mirarlo—. ¿Quién te ha dicho que te podías poner encima de mi hombro?
Syu se encogió de hombros como un saijit y me dedicó una gran sonrisa de mono soltando una serie de ruidos que dejaban claramente entender que le importaba muy poco lo que yo pudiese pensar.
—Jamás había conocido a un mono tan arrogante —le comenté más tarde a Laygra cuando salimos de la enfermería, varias horas más tarde.
—Murri habrá salido de clase —dijo mi hermana—. Vayamos a comer con él.
En los días siguientes estuve vagando por la academia, perdiéndome en ella y admirando las salas que encontraba. De día, todos tenían que ir a clase y como yo aún no había pasado la prueba, pues no podía asistir a ninguna. Había llegado a Dathrun un Lubas, con lo que normalmente sólo tendría que haber esperado un día para poder volver a hablar con el maestro Helith. Sin embargo, cuando al fin encontré su despacho, estaba cerrado y contrariamente a los despachos de otros profesores no estaban estampado junto a la puerta los horarios en los que el maestro Helith estaría en su despacho. Menudo desastre de profesor, pensé después de haber llamado tres veces a la puerta. Márevor Helith había dicho que sólo daba clases los Lubas y los Ventiscas, y que en los demás días no estaba nunca en el despacho. Perfecto. Me salvaba la vida y se desentendía de mí como de un caracol salvado y olvidado poco después.
A la noche, me volvía a encontrar con Steyra y las gemelas y las discusiones entre estas dos acabaron por hartarme en poco tiempo. ¿Cómo podía la enana soportarlas tan plácidamente? Steyra era una persona tranquila con un rostro redondo y rosáceo del que emanaba ternura y dulzura. Zoria y Zalén eran unas moscas zumbonas a las que les encantaba el teatro y que adoptaban todo tipo de papeles, aunque, eso sí, siempre, en algún momento, encontraban algún motivo para discutir e insultarse risiblemente. Un día, Zoria y Zalén discutían porque ninguna de las dos quería contar una historia para dormir, ambas queriendo dormir antes que la otra, de manera que para hacerlas callar les propuse contarles algún cuento. Aceptaron, sorprendidas por mi intromisión, y les gustó tanto mi historia que a partir de ahí me pedían que les contara algo todas las noches, cosa que yo hacía encantada. Steyra hasta me lo agradeció diciendo que se alegraba de que Zoria y Zalén dejasen de discutir a la noche:
—Yo ya intenté contarles alguna historia —me confesó la enana—. Pero yo soy muy mala para esas cosas y Zoria y Zalén empezaban a cuestionar la lógica de mi cuento, a comentarlo diciendo que tal cosa era imposible y me volvían loca.
La mayoría de las historias las sacaba de las que Sain me había enseñado, aunque algunas veces me las inventaba y en una ocasión saqué un cuento sobre un hombre que se había convertido en un lich y que odiaba los esqueletos, y conté que el lich, enamorado de las setas, iba buscando por todo el mundo una seta violeta que le diera otra vez la mortalidad y la vida de un saijit. El cuento terminaba bien, por supuesto, el lich se convertía en un príncipe ternian muy hermoso que hizo el bien mientras vivió. Fue uno de los pocos cuentos en los que las gemelas tuvieron que discutir acerca de por qué el príncipe era un ternian y no un humano o un bello elfo, diciendo que ningún ternian podía ser hermoso, aunque fuese príncipe. Aquella noche, les dejé discutir y me fui a la cama gruñendo que un ternian no era un reptil aunque tuviese sangre de dragón. Francamente, la primera impresión que tuve de Zoria y Zalén fue que vivían en otro mundo.
Pocos días después de mi llegada, la noticia de que un grupo de nadros rojos había atacado a varios viajeros cerca de Tenap dio la vuelta por toda la academia, y cada vez que oía a alguien hablar del tema me alejaba cuanto podía, pero tendía la oreja, esperando oír noticias tranquilizadoras, pero tan sólo aprendí que finalmente una veintena de mercenarios había conseguido matar a unos cuantos nadros rojos y ahuyentar al resto, conduciéndolos lejos de las regiones habitadas.
Cuantos más días pasaban, más me convencía de que no volvería a ver jamás a Aleria y a Akín. ¿Cómo podría volver a verlos si yo no sabía dónde estaban y ellos ignoraban dónde estaba yo? De acuerdo, el maestro Helith nos había salvado la vida. Agradecía el detalle, pero no toleraba las consecuencias de una separación así. ¿Por qué no enviarnos todos a Dathrun? Habríamos estado todos juntos y habríamos podido pedir ayuda para buscar a la madre de Aleria y para obtener más información sobre la Hija del Viento… Rumiaba estos pensamientos amargos durante mis horas solitarias, y acabé enojándome de que Murri y Laygra pasasen tan poco tiempo conmigo aun cuando decían ellos mismos que pronto nos veríamos más porque dentro de pocos días empezaban las vacaciones. Pero para mí las vacaciones sólo significaban que Márevor Helith no pisaría la academia hasta después de un buen rato.
El Lubas siguiente, me tocaba ir a pasar la prueba de entrada en la academia. Murri y Laygra no pararon de animarme durante el día anterior y Steyra y las gemelas me desearon buena suerte después del desayuno. Todos parecían estar más nerviosos que yo. En mi caso, ignoraba lo que deseaba más, pasar la prueba para tranquilizar a mis hermanos o fallarla para tener un pretexto para irme de Dathrun. En mi vida habría imaginado encontrarme con mis hermanos en una situación tan molesta. No quería obligar a Murri y a Laygra a dejar Dathrun por mis amigos, ni tampoco quería dejarlos yo atrás. Era problemático y me di cuenta, al dirigirme hacia el anfiteatro de Pruebas, que nunca había estado tan agitada y nerviosa por un problema que no tenía remedio.
Sobre la ropa de Srakhi y las botas de Lénisu, llevaba la túnica gris de los aspirantes a entrar en la academia como estudiantes. Cuando llegué a la antesala del anfiteatro, ya había ahí dos personas, la una lejos de la otra y rehuyéndose de la mirada, sumidas en el nerviosismo habitual.
En aquel momento recordé un consejo que me había dado Murri la víspera: “No te olvides de comportarte humildemente pero mostrando que sabes de lo que hablas. Los profesores tienden a aceptarte cuando les haces pensar en la mayoría de estudiantes que conocen.” Y había añadido que ocurría a veces que unos jóvenes muy listos eran rechazados por ser demasiado imprudentes. Ignoraba lo que me iban a preguntar, pero desde luego, no pensaba sacarles cien mil títulos de libros, como haría Aleria, ni pensaba tampoco que iba a lucirme en nada. Después de todo, Dathrun era una de las más prestigiosas escuelas de la Tierra Baya.
—Buenos días —dije.
La humana carraspeó y el elfo saludó con un leve movimiento de cabeza. No parecían muy habladores así que me acerqué a una ventana y me subí al bordillo para esperar. Por la ventana, se podía ver una complicada red de escaleras exteriores bordeadas de arbustos que unían torres entre ellas. Por una de las escaleras, iba subiendo precipitadamente un elfo oscuro de unos quince años que parecía llegar tarde a clase. Cuando pasó el elfo, surgieron dos niñas rubias de un arbusto. Resoplé. ¡Eran Zoria y Zalén! ¿Qué hacían detrás de un arbusto? Las observé que bajaban la escalera prudentemente, mirando hacia sus alrededores, como si quisiesen pasar desapercibidas. Curioso.
Un ruido de botas me hizo girarme hacia el interior de la antesala. En el marco de la puerta apareció un gnomo adulto aunque joven que nos saludó alegremente mientras pasaba adentro.
—Buen día, muchachos. ¿Listos para la prueba?
Al principio creímos que era un profesor, pero resultó ser el cuarto candidato para entrar en la academia.
—Vengo de más allá de los Reinos de la Noche —nos contó—. Pasé mi infancia junto a las Cataratas Eternas. Un lugar precioso. ¿Alguna vez las habéis visto?
—Pues claro —contestó el elfo—. Yo vengo de Mythrindash. Y visité las Cataratas de pequeño. Guardo un recuerdo muy nítido de ese lugar.
—Dicen que las aguas de esas cataratas están encantadas —terció la humana con una vocecita.
—Y lo están —aseguró el gnomo—. La gente viene de toda la Tierra Baya a rellenar sus barriles de agua porque piensan que está bendita. Eso ya es cuestión de fe. Las Cataratas son un muro de roca cubierta de agua y nadie sabe de dónde sale el agua.
—Yo leí una vez que había un depósito de agua abajo y que funcionaba como una fuente —intervine—. Supongo que ahora, con el Ciclo del Pantano que se nos viene encima, se rellenará para años y años.
El gnomo me miró con una mueca divertida.
—Si te interesa cómo funcionan las Cataratas, puedes leerte Explicaciones científicas de lugares famosos encantados, ahí te lo explican todo. Está en la biblioteca, lo he comprobado. En cuanto al Ciclo del Pantano, yo no estaría tan seguro de que sea lo que nos espera estos años. A veces tarda hasta un año en estabilizarse el Ciclo. Personalmente, yo apostaría por un Ciclo de la Bondad.
Y entonces se puso a explicar por qué pensaba que tendríamos un Ciclo de la Bondad, hablando de no sé qué sabio que había predicho hasta entonces todos los Ciclos con exactitud. Desde luego no podía estar refiriéndose al Dailorilh de Ató, que siempre metía la pata.
El elfo, sumido en sus pensamientos, movía las manos frenéticamente, deshaciendo y rehaciendo un botón de su manga. La humana parecía escuchar al gnomo muy atentamente, con lo ojos abiertos, pero más bien creo que trataba de no pensar en lo que le esperaba. Al lado de ellos, el gnomo destacaba por su serenidad y trataba de rellenar el silencio.
Cuando oí unos pasos en las escaleras, me bajé del borde de la ventana e inspiré hondo. Asomó la nariz el caito más delgado que había visto en mi vida.
—Buenos días, ¿estáis todos presentes? —preguntó retóricamente, repasando su lista—. Mm, perfecto. El consejo ya está instalado, os iré llamando por vuestro nombre… Neyl Dosin.
—Allá voy —dijo el gnomo—. Buena suerte a todos.
—Igualmente —contesté con una media sonrisa, mientras el caito delgadísimo abría la puerta y dejaba pasar a Neyl.
El caito desapareció detrás de él, cerrando la puerta y nos quedamos tres. Di la vuelta a la antesala, contemplando uno a uno los cuadros de la pared. En uno se dibujaba una batalla, en otro el triste destino del rey Djaiel el Valiente. Vi un cuadro donde se pintaban a unos marineros pescando un enorme pez y me quedé mirándolo, embelesada.
Al cabo, se volvió a abrir la puerta y llamaron a Lhyi Terdingal. El elfo, aun más pálido que antes, se besó el puño que llevó hasta el pecho y, tras esta muda plegaria, entró en el anfiteatro.
Aburrida de los cuadros, me volví a sentar en el bordecillo de la ventana y me divertí mirando a la gente que pasaba por las escaleras, preguntándome otra vez por qué las gemelas se habían escondido detrás de un arbusto como ladronas. Estaba claro que eran muy extrañas. Quizá estuviesen solamente actuando, desempeñando el papel de unas aventureras en medio de un bosque de orcos, ¿quién sabe?
No sé en qué me puse a pensar, el caso es que cuando volvió a aparecer el caito, solté un gruñido asustado.
—Shaedra Úcrinalm —dijo el caito mirándome con extrañeza.
Me dejé caer sobre el suelo con presteza.
—Soy yo.
Le seguí al interior echando una última mirada a la humana, que me observaba con los ojos agrandados por el nerviosismo. Parecía estar a punto de sufrir un ataque de nervios.
El anfiteatro era grande, con varios cientos de asientos de madera. En el fondo, abajo, estaba sentado el consejo en una enorme mesa y detrás había una cristalera que daba a una terraza y al mar.
—Por aquí —me guió el caito, señalándome las escaleras, impaciente.
Al bajar las escaleras aproveché para examinar a los profesores del consejo. Eran cinco. La del medio era una elfocana y destacaba por su altura y su palidez y tenía una túnica roja. Al lado, había un sibilio de pelo y ojos azules con la habitual piel grisácea. A su izquierda había una elfa oscura y del otro lado estaba un elfo oscuro de aspecto diferente de los que yo conocía. Y a su derecha, había un ternian de pelo muy blanco y ojos muy rasgados que me observaban tranquilamente. Llegué abajo y me coloqué delante del consejo con cierta aprensión.
—Hola —les dije.
Me dieron todos los buenos días con afabilidad, con lo cual me tranquilicé considerablemente. La elfocana carraspeó.
—Shaedra Úcrinalm Háreldin es tu nombre entero, ¿verdad?
—Así es.
—Me suena ese apellido. Si mal no recuerdo ya tenemos a dos estudiantes con ese apellido en nuestra academia, ¿no es así?
—Efectivamente —contestó el sibilio con jovialidad—. Los tengo a ambos como alumnos. Unos jóvenes encantadores.
—Ah, sí —dijo la elfa oscura observándome con tranquilidad—. Son los protegidos de Márevor Helith.
Su expresión me dio un escalofrío. Así que estos profesores sabían perfectamente que mis hermanos y yo no proveníamos de ninguna familia rica al pie de las montañas de las Hordas. No estaba de menos saberlo.
—Bien —dijo la elfocana, volviendo a mirarme—. ¿Por qué razones deseas estudiar en la academia de Dathrun?
No contesté de inmediato porque no esperaba ni remotamente esa pregunta. ¿Por qué razones quería entrar en Dathrun? ¿Para quedarme con mis hermanos? Eso no era la razón que querrían oír. Además, no era yo quien había pedido la entrada en la academia. Era Murri quien se había encargado de todo eso…
—Yo… —contesté, azorada—. Bueno… ¿Hace falta una razón para querer entrar en la más prestigiosa de las academias de la Tierra Baya? —dije con una ancha sonrisa—. Quiero estudiar aquí con el deseo de aprender.
—¿Tienes alguna rama en la que desearías especializarte? —preguntó la elfocana.
No entendía por qué Murri había insistido en que me metiese a faunista. El faunismo y los animales nunca habían sido mi especialidad. Suspiré para mis adentros.
—Quisiera ser faunista —contesté en voz alta.
La elfocana asintió con la cabeza.
—Vamos a hacerte unas cuantas preguntas y si contestas correctamente te daremos la túnica verde de los faunistas para una duración de un mes al cabo del cual pasarías unos exámenes, como todos los estudiantes. ¿He sido clara?
—Perfectamente —asentí.
—Pues toma asiento. La profesora Drashia te hará la primera pregunta. ¿Hayma?
Me senté en uno de los asientos de primera fila, ante el púlpito, y alcé la vista hacia la elfa oscura.
—Una pregunta fácil. ¿Qué son las energías dársicas?
La miré con cara sorprendida y empecé a explicarle tranquilamente que existían tres energías dársicas. Me daba la impresión de estar dando una lección a Deria, con la única diferencia de que Hayma Drashia no me miraba con el interés animado de Deria. Sin asentir a nada de lo que le decía, encadenó con otra pregunta:
—Dame una definición de cada energía asdrónica.
Se las di sin vacilar, asombrada de lo fácil que estaba resultando la prueba por el momento.
—Exacto —me dijo entonces, cuando acabé explicando la energía órica—. Última pregunta, ¿cuál es la particularidad del arte de invocación?
—¿La particularidad? —repetí—. Bueno… la invocación… ¿qué quiere decir con su particularidad? La invocación tiene muchas particularidades. —Hayma enarcó una ceja sin contestar—. Bueno… Alguien me dijo un día que la invocación es una de las artes más difíciles.
Intenté recordar con rapidez lo que me había enseñado Suminaria de la invocación e me rememoré los ejercicios que me había enseñado a practicar.
—Requiere un gran control de las energías —continué, fingiendo tranquilidad— y no utiliza directamente el jaipú ni el morjás, aunque luego inevitablemente tiene que mezclarse con estas energías. El tiempo que dura la invocación depende de cómo se ha creado el nudo de la red de invocación. Para que dure más, la red tiene que ser flexible y el nudo fuerte. Si se añade morjás o jaipú en la invocación, se desequilibra todo y la invocación dura mucho menos porque…
—Es suficiente —interrumpió Hayma—. Gracias. ¿Zeerath?
El sibilio, que en todo ese tiempo había estado consultando un libro, alzó los ojos hacia la elfa oscura y sonrió amigablemente.
—Gracias, Hayma. Te haré tres preguntas yo también. —Al hablar, me contemplaba fijamente con sus ojos azules—. Mis especialidades son la química y las hierbas medicinales. ¿Lista?
Asentí. Jamás me había sonreído y mirado un sibilio tan directamente y tener que contemplar fijamente su rostro gris y sus grandes ojos azules resultó una experiencia novedosa para mí.
—Bien. Dame cinco ejemplos de plantas o flores que puedan provocar vómitos y detengan la digestión.
Al oír su pregunta, enseguida me pareció que su sonrisa no era tan amable como lo era un momento antes. Pasaron unos segundos en silencio mientras pensaba frenéticamente. Se suponía que yo era la mejor preparada para esta pregunta de toda la clase de Ató, si se exceptuaba a Kajert. Siempre había sabido impresionar a Aleria con mi saber sobre las plantas. ¿Por qué entonces tenía la impresión de haber olvidado todo lo que había aprendido?
—Que provoquen vómitos y detengan la digestión —repetí—. Estoy segura de que puedo contestarle, señor Zeerath. Conozco muchas plantas, y hay una que la tengo delante de los ojos, y sólo tengo que recordar el nombre y…
—No hace falta contarnos tus pensamientos —intervino la elfocana.
—Oh, perdón. Espera, ¡ya la tengo! —me exclamé, muy contenta, levantándome de un bote—. La kasvarria provoca vómitos y se les da a la gente que ha comido algo intoxicado o venenoso.
—La kasvarria —asintió Zeerath—. Eso es un nombre poco usado por aquí. Se habla más de la flor de Ladnis. ¿Alguna otra?
—Sí —dije, teniendo la impresión de recibir flujos violentos llenos de nombres de flores con su lista de propiedades—. El desenvón y el azjorbo. Son más instantáneos que la kasvarria pero también más peligrosos.
—Cierto. Te faltan dos ejemplos.
Me mordí el labio, intentando pensar. Mi mirada se perdió en el mar que se veía detrás de la cristalera. ¿A qué esperaba el profesor Zeerath para decirme que había fallado y que no era admitida en la academia? Lo peor es que me venían muchísimos nombres de plantas que por desgracia no provocaban ningún tipo de vómitos…
—Sólo te hace falta decir paso y pasar a la siguiente pregunta —dijo entonces Zeerath.
—Claro… er… —suspiré, resignada y asintiendo, sintiendo el pánico invadirme—. No me viene ninguna… —de pronto me sobresalté, ¡Jirio!—. ¿Las algas cenetriformes? —dije con un tono vacilante.
Vi al ternian y a la elfocana enarcar unas cejas sorprendidas.
—Correcto —contestó el sibilio—. Poca gente conoce las algas cenetriformes. ¿Alguna vez has visto alguna?
—No.
Por nada del mundo le diría que la primera vez que había oído el nombre de esas algas era por Jirio al hablar de arañas gigantes y recetas de cocina.
—Me lo imaginaba. Suelen esconderse en lagos muy embarrados y en algunas ensenadas muy poco accesibles. Son muy caras y poseen unas cuantas propiedades muy particulares… Hum —carraspeó, mirando de reojo a los demás profesores—. ¿Tienes algún otro ejemplo?
Resoplé de alivio al saber que había dicho cuatro ejemplos de cinco y que sólo me faltaba uno. Sin embargo no me venía ningún otro. Entonces, entorné los ojos.
—Bueno… —empecé, rezando para que no fuese acogida con mala uva mi última respuesta—, supongo que si te bebes un vaso de cekartrosia vomitas enseguida. Te mueres al de unos minutos así que la digestión se detiene. ¿Verdad? —pregunté con un tono preocupado.
Zeerath empezó a sonreír y de pronto soltó una carcajada breve pero sincera.
—Verdad —aprobó entonces. El alivio me invadió y sonreí levemente, volviéndome a sentar—. Pero no es aconsejable probarlo —negué con la cabeza resoplando—. Bien, segunda pregunta. Tengo una probeta graduada con cincuenta mililitros de agua. Echo diez miligramos de yerocinina pura y la solución empieza a volverse rojiza. ¿Qué reacción tengo?
Agrandé los ojos, impresionada por la pregunta. Pensé un poco. El maestro Áynorin nunca nos había dejado hacer prácticas de química, se conoce que no le gustaban las reacciones químicas. El maestro Yinur sí que nos había enseñado a hacer alguna cosilla de química, pero generalmente los que se interesaban por la química se iban al gremio de los alquimistas y no iban a la Pagoda Azul. Con lo que estaba bastante desarmada en todo lo que se refería a la química, de ahí que en mi vida hubiese oído hablar de yerocinina.
—¿Una reacción cromática? —contesté tontamente—. No, espere, no he dicho nada. ¿Yerocinina con agua, eh? —Callé un momento—. Pues no tengo ni idea, profesor.
Zeerath se encogió de hombros.
—No importa. Tercera pregunta: ¿qué propiedades tiene la flor del olmo temblón?
Me quedé sin habla durante unos segundos. Junté las manos, fruncí el ceño y, sin querer, interiormente, me hizo gracia mi situación. ¿Quién habría imaginado, unos días antes, que estaría de pronto frente a unos profesores pasando un examen que no quería pasar? Suspiré y una leve sonrisa se dibujó en mi rostro sin que me diese cuenta.
—El olmo temblón —pronuncié—. Las flores son blancas y no son venenosas —dije, recordando que una vez Galgarrios se había comido tres por perder en una apuesta, a menos que fuesen de otro tipo de olmo… sacudí la cabeza—. Dan frutos. Y ya está.
Zeerath me sonrió de tal modo que me dio la impresión de que se estaba burlando de mí.
—Muchas gracias. He terminado.
La elfocana carraspeó y se giró hacia el elfo oscuro a su derecha.
—¿Profesor Erkaloth?
El elfo oscuro tenía un rostro escalofriante y seco que me recordó algunas pinturas que había en la biblioteca de la Pagoda Azul y… sí, quizá a las pinturas de drows. ¿Sería acaso algún drow? En cualquier caso, tenía toda la pinta de serlo y no dejaba augurar nada bueno.
El profesor Erkaloth juntó las manos y, sin mirarme, pronunció:
—Escucha con atención porque sólo te pediré una cosa. —Enarqué una ceja y le escuché atentamente—. ¿Cómo te las arreglarías para invocar un cuchillo? Explícame las etapas que seguirías.
Au, pensé como dolorida, deseando que Aleria o Suminaria estuviesen junto a mí para ayudarme. ¿Cómo se empezaba una invocación? Inspiré hondo y pensé con detenimiento un buen rato.
—Primero —dije al fin, la mirada fija en el mar y en el hilo brillante de una telaraña que se encontraba en la terraza—, hay que convencerse de que uno es capaz de invocar el cuchillo —hice una mueca al oír en qué consistía mi primera etapa de invocación y luego continué—. En segundo lugar, hay que utilizar la energía aríkbeta y combinarla a las que necesitemos, en este caso… si se desea sólo crear un cuchillo visible, se pueden utilizar las armonías y crear una ilusión. Si realmente se quiere invocar un cuchillo sólido… er… quizá se necesite algo más —pensé con rapidez, rememorándome todas las etapas que el maestro Áynorin nos había hecho seguir más de una vez—. Sí, se necesita morjás, sino el cuchillo se desintegraría. Es probable que se necesite energía esenciática, a menos que se necesite energía brúlica —carraspeé, algo confusa. El profesor Erkaloth, sin haberme dedicado aún una mirada siquiera, parecía profundamente aburrido y mientras le estaba explicando torpemente mis teorías, sentí mi impaciencia crecer rápidamente. ¡Si tan sólo pudiese rememorarme correctamente las etapas de la invocación! Cerré los ojos un momento, con la intención de fingir una invocación para impulsar un poco mis recuerdos… el resultado fue totalmente diferente del que yo esperaba.
Oí de pronto unos murmullos delante de mí y abrí los ojos, aturdida, justo cuando un cuchillo deforme venía a hincarse junto a mis pies, cayendo verticalmente. Cuando tocó el suelo, comenzó a disgregarse. Me quedé mirándolo boquiabierta mientras algunos profesores parecían haberse levantado. Al de unos segundos, el cuchillo desapareció. Alcé los ojos y vi que los cinco profesores se habían vuelto a sentar y hablaban entre ellos. Me sentía muy pálida y aún no me había recuperado del susto cuando el maestro Erkaloth dijo:
—Bonita actuación. No tengo más preguntas —lo miré con estupefacción, había estado a punto de matarme a mí misma ¿y no tenía preguntas?, ¡por todos los dioses!—. Profesor Tawb —añadió—, si eres tan amable de continuar.
La elfocana echó una mirada a su izquierda y Zeerath y Hayma detuvieron su charla y se concentraron en lo que pasó a continuación.
El ternian inclinó la cabeza hacia sus compañeros y se giró hacia mí. Intentando tranquilizar los latidos de mi corazón y despegar mis ojos del lugar donde había desaparecido mi cuchillo, escuché la siguiente pregunta.
—Joven Shaedra, ¿quién fue el inventor del papel de botrillo que ahora utilizamos la mayor parte del tiempo y cuándo lo inventó?
—Fue Nart Ejorelt —contesté de inmediato, recordando que Nart, el kal que había sido amigo mío en Ató, solía hacer bromas muy malas sobre su tocayo—. Y lo inventó el siglo pasado en… cinco mil quinientos cincuenta y… no, sesenta y… ¿sesenta y dos?
—Sesenta y cinco —me corrigió el ternian con bondad.
Me mordí el labio. Vaya.
—¿Cuántos son 135 por 7?
Desde luego no me esperaba un cálculo y en ese momento pensé en Galgarrios y sus problemas calculatorios. Medité un rato: treinta y cinco, veintiuno, doscientos cuarenta y cinco…
—Novecientos cuarenta y cinco —contesté serenamente.
—Correcto. ¿Qué tipo de ciclo había en cinco mil cuatrocientos noventa?
Reflexioné unos instantes. 5490. Esta fecha me sonaba muchísimo…
—En esas fechas ocurrió la Gran Guerra del Hielo —murmuré—. Y el ciclo del Hielo de esas fechas duró mucho y entró en la historia de los ciclos más largos.
El profesor Tawb asintió.
—La Gran Guerra del Hielo tuvo lugar entre las ciudades de Ajensoldra y fue una época de un frío abominable. Última pregunta. ¿En qué partes se divide el jaipú?
Me remontó el ánimo acabar con una pregunta tan fácil.
—El jaipú está estructurado alrededor del Tágaro en el que se encuentra el corazón y el ensamblador energético. Es una energía interna, pero no es realmente material y se le puede dar cualquier forma mientras lo consienta.
—¿Mientras lo consienta? —repitió el profesor Tawb—, ¿qué quieres decir con eso?
Me imaginé en ese instante que Aleria y Akín llegaban bajando a todo correr los peldaños para protestar, diciéndome que el jaipú no tenía ninguna inteligencia independiente y sentí un nudo en la garganta al pensar que estaban seguramente a decenas de leguas de Dathrun. Pestañeé.
—Bueno, quiero decir que… esto… que al jaipú no se le puede pedir cualquier cosa, y que siempre hay límites, er… ¿se entiende lo que estoy explicando?
La pregunta me salió sola, sin previo aviso, antes de que la pudiese detener. Sólo después pensé que quizá un candidato debía comportarse un poco más formalmente. El profesor Tawb me contestó sinceramente:
—A medias. Pero no importa, sigue con las partes del jaipú.
Cuando hube acabado de contestarle, el ternian asintió y dijo que no tenía más preguntas. La elfocana, recogiendo unos papeles y echándoles un vistazo, retomó su tono ceremonioso al pronunciar:
—Shaedra Úcrinalm Háreldin, has recibido el consentimiento del grupo del consejo para entrar en nuestra academia por un precio de dos mil doscientos quince kétalos. Dirígete a la secretaría para la inscripción definitiva y bienvenida —añadió, guardando sus papeles.
Me quedé paralizada por la estupefacción. ¿Dos mil doscientos quince kétalos? Pero ¿qué era esto? ¿Un atraco? Laygra y Murri me habían avisado que las matrículas en Dathrun eran caras, pero esto… ¡Demonios! ¿De dónde podía sacar tanto dinero el maestro Helith? Aunque, sin duda, si pedían tanto era que Márevor Helith podría pagar esa cantidad y la pagaría.
Se suponía que ya había acabado la prueba, así que me levanté lentamente de mi asiento, les saludé a la manera de Ató y me fui con un:
—Que tengan un buen día.
Volví a subir las escaleras, el caito delgado me hizo pasar por otra puerta que cerró detrás de mí con lo que me quedé sola en el exterior del edificio, arriba de unas escaleras que bajaban y se reunían con más escaleras y edificios. Una brisa ligera me azotó el cabello y me devolvió a la realidad.
Espiré largamente y sonreí, feliz. ¡Lo había conseguido! ¿Acaso el maestro Áynorin habría pensado alguna vez que un alumno suyo sería capaz de tener el nivel de Dathrun? ¡Hoho! Bajé las escaleras canturreando una canción y haciendo piruetas y cabriolas como una niña.
Después de inscribirme, todo fue muy rápido. Laygra me proporcionó dos túnicas verdes de faunista, Murri me dio los horarios que se suponía tenía que seguir y hacia las seis de la tarde ya era una verdadera estudiante de Dathrun. Por un lado me alegraba ver que mis hermanos estaban contentos y que la enorme cantidad de dinero no les había escandalizado, aunque por otro lado, mi entrada en Dathrun significaba que me comprometía a quedarme, y eso iba contra mis sentimientos.
—Pagará —me dijo Murri cuando les confesé que tenía dudas sobre la beneficencia de Márevor Helith—. El dinero es lo de menos para él. En su mismo despacho tiene objetos que valdrían lo doble de esa cantidad.
—¿Ah? —solté, atónita, mientras pensaba que, en definitiva, quizá el modulador esenciático que me había presentado el profesor era más valioso de lo que parecía.
—De todas formas, al maestro Helith le interesa que estés de su lado —intervino Laygra en voz baja—. Hoy nos ha convocado a Murri y a mí.
Murri la miró con una cara sombría.
—Laygra, no creo que sea el momento apropiado…
—¿El momento apropiado para qué? —pregunté cruzándome de brazos.
Estábamos sentados en una mesa de la biblioteca. Laygra tenía un libro abierto de plantas e intentaba recopiar el esquema de una kíllesi de las montañas y Murri tenía al lado suyo una pila de libros de transmutación. Yo me había sentado junto a la ventana y me estaba leyendo Las aventuras de Shakel Borris. Si Aleria lo supiese ya me habría quitado el libro de las manos para reemplazarlo con algún Estudios sobre el arte invocatorio o Biografías de los más grandes faunistas desde el siglo cincuenta y dos hasta nuestros días. Y en ese momento eché de menos que no lo hiciera, aunque sin duda Shakel Borris era un aventurero divertido, ficticio pero con cierta clase.
La biblioteca se había ido vaciando poco a poco y los oídos indiscretos ya no podían oír nuestra conversación a menos que lo quisiesen realmente.
—Murri —gruñó Laygra—, ¿por qué siempre tienes que esconder cosas que nos conciernen a todos?
Murri puso una cara ofendida.
—Lo hago por su propio bien. No hace falta que todos carguemos con todo.
Laygra lo contempló como si estuviese probando algún sortilegio para leer sus pensamientos.
—¿Así que también hay cosas que no me has contado y que debería saber?
Murri parecía estar molesto y enojado a la vez.
—No. Cada uno tiene sus preocupaciones. Shaedra ya se preocupa bastante por sus amigos… parece que quieres hacerla explotar.
—Voy a explotar si no me decís ahora lo que tengo que saber —intervine tranquilamente—. Y no te preocupes, Murri, he estado en situaciones peores.
—¿De veras? —replicó Laygra—. Pues nuestra situación no es de lo más cómoda. —Bajó el tono de su voz—. Márevor Helith nos ha mandado hacer un trabajo. A los tres.
Agrandé los ojos y cerré el libro de Las aventuras de Shakel Borris.
—¿Una trabajo? ¿Pero qué se cree ese esqueleto de tres al cuarto? ¡Que yo sepa no estamos a su servicio! —exploté.
—No lo pide como un servicio. Dice que nos está ayudando a encontrar a Jaixel. A nosotros ya nos mandó hacerle un favor. Y Murri ya había hecho uno antes que yo…
—¿En qué consistían esos favores? ¿No serían peligrosos? —pregunté, inquieta.
—Depende de lo que consideras peligroso —dijo mi hermana con una mueca.
Murri suspiró y cerró el libro que tenía abierto.
—Salgamos de aquí. Este no es el mejor sitio para hablar de todo esto.
Salimos de la biblioteca y del edificio y nos dirigimos hacia la playa, bajando la colina en la que crecían escasas palmeras y algunos arbustos. Ya se había ido el sol, pero aún había estudiantes paseando por la playa, levemente iluminada por la hilera de linternas que atravesaba la colina siguiendo un camino que bordeaba un lado de la isla.
Nos cruzamos con un grupo de jóvenes que saludaron a Murri y a los que estreché la mano al presentármelos mi hermano uno a uno. Qué tradiciones más ridículas, pensé, al cogerle la mano al último del grupo.
—Vamos a Dathrun esta noche —declaró uno de ellos—. ¿Te animas?
Murri negó con la cabeza.
—Tengo que acabar los deberes de transmutación —dijo.
—¡Maldita transmutación! —exclamó uno de ellos, gruñendo—. Te aseguro que nos quita años de vida.
—Mañana vamos al Termondillo, estás invitado y desde luego vosotras, damiselas, también lo estáis. Te lo piensas y nos dices, Murri.
—Claro.
—¿Y bien? —pregunté cuando nos hubimos alejado del grupo.
Murri no contestó enseguida. Echó una mirada hacia atrás, miró hacia un astro que brillaba en el cielo y se giró hacia el oleaje del mar.
—El segundo favor consistía en robarle al profesor Erkaloth un mapa de una zona de los subterráneos que guardaba en su armario —explicó Murri—. Nos había dicho todo lo que teníamos que hacer. Consiguió alejar al profesor de su despacho y nosotros entramos. Tuvimos que desactivar las trampas con un aparato que nos había preparado el maestro Helith, y luego Laygra echó un producto en la cerradura que guardaba el mapa entre otras cosas muy raras, cogimos lo que necesitábamos y nos fuimos.
—Caray. ¿Le robasteis a un profesor? —no podía creérmelo, ¡Murri y Laygra entrando sigilosamente en el despacho del drow! Agité la cabeza y admití—: Yo no me habría atrevido. Aunque el profesor Erkaloth no me ha caído muy bien esta mañana. ¿Y qué pasó con el mapa?
—Se lo dimos al maestro Helith —contestó simplemente Murri.
Me senté, de cuclillas, y empecé a dibujar un círculo en la arena, entre las sombras de la noche.
—Caray —repetí—. ¿Y en qué consistía el primer trabajo?
Laygra se sentó junto a mí con un gruñido.
—Murri nunca quiso decírmelo y dudo de que consigas sonsacarle nada tú tampoco.
Me giré hacia Murri, de pie en su túnica blanca y sus pantalones negros, como un halcón gerifalte.
—¿Y el tercer trabajo? —inquirí de pronto.
Quizá Murri se sorprendiese de que no intentase averiguar cuál había sido su primer trabajo, en todo caso cuando contestó parecía muy preocupado por lo que nos esperaba.
—Para el tercer trabajo… tendremos que ir a Dathrun.
—¿A la ciudad? —mi mirada se fue hacia el puente que reunía la isla con el continente y hacia las casas iluminadas de la ciudad. Tenía que ser una ciudad de al menos diez mil habitantes—. ¿Y para qué?
—El maestro Helith nos ha dicho que hay ahí un hombre dispuesto a vendernos un libro muy especial si le hacemos un favor.
Fruncí el ceño y terminé de dibujar el círculo, encerrándome en él.
—Esto no me gusta nada.
—Ni a mí —dijo Laygra, gruñendo—. Empiezo a estar harta de Jaixel.
Murri soltó una carcajada amarga.
—Jaixel no se hartará de buscar a Shaedra por todos los rincones del mundo.
El sentido de esa frase grandilocuente me golpeó como un martillo contra una campana. La que realmente estaba en peligro era yo. Murri y Laygra no tenían nada que ver. Nadie iría a buscarlos. Sólo les animaba un espíritu de venganza contra aquél que, supuestamente, había destruido sus infancias. Inspiré hondo.
—Tiene que haber alguna manera de quitar esa parte de filacteria que tengo. Si la quitamos, estaremos seguros de que Jaixel no me buscará.
—Genial —gruñó Murri—, ¿y cómo te las ingeniarías para lograr eso? No sé qué energías se necesitarían, pero desde luego no es fácil.
—Alguien nos tiene que ayudar —decidí—. Y el maestro Helith no se enterará.
—El maestro Helith nos ayuda desde el principio, ¿por qué mentirle? Sé que es un nakrús y que es raro, pero no hay que tener prejuicios. Yo creo que podemos fiarnos de él. Será mejor proponerle tu idea, quizá se le ocurra alguna manera…
—No, no, no —negué con la cabeza enérgicamente—, no me refiero a que sea un nakrús, aunque confieso que no es un hombre atractivo. —Laygra soltó una breve risa—. Lo que quiero decir es que nos ha escondido demasiadas cosas como para que yo me crea que nos ayuda desinteresadamente. Tiene un objetivo.
—¡Por supuesto que tiene un objetivo! —replicó Murri—. Márevor Helith quiere deshacerse de Jaixel. Por mi parte sospecho que tiene razones personales para hacerlo.
—¿Entonces por qué no lo hace él mismo?
Murri me miró extrañamente y acabó por decir:
—El maestro Helith no ha vuelto a utilizar fuerzas nocivas contra alguien desde hace muchos años.
—¿Te ha dicho eso? —alucinaba, ¿un nakrús privándose de utilizar sus poderes contra los demás? ¿Eso existía?—. Pero ¿por qué?
Murri gruñó.
—No soy su confidente. Sólo puedo suponer que algo muy grave lo impulsó a ello. De todas formas, estábamos hablando de nuestro trabajo.
—Sí —le interrumpí—, un trabajo que no tenemos por qué aceptar con tantas prisas. ¿De qué habla el libro?
—Si lo supiera, no lo necesitaría —respondió mi hermano.
—¿Lo necesitas? Más bien pienso que Márevor Helith lo necesita —solté levantándome.
Murri se giró hacia mí bruscamente y retrocedí de un paso, sorprendida.
—Escúchame bien, hermanita, tú no sabes nada de lo que hemos sufrido Laygra y yo —siseó, furioso, mientras pateaba de un lado para otro cuatro metros de playa—. Años de miradas desconfiadas porque un estúpido rumor decía que éramos hijos malditos. Cuando volví al pueblo después de ir a verte, me encontré con que habían echado a Laygra porque una epidemia había acabado con el tercio de la población. ¡Creían que les dábamos mala suerte! Hasta los de nuestro pueblo son capaces de echar a una niña por culpa de la superstición. Por eso estamos aquí ahora. Para vengarnos de Jaixel y probar que somos hijos de ternians honrados. Y para eso tenemos que probar que nosotros también somos honrados. Así que, si necesito ese libro es porque Márevor Helith parece pensar que contiene información interesante, sí, y yo sé que Márevor Helith nos ayudará.
Dicho esto, se detuvo y suspiró, más tranquilo, mientras yo lo contemplaba en silencio. Me echó una mirada pensativa.
—Sé que eres muy joven para esto… pero Márevor Helith piensa, no sé por qué, que sin ti no conseguiremos nada. Siento meterte en este lío. ¡Oh! —exclamó de pronto en un tono más ligero—. Tengo que acabar mis deberes de transmutación… espero que no haya sido demasiado brusco pero a veces la verdad es mejor tenerla bien clara. Buenas noches.
—Buenas noches, Murri —contesté con serenidad. Lo contemplé alejarse hasta que desapareciese detrás de la colina y entonces me tumbé en la arena soltando un suspiro.
Laygra parecía esperar a que dijese algo. Estuve rumiando las palabras de Murri un momento pero no alcanzaba a entender que mi hermano pudiese estar hablando en serio cuando afirmaba que se vengaría de Jaixel. Al fin, al de un buen rato de silencio, solté un suspiro.
—Dime, Laygra, ¿tú qué piensas de todo esto?
—¿Me lo preguntas a mí? … Bueno. En realidad, creo que estoy tan perdida como tú. Es verdad que cuando me quedé sola en las montañas, expulsada del pueblo, pensaba igual que Murri. Odiaba a la gente supersticiosa y odiaba a Jaixel.
Calló. El ruido del oleaje era como un zumbido de agua regular y estruendoso a la vez.
—¿Y ahora?
—Ahora —contestó con lentitud—, ya no los odio. Pero supongo que es porque no los tengo delante. Si tuviera a Jaixel delante seguro que no me caería bien.
—Cierto. El problema más grave que veo es que Jaixel es un lich —comenté—. Y un lich que mata a sus propias creaciones y a todo lo que se le cruza en el camino. Está loco y es peligroso. —Callé un momento y añadí—: Sigo pensando que lo mejor sería intentar olvidarlo. Busco un remedio para que no me encuentre tan fácilmente y luego huimos de Márevor Helith y de todo y… —Me detuve. Había estado a punto de decir «y volvemos a casa». Ellos no tenían casa. Ató, para ellos, no era su hogar.
—¿Y? —me animó Laygra.
—Y nos asentamos donde queramos, compramos un terreno y nos ponemos a cultivar. ¿Qué te parece? Eso es una vida. No la de pasarse años buscando la manera de matar a Jaixel. Preveo que cuando tengamos cien años estaremos todavía con esta historia. Murri parece haber olvidado que somos unos simples ternians y que para alcanzar la mitad del poder de un lich haría falta muchísima dedicación y años y años de estudios, y no precisamente los que se imparten por aquí.
Laygra se levantó y le imité mientras ella decía:
—Siempre podemos intentar quitarte la parte de filacteria, pero dudo que convenzas a Murri para que se ponga a plantar patatas. Puedes creerme, tiene muchas ideas cuando le apetece y parece muy decidido.
Los ojos agrandados fijos en el mar oscuro, resoplé.
—No lo dudo. Dime, Laygra —solté, cuando empezábamos a subir la colina para volver adentro—, ¿alguna vez te has parado a pensar en lo extraño que resulta hablar con un nakrús?
Laygra resopló, divertida por el giro de la conversación.
—Es una criatura como cualquiera —me aseguró—. Aunque el maestro Helith es muy especial. Creo que de joven lo mimaron demasiado —me reveló, con seriedad.
Solté una risita, imaginándome a un nakrús pequeñito, aun a sabiendas de que Márevor Helith había sido algún día un saijit y que no debía de existir ningún niño nakrús.
—Pero debe de ser curioso vivir tantos años —medité.
Laygra hizo una mueca.
—Y muy cansino —dijo—. Por él, sé que los nakrús tienen muchos problemas para conservar intacta su energía mórtica. Por eso a veces se refugia en su casa de la isla, para rehacer su envoltura energética, o eso creo. Nunca ha sido muy dado a revelarnos sus secretos, de todas formas.
Agité la cabeza afirmativamente.
—Eso es lo que me impide confiar en él. Además de lo del Amuleto de la Muerte. ¿Por qué querría espiarme? —La expresión de Laygra me llamó la atención—. ¿Qué ocurre?
Laygra se detuvo junto a una linterna y ladeó la cabeza.
—Desapareciste el segundo Jabalina de Riachuelos, ¿verdad? Pues un mes después nos llegaron noticias de que se había visto a un esqueleto ciego merodear por Ató. Pero no lo atraparon.
El ceño fruncido, reanudé la marcha hacia las puertas.
—Hay demasiadas cosas que no acabo de entender. ¿Por qué no podemos vivir tranquilamente?
Laygra me apretó la mano con dulzura.
—Todo saldrá bien —me aseguró.
Las palabras no tenían ningún sentido y era consciente de ello, pero curiosamente me tranquilizaron.
Cuando recorríamos un corredor de la academia, no muy lejano a la Sala Derretida, nos cruzamos con el profesor Zeerath, quien se paró y nos saludó.
—Laygra, Shaedra —me miró fijamente con sus ojos azules—. Aprovecho para felicitarte por la bonita actuación de esta mañana. Buenas noches.
Ruborizada, lo seguí con la mirada hasta que desapareciese a la vuelta de la esquina y al llegar a la puerta de la Sala Derretida, Laygra me preguntó:
—¿Qué quería decir el maestro Zeerath?
Mi rubor se acentuó cuando le conté la historia del cuchillo que aún no me había atrevido a contar.
—¿Convocaste un cuchillo material?
—Recuerdo que le dije a Aryes que era un peligro para sí mismo. Nunca pensé que tendría que aplicarme la regla —solté con la cara abrasada de vergüenza.
Laygra silbó entre dientes.
—La verdad es que ser miembro del consejo tiene sus riesgos.
Le fulminé con la mirada.
—¡No lo hice queriendo! Eso es lo peor —añadí como para mí—. Cada vez que pretendo soltar un sortilegio un poco complicado, me sale torcido.
—Son cosas que pasan —me consoló Laygra—. Y puedes estar contenta de haber impresionado un poco al consejo. La mayoría de los candidatos llegan ahí verdes de miedo y no dan una, o bien son tan pedantes como los príncipes y entonces les suben el precio hasta los cuatro mil kétalos.
Se me cortó la respiración.
—¿Cuatro mil kétalos? —articulé.
—La academia acoge hijos de nobles venidos de toda la Tierra Baya. Algunos son inmensamente ricos. Jamás pensé que acabaría entrando yo en un sitio así —admitió, enarcando una ceja burlona.
Llegados ante la Sala Derretida, nos dimos las buenas noches y entré con un grupo de jóvenes de túnica violeta que pertenecían al departamento de los magaristas, es decir, a los encantadores de objetos. La Sala Derretida estaba abarrotada. Todos los sofás y todas las mesas estaban ocupadas. Los jaipús parecían ir hacia todas las direcciones de un modo desordenadísimo. Sentado frente a su casita en una butaca vieja, el señor Huris leía un periódico con las gafas puestas y parecía abstraerse estoicamente del estruendo que había a su alrededor.
Iba a torcer hacia las escaleras que llevaban al dormitorio faunista cuando de pronto oí que me llamaban y al girarme vi a Zoria y Zalén sentadas en compañía de dos jóvenes, uno era perceptista y llevaba una túnica marrón, el otro era del Departamento Amarillo y estudiaba la energía bréjica, la energía de la mente. El gato blanco de Steyra, Mindus, estaba durmiendo en el regazo de Zoria, ronroneando en su sueño.
Al verme en una túnica verde, las gemelas habían entendido enseguida que había conseguido la prueba y que ahora formaba parte yo también de los faunistas. Me senté con ellos a charlar y bromear y me sorprendí a mí misma de lo rápido que podía olvidar las preocupaciones que me habían perseguido durante todo el día. Las gemelas, como me había asegurado Steyra, eran mucho más simpáticas a la tarde y casi no oí ninguna riña o insulto.
Zoria nos propuso entonces jugar al mulkar. Me tuvieron que explicar las reglas porque yo nunca había oído hablar de un juego que se le pareciese. Consistía, básicamente, en inventar una historia. Uno de los jugadores hacía de narrador y los demás de personajes. Nos divertimos un buen rato con el juego.
El perceptista, Klaristo, fue el primero en hacer de narrador. Y así empezó con un tono dramático:
—Estáis en una caverna en medio de unas montañas perdidas. Afuera, está el profesor Erkaloth y os está buscando para castigaros a todos. Adentro, hay un túnel pero no sabéis hacia dónde conduce. Cada uno tiene un saco de cuero, una manzana, un trozo de cuerda de diez metros y una piedra de unos siete centímetros de diámetro.
Nos reímos por la situación. Seguimos jugando e inventándonos historias estrafalarias. Rathrin, el brejista de túnica amarilla, era el que creaba las historias más oscuras de todas. Zalén y Zoria siempre intentaban llevarse toda la gloria, aunque fuese en una historia.
Estábamos luchando contra un golem de oro invencible cuando llegó Steyra y la incluimos en el juego haciéndola aparecer en el momento en que huíamos del golem de oro y de la arpía que, mientras tanto, había aparecido de no sé dónde, y tras unos incidentes tras los cuales las gemelas acabaron echándose miradas fulminantes y divertidas a la vez, Klaristo declaró que habíamos salido de la caverna.
Poco después fuimos a comer a la torre faunista un gran plato de sopa con tostadas llenas de patatas y judías verdes. Estaba todo muy bueno y me hubiera gustado hablarles de las comidas que hacía Kirlens, pero se suponía que mi familia era burguesa y culta y que jamás había pisado un establecimiento como el del Ciervo alado así que me contenté con valorar la comida. Cuando les hablé de Jirio, Steyra gruñó.
—Ese tipo está en varias de nuestras clases. Está completamente chiflado.
—Eso parece —le dije, carcajeándome.
Nos metimos pronto en la cama, aunque tardamos en dormirnos porque las gemelas tenían muchas ganas de hablar y me contaron un montón de historias sobre la academia, cotilleos sin importancia que acabaron por aburrirme profundamente. Pensé en preguntarles lo que habían estado haciendo a la mañana, escondiéndose detrás de un arbusto, pero por no hacerlas hablar más me callé y me dormí poco después, pensando tristemente que echaba de menos Ató y la vida tranquila que había dejado atrás.
—¡Ey! —protesté, cuando Syu me robó hábilmente la manzana que estaba comiendo—. No sabía que te gustaran las manzanas.
El mono gawalt se encogió de hombros y le dio un gran mordisco a mi manzana, para dedicarme luego una gran sonrisa de mono bribón. Hice una mueca.
—Te la puedes quedar.
«¿Dónde está la ahogadora?», preguntó Syu.
—Está en clase, y no le llames la ahogadora, no pretendía ahogarte, sólo limpiarte.
«Ya sé limpiarme solo. ¿Dónde están las uvas?»
—Ya que me has robado mi manzana, no sé por qué no debería quedarme con las uvas —repliqué, burlona.
El mono se acercó con cara inocente.
«Comparto.» Tendió una mano pequeña hacia mí con una cara que daba pena verla.
Saqué una uva e hice ademán de comérmela. El mono ladeó la cabeza, ofendido. Entonces me eché a reír y se la tiré. La cogió al vuelo, se la tragó y se acercó a mí. Compartimos tranquilamente el racimo de uvas que había traído. Eran uvas provenientes de los Condados de Liriath, en las tierras sureñas, y aunque estaban algo secas, estaban ricas.
—Te diré una cosa, Syu. Esto de que estés encerrado en el parque de una enfermería no me gusta.
Syu se zampó las dos últimas uvas y saltó a un árbol.
«No estoy encerrado. Puedo salir cuando quiero. Por ahí», dijo, señalándome un lugar contra el muro.
Entorné los ojos. «¿Dónde?», repliqué, sin darme cuenta en el momento de que había hablado por vía mental por primera vez en mi vida.
El mono gawalt se puso las manos detrás de la espalda, y mirándome con desconfianza le dio una patada a una piedra y agitó la cola.
«Es un secreto.»
—Vaya —dije—, ¿de veras? ¿Y no me lo vas a decir? —El mono me observó gruñendo y cruzándose de brazos, negando firmemente—. Pues no pasa nada, tranquilo.
Me di cuenta en ese momento que tenía aún una uva en la mano y se la di. La atrapó, la examinó como si no hubiese visto ninguna uva en su vida y luego me la volvió a tirar. La atrapé, sorprendida.
—¿Ya no la quieres? Tienes razón, te estabas volviendo goloso y luego habrías engordado y te habría ganado en las carreras.
Syu puso cara escéptica y de pronto salió corriendo dejándome claro que le siguiese. Puse los ojos en blanco. No había mejor manera que decir que no querías conocer el secreto para que te lo dijeran. Solté un suspiro y le seguí rápidamente entre los árboles y los arbustos. Llegamos pronto a un arbusto lleno de frutos violetas y el mono gawalt desapareció debajo. Me acerqué con curiosidad y cogí un fruto en la mano, intentando recordar si alguna vez había visto un arbusto así en Ató. Syu apareció entonces soltando un gruñido y enseñó los dientes.
«¿Quieres morir?», me preguntó. «Eso no es comida, es muerte.»
Solté inmediatamente el racimo de frutas envenenadas.
«¿Cómo lo sabes?», inquirí.
«Muchos de estos arbustos vivían en la tierra de donde vengo», contestó simplemente el mono gawalt.
—¿Y de dónde vienes? —pregunté.
Syu se puso nervioso y entendí que no debí haberle preguntado eso.
—Olvídalo. ¿Qué es lo que querías enseñarme, amigo?
El mono se recuperó enseguida y me hizo un gesto para que me aproximara al muro. Ahí vi una pequeña apertura por la que Syu se deslizó y pareció meterse dentro del muro. Ladeé la cabeza, miré hacia mi alrededor para cerciorarme de que nadie me veía y me agaché para seguir a Syu.
Al principio, tuve la impresión de haberme metido en un pequeño cobijo sin salida, pero pronto vi un pequeño tapiz oscuro que ocultaba una apertura lo bastante ancha como para que reptase adentro. Me mordí el labio, insegura. ¿Y si me metía ahí y no podía dar marcha atrás?
«Avisaría a la ahogadora», me tranquilizó Syu. «Además, luego se ensancha, y luego está el sol verdadero.»
Preguntándome cómo demonios Syu había adivinado mis pensamientos, empujé la pequeña tela oscura y me metí dentro reptando con dificultad.
«Está oscuro», protesté.
«Cómo no va a estarlo, estamos dentro de los muros», replicó el mono gawalt. Por toda respuesta, invoqué un globo de luz. Por supuesto, Suminaria los hacía mejores, pero me tendría que contentar con mis pobres haberes.
Poco a poco me di cuenta de que no era difícil hablar por vía mental, de hecho era aún más fácil que hablar en voz alta y me asombré de que la gente tuviese tantas dificultades para entender en qué consistía el diálogo mental. Ahora comprendía cómo se las había arreglado Yilid, el hijo del marqués de Vilona, para hablarme en Tenap. Era muy sencillo, ¿pero qué utilizaba exactamente?, me pregunté, intentando averiguar si el jaipú tenía algo que ver en esto.
Syu surgió de entre las sombras agitando la cola con impaciencia.
«No hace falta entenderlo todo, hablas conmigo y ya está. No pierdas tiempo.»
«De acuerdo. ¿Pero por adónde me llevas?»
«A ver el sol.»
«Ya, eso ya lo sé, quiero decir…» Me interrumpí al desembocar en un pasadizo entre dos muros, angosto y no muy alto, pero donde podía enderezarme y moverme con más comodidad. No parecía ser una escalera de servicio porque estaba plagada de telarañas. Podía ser un pasadizo abandonado o bien…
«Qué manía con dar un nombre a todo», gruñó Syu.
—¿Y bien? —le dije—, ¿por dónde vamos ahora?
Las escaleras bajaban rectas durante un buen rato y luego daban vueltas y vueltas en forma de caracol. Iba evitando y saqueando las casas de las arañas según mis posibilidades y el mono acabó por exasperarse de mi lentitud.
«No me apetece tener veinte mil arañas en el pelo cuando salga», mascullé a modo de explicación, cuando aparté una araña de patas largas y el mono se cubrió la cara con las manos soltando un gruñido quejoso.
El pasadizo tenía varios cruces y había otras escaleras que subían y que bajaban, que rodeaban otro muro y que pasaban no sabía por dónde. Empezaba a tener la certidumbre de que esos pasadizos no eran muy transitados, pero no era Syu el único en utilizarlos. En un momento, vi las huellas de unos pasos de saijit entre el polvo del suelo, y en otro vi una antorcha consumida colgada de un candelabro.
Se me apagó la luz invocada y solté un gruñido bajo. Iba a volver a convocar un globo de luz cuando de pronto me llamó la atención algo, una hilera de luz muy fina en el muro, apenas visible. Me acerqué y aproximé el ojo al agujero. Sí, no cabía duda, aquello era un agujero de espionaje. Desde donde estaba, veía el interior de un aula con extraños objetos en las mesas que estaban contra el muro. Enfrente, sentado en su escritorio, estaba el maestro Tawb escribiendo, quizá corrigiendo deberes. Me ruboricé al darme cuenta de que lo estaba espiando y retrocedí. ¿Seguirían utilizando estos pasadizos o bien estaban ahí desde hacía siglos sin que nadie les diese ninguna utilidad?
Sentí la exasperación latente del mono gawalt de tal modo que me dio la impresión de que la exageraba intencionadamente para que me moviese. Invoqué otra luz y me alejé del aula del profesor Tawb.
Seguimos nuestro camino con más rapidez y llegamos pronto a un pasadizo estrecho que se parecía mucho al que había atravesado para entrar en el entramado principal. La luz se filtraba por las rendijas de una apertura a mi derecha, cerrada con barrotes. Fruncí el ceño.
—Esto no me gusta —pronuncié por lo bajo.
Syu resopló y de pronto desapareció a la vuelta de una esquina. Aceleré y acabé finalmente por salir del agujero con la impresión de tener arañas por todas partes y pasarme la mano por el rostro no mejoró nada. Pestañeé. Estaba a la sombra, debajo de algo que se parecía mucho a la piedra. El sol del día se reflejaba en el agua y lucía agradablemente. Asomé la nariz hacia la derecha y luego hacia la izquierda y me senté en el suelo, la mirada fija en el mar que iba y venía contra los guijarros.
Syu me había conducido debajo del puente que reunía la academia con Dathrun.
«No se puede cruzar el agua», dijo tristemente el mono gawalt.
Estaba sentado junto a mí, las piernas plegadas y las manos alrededor de ellas. Imitaba tan bien mi postura que me eché a reír.
—Pareces un saijit —le dije.
«¡Y tú una saco de telarañas!» —me replicó levantándose de un bote y cruzándose de brazos.
Jamás pensé que un mono gawalt podía tener un carácter tan afinado como el de Syu. Me levanté.
—Salgamos de aquí.
Syu me condujo por debajo de un pequeño túnel de piedra del que no me fiaba mucho y yo me aseguré de que los guardias, en las puertas, no me viesen pasar. Más allá del pequeño portal natural, había una pequeña ensenada en la que habían crecido varios árboles y una vegetación densa. No se podía salir por ningún sitio, el lugar estaba cercado por un acantilado.
—Si lo entiendo bien, no hay otra escapatoria que la de volver por el mismo sitio, ¿verdad?
Syu no me contestó. Estaba muy ocupado examinando un objeto en la playa.
«¿Qué ocurre, Syu?», pregunté al acercarme.
El mono cogió el objeto que resultó ser una cinta verde, y se la puso en la cabeza, en el brazo y en el pie, mareándola como una muchacha pija probándose un vestido nuevo.
Syu se giró hacia mí y entornó los ojos. Me sonrojé al darme cuenta de que le había hablado mentalmente sin saberlo. Carraspeé.
«¿Qué pretendes hacer con esa cinta? A ver, trae.» Se la puse sobre la cabeza, como a los típicos marineros. «¿Contento?»
Syu tanteó su improvisado sombrero, ladeó la cabeza como si le molestase y luego se fue corriendo hacia el bosquecillo muy contento. Sola en la playa, alcé la mirada hacia la academia. La vista era impresionante. ¿Cómo se vería desde Dathrun? Desde luego merecería la pena verlo.
Nos pasamos quizá dos horas en aquella playa escondida, haciendo carreras y disfrutando del sol. Perfeccioné mi nueva capacidad para hablar mentalmente y al de un rato tenía hasta la impresión de que yo también podía adivinar ciertos pensamientos del mono. No entendía por qué me había resultado tan fácil utilizar el diálogo mental con Syu y no con los saijits. Cuando me puse a discurrir sobre el tema, Syu confesó que nunca había hablado con saijits antes de «morir» —así es como pensaba haber cambiado de lugar de vida. Cuando le expliqué que no se había muerto y que sólo había atravesado un monolito, resopló y se encogió de hombros, aburrido de que le hablase de cosas incomprensibles. Lo único que tenía claro es que Laygra había querido desangrarlo y ahogarlo y que yo corría más lento que él.
Cuando volví a la enfermería, estaba cubierta de telarañas y me dirigí a la fuente discretamente para lavarme el pelo y quitarme la mayor parte del polvo que había acumulado mi túnica verde que ahora parecía más un trapo sucio y verde que una túnica. Con un suspiro, me la quité, hice una bola con ella y la agarré a mi cinturón.
—Voy a la lavandería, Syu. Hasta luego.
Syu desapareció entre los árboles y yo me dirigí hacia la salida de la enfermería. En la entrada, me encontré con Jirio, quien entraba con un paso vacilante. Otra vez parecía haber abusado de las energías.
—Hola Jirio, ¿otra vez en la enfermería? —le solté, divertida.
—¿Mm? Ah, hola, Shaedra. No es nada, creo que me han soltado un sortilegio de desorientación.
Agrandé los ojos. ¿Le habían soltado? ¿Pero quiénes? Jirio vacilaba y zigzagueaba, entrando y saliendo de la enfermería, sin saber adónde ir. No era el momento de preguntarle nada. Le tomé por el brazo y lo conduje amablemente hacia adentro.
—Será mejor que te quedes un rato en la enfermería, a ver si se te arregla —le dije. Tuve la impresión que asentía—. Pero dime, ¿quiénes te echaron el sortilegio? Quizá pueda ayudarte.
Jirio no contestó. Estaba realmente aturdido. Intenté encontrar a alguna enfermera entre las tiendas y acabé por toparme con una que dijo que estaba muy ocupada y que lo mejor era que lo sentase en algún sitio, que ya se recuperaría con el tiempo. Gruñendo interiormente, seguí mi camino y finalmente me encontré con una enfermera muy vieja que se encargó de Jirio ofreciéndole un vaso de agua y dándole palmaditas en la espalda. Al cabo, me dijo:
—No te preocupes, jovencita, de esta se recupera en menos de una hora. ¿Estaba en clase cuando le ha ocurrido? —Puse cara de que no tenía ni idea—. Bueno, no hace falta que te quedes ahí. No le va a pasar nada.
—Muchas gracias, señora. Que tenga un buen día.
Salí de la enfermería y me dirigí a la lavandería. Ahí limpié mi túnica, la froté enérgicamente, la escurrí y me la llevé al dormitorio donde tuve que improvisar poniendo una cuerda para colgarla. Hecho esto, me puse la otra túnica faunista que tenía y me dirigí a la Sala Erizal en busca de Murri y Laygra, pero no los vi por ningún sitio así que volví a la Sala Derretida, me serví un gran plato de lentejas y me senté en una mesa junto a las ventanas por donde entraba más el sol. Se había levantado el viento y por el oeste se acercaban nubes cargadas de lluvia. Pese a lo que había dicho el gnomo aquel, Neyl Dosin, todo parecía apuntar a que el Ciclo sería muy lluvioso.
Después de dejar el plato de lentejas bien limpio y vacío, me quedé con hambre pero se suponía que cada alumno sólo tenía derecho a servirse una vez. Resoplé interiormente, pensando que la cantidad de dinero que pagaba para mi inscripción podía pagarme de sobra comida para un par de años.
Paseé la mirada por la sala. La mayoría estaban sentados en las mesas, comiendo y charlando ruidosamente. Durante los primeros días, me había fijado en que más o menos la mitad de la academia prefería hablar nailtés que abrianés. En las comunidades de Éshingra, la mayoría sabían nailtés, abrianés y naidrasio, especialmente en los pueblos de la costa, donde se mezclaban marineros y mercaderes de todas las regiones de la Tierra Baya. Sin embargo, las clases de la academia se impartían en abrianés, seguramente porque el abrianés se consideraba una lengua culta y noble mientras que el nailtés era más bien calificado de idioma bárbaro en las zonas costeñas. No era que no supiese hablar nailtés, pero tenía infinitamente menos soltura y en ciertas ocasiones expresarse de manera incorrecta podía causar catástrofes. Y a mí me venía estupendamente.
Saqué mis horarios del bolsillo y empecé a consultarlos. Esa tarde tenía mi primera clase. Endarsía. Fruncí el ceño. Áynorin había insistido bastante sobre esa rama especialista y de teoría sabía mucho pero la práctica nunca se me había dado bien, sobre todo el arte de la curación. Bien. Acababa a las cinco y luego empezaba a las ocho de la mañana en Ventisca con clase de Historia. Sobrevolando los horarios del mes siguiente, me di cuenta de que cambiaban todo el tiempo y que más me valía estar atenta si no quería saltarme ninguna clase.
Volví a centrarme en el presente y miré el número del aula a la que tendría que llegar dentro de una hora. Tenía tiempo de sobra, pero decidí preocuparme de inmediato en encontrar el número 26C. Tenía que ser en otro edificio.
Me levanté y salí de la sala para dirigirme hasta el plano de la academia. Me quedé ahí un buen rato examinando los números de las aulas pero no llegué a encontrar el edificio C, y eso que no tenía que ser muy difícil porque había visto el A, el B, el D y el E. Además, estaba segura de que ya había pasado por ahí durante mis exploraciones.
—¡Shaedra! —me llamó Laygra al acercarse—. Te estaba buscando. Quería avisarte de que esta tarde vamos al Termondillo, y vendrás con nosotros, así te enseñaremos Dathrun, ¿qué te parece?
Parecía alterada, como si estuviese ocultándome algo que no se atrevía a decirme donde estábamos. Fruncí el ceño aunque no podía negar que la idea de salir de la academia me atraía bastante.
—Estupendo. Entonces, ¿vamos con los amigos de Murri?
Laygra hizo una mueca y asintió.
—Y vendrán también Rowsin y Azmeth, unos amigos míos.
Sonreí y admití:
—Espero no perderme en camino, en mi vida he estado en una ciudad tan grande.
Laygra rió, divertida.
—Ombay es más grande. Cuando fuimos hacia el sur, Murri y yo pasamos por ahí. Jamás habría pensado que podía existir tanta gente en un mismo sitio. Bueno, ¿nos encontramos en la entrada hacia las cinco? ¿Acabas a esa hora, no?
Me sorprendí que se supiese mis horarios mejor que yo. Sólo después de despedirme de ella se me ocurrió que hubiera podido preguntarle a ver dónde estaba el edificio~C. De ahí la hora tonta que pasé a continuación buscando el aula 26C. Me crucé la Galería de Oro tres veces, me perdí en un sitio perdido por donde no pasaba nadie, y hasta encontré otra de las aperturas que esta mañana había descubierto, o al menos tenía la misma forma, pero cuando me acuclillé para echar un vistazo sólo vi un agujero no muy profundo tapado en el fondo con una piedra gorda. Hasta pregunté a varios estudiantes que se rieron y se fueron sin contestarme. No hace falta decir que estaba echando humos cuando finalmente, pasando por un pasillo del edificio~E, me encontré casualmente con Jirio, quien estaba arrodillado en el suelo recogiendo varios libros y lápices que se le habían caído de su macuto. Fue entonces cuando me di cuenta de que me había olvidado totalmente de llevar las hojas para escribir que me había pasado Murri. Bah, de todas formas sólo me quedaban ya unos minutos para llegar a tiempo a clase y aún no había encontrado el maldito edificio~C.
—¿Necesitas ayuda? —le pregunté a Jirio.
El joven ternian se asustó y sentí que estuvo a punto de echar un sortilegio que bien hubiera podido electrocutarnos a los dos, pero cuando me reconoció, sonrió, molesto y se serenó.
—Perdón, me he asustado. Se me ha roto el saco, no es nada grave.
—Ya —solté ayudándole sin embargo a recoger las últimas hojas esparcidas por el suelo—. Ya veo que te has recuperado de lo de esta mañana.
Jirio frunció el ceño.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno… cuando has entrado en la enfermería Azul, estabas muy aturdido —lo observé unos segundos, inquieta—. ¿No te acuerdas de lo que ha pasado esta mañana? Me dijiste que te habían atacado.
—¿Dije eso? —replicó Jirio, levantándose y llevando su saco con las dos manos para que no se le cayese nada—. Bueno, son cosas que pasan. Tengo clase ahora, nos vemos.
Lo observé alejarse, atónita por su actitud.
—¡Espera! —le llamé—. ¿Por casualidad no sabrás dónde está el aula 26C? Tengo clase de endarsía ahí y llevo una hora buscándola.
Jirio se detuvo y pareció haber superado una prueba cuando se giró hacia mí y sonrió alegremente.
—¿Has dicho el edificio~C? El edificio~C no existe desde hace más de treinta años.
Tragué saliva, de pronto sintiéndome estúpida. Así que se habían reído todos cuando les había preguntado por el edificio~C. Algunos habrían pensado hasta que les estaba tomando el pelo. Vaya. Volví a sacar mis horarios y asentí.
—Aquí pone 26C —le dije, acercándome a él y enseñándoselo.
Jirio agitó la cabeza.
—Yo tengo clase de endarsía ahora mismo, en la sala 26E. Quizá sea la misma.
Solté un ruido de desesperación y le conté mis desgracias durante el corto trayecto que nos separaba del aula 26E. Jirio no mostró muchos escrúpulos y se rió, aunque luego confesó que él también había tenido muchos problemas al principio para orientarse en ese laberinto de pasillos.
Una vez llegados delante del aula, me encontré con Steyra que me prometió impedir que me volviese a perder tan tontamente. Cuando le pregunté dónde estaban las gemelas, la enana adoptó una expresión extraña.
—Se supone que deberían estar aquí, pero no vienen siempre.
Por cómo lo dijo, no me cupo duda de que sabía más de lo que decía, sin embargo no tenía ninguna intención de averiguar qué secretos tenían Zoria y Zalén: ya tenía bastantes preocupaciones y no tenía ningún deseo de añadir más.
Enseguida me di cuenta de que los que estaban más cerca nos habían visto llegar a Jirio y a mí con curiosidad. Esa misma tarde aprendí hasta hartarme cuáles eran las opiniones que tenía la gente sobre Jirio. Según lo que oí, Jirio tenía fama de ser alguien extraño y poco sociable, una persona poco seria en los deberes y sin embargo siempre traficando con máquinas y electricidad. Era hijo de una familia muy rica y, según una tal Yensria Kapentoth que no paró de hablarme durante buena parte de la clase de endarsía, descendía directamente de los antiguos reyes de Éshingra.
—Los reyes locos, ya sabes —me dijo mientras yo trataba de escuchar un poco lo que decía el profesor.
Cuando había entrado en el aula, Steyra me había guiado hasta la cuarta fila, donde Yensria, seguida de todo un grupillo, se había sentado, obligando a Jirio a sentarse en la fila quinta. Después de todas las críticas que me soltó Yensria sobre el ternian, empecé a preguntarme si no lo habían hecho queriendo.
Cuando todos los alumnos entraron, me sorprendí de que hubiese tanta gente. Éramos al menos sesenta alumnos. Claro que en algún sitio tenía que estudiar toda esa muchedumbre de estudiantes que me cruzaba en los pasillos.
El profesor Zeerath apareció poco después abriendo una puerta en el fondo del anfiteatro. Según Steyra, Zeerath daba las clases demasiado rápido y lo pude comprobar aquella tarde, durante las tres horas de endarsía. De hecho, parecía hablar sin hacer pausas y sin prestar atención a sus alumnos, lo que me sorprendió bastante considerando que había sido el más simpático del consejo a la hora de hacerme sus tres preguntas. Bueno, no era que diese mal la clase, pero desde luego una buena parte de sus alumnos tenían pinta de desinteresarse totalmente por lo que decía.
Como no tenía ningún soporte para escribir, Steyra me prestó con amabilidad un papel y un lápiz y tomé algunos apuntes, imitando a los demás, aunque realmente no estaba muy habituada a hacerlo. Generalmente, en Ató, Áynorin nos daba deberes, íbamos a la biblioteca, consultábamos libros, y luego devolvíamos nuestros trabajos. Tomar apuntes de las palabras precipitadas de un profesor me parecía realmente ineficaz y, finalmente, saturada por el flujo de palabras de Yensria y por las explicaciones infinitas del profesor Zeerath, dejé el lápiz a un lado y me dispuse a escuchar y meditar.
Aquel día, el profesor Zeerath daba una lección sobre cómo había que entender la relación entre los músculos, el jaipú y los sortilegios de curación. También habló de los tendones e hizo una analogía con algo que tenía que ver con la metalurgia que yo no entendí muy bien. Al de un rato, Yensria se había girado hacia su vecino de la izquierda para meterle otro rollo y me dejó al fin tranquila con mis pensamientos. Poco después, me fijé en que Steyra miraba al profesor Zeerath con unos ojos fijos y al principio creí que era la única en interesarse tanto por la clase, pero cuando el profesor Zeerath atravesó el aula para abrir una ventana, los ojos de Steyra seguían fijándose en el mismo punto. Me fue difícil contener la risa.
—El problema consiste —decía el profesor Zeerath, abriendo la ventana— en desatar la cantidad de energía exacta. Uno de los mayores problemas de los curanderos es evaluar con exactitud las necesidades de los pacientes. La teoría es fácil, pero la práctica requiere muchos años de experiencia. Veamos un poco la fórmula de Jalper y comparémosla con la de Sunbac. Veréis que la fórmula de Jalper es más precisa que la de Sunbac para la modulación de los músculos esqueléticos pero que le falta precisión para los músculos lisos y cardíacos.
Mientras hablaba, se puso a escribir en la pizarra una fórmula complicada que recopié en mi papel con minuciosidad, casi boquiabierta de lo pomposa y complicada que era. Zeerath, al girarse hacia nosotros, sonrió anchamente.
—Quiero que me aprendáis bien esta fórmula porque me temo que estamos acabando las tres horas que teníamos y no nos volvemos a ver hasta dentro de dos semanas, así que he preparado una lista de deberes para vosotros para que paséis unas buenas vacaciones.
La gente gruñó, aparentemente no muy contenta. Cuando salimos de clase, tenía todo el papel lleno de garabatos pequeños que aun parecían más desordenados que el caos de la pizarra del profesor Zeerath.
Cuando le dije a Steyra que iba a visitar Dathrun, se me ocurrió proponerle que me acompañase.
—¿Qué te parece? —le pregunté.
La enana puso cara como meditativa pero asintió casi enseguida.
—Me vendrá bien cambiar un poco de aire. Hace más de un mes que no he salido de la academia, ¿puedes creerlo?
Le acompañé hasta nuestro dormitorio, donde yo guardé mi papel garabateado y Steyra posó algunos de sus libros, nos quitamos la túnica verde y nos dirigimos hacia la salida de la academia vestidas normalmente. En el camino estuvimos hablando sobre los distintos profesores de la academia y sus respectivas asignaturas y Steyra me enseñó que la mayoría de los profesores eran extranjeros.
—El profesor Zeerath, por ejemplo, viene de Mirleria —me contó—, y el profesor Erkaloth viene de Dumblor, de los Subterráneos.
—¿De los Subterráneos? —repetí, boquiabierta—. Creía que había muy malas relaciones con las ciudades del Subterráneo.
Steyra se encogió de hombros y sonrió con misterio.
—Son malas en general, pero Dumblor tiene una escuela muy célebre, el Conservatorio de los Kireins, ¿nunca has oído hablar de él?
Fruncí el ceño y al cabo asentí.
—Creo que sí. De ahí salió Mélensar, el nigromante ése tan famoso… ¿verdad?
Steyra hizo una mueca pero asintió.
—Sí. De ahí salió. Y yo estudié un año ahí.
Palidecí y la miré de hito en hito.
—Oh —dije entonces.
La enana sonrió, como riéndose de mí.
—En Dumblor no hay esqueletos —me aseguró—. La gente de aquí piensa que por las calles se van paseando trolls, asesinos, esqueletos y nigromantes. Pero —rió— son sólo leyendas urbanas.
Enarqué una ceja temblorosa.
—¿De veras?
—Pues claro. Dumblor es una ciudad de saijits normales. La fundaron los enanos. Y puedes estar segura de que si hay un nigromante que se acerca a ella, ya puede tener una buena razón o un buen cargamento de mercancías porque, si no, lo mandan a hacer gárgaras. Y bueno, el profesor Erkaloth se quedó dos años en Dumblor como profesor, y eso que algunos dicen que tiene prácticas nigrománticas. La ciudad es bastante tolerante. Yo viví ahí durante toda mi infancia… pero, por favor, no lo vayas cantando por ahí… comprenderás que es difícil que la gente se deshaga de los prejuicios de siempre.
—Entiendo —dije con lentitud—, pero, entonces, ¿por qué estás en esta academia si podías quedarte en el Conservatorio de los Kireins?
Steyra se mordió el labio y suspiró.
—Hay cosas que ni yo misma puedo entender. Pero la verdad es que me gusta la Superficie —añadió, sonriente—. El sol es más caliente que las piedras de luna y los cristales naturales, y reconozco que el aire es más puro.
A partir de ahí, cambiamos de tema. Estábamos a punto de llegar a la entrada principal cuando Jirio apareció de pronto por un pasillo tropezándose casi con nosotras.
—Oh, perdón —dijo, pasándose la mano por el cabello, con aire azorado—, ¿puedo… puedo hablarte un momento Shaedra?
Advertí que Steyra ponía los ojos en blanco. Oí la voz de Murri en la entrada principal y me dije que no estaba bien que la gente estuviese esperándome más tiempo.
—Por supuesto, Jirio, pero si no te molesta, vamos para allá, voy a ir a visitar Dathrun por primera vez.
—Por segunda vez —me dijo.
—¿Cómo?
—Digo que por segunda vez. De alguna manera has tenido que entrar —replicó, sonriendo.
—Oh —solté—. Claro.
Cuando entramos en la sala, vi a Murri con los tres amigos que me había presentado el día anterior en la playa. Con sorpresa, me di cuenta de que me acordaba de sus nombres: Yerbik era el humano de pelo negro, Sothrus el ternian anormalmente alto, y el tercero era Iharath, un semi-elfo pelirrojo más pequeño que Murri y con los ojos tan violetas como los de Lénisu. También estaba Laygra, con Rowsin y Azmeth. Rowsin era una sibilia de pelo rosa y ojos azules, de unos dieciocho años, y Azmeth era un humano de cara bonachona, cuerpo fuerte y manos gruesas, y llevaba su pelo castaño oscuro bien peinado.
No parecían aburridos de esperar pero cuando nos vieron, Murri me dijo animadamente que pensaba que les había dejado plantados y después de que Laygra me presentase a Rowsin y Azmeth, les presenté a Steyra y a Jirio y nos pusimos en marcha. Me dio la impresión de cruzar un mercadillo en vez de un puente porque además de nuestro grupo entraba y salía gente de todo tipo y estaba todo muy transitado.
—¿Qué tenías que decirme, Jirio? —le dije, mientras andábamos.
Jirio se había quedado un poco atrás y tuve que esperarle para andar junto a él.
—Bueno… er… —Jirio miró hacia delante y palideció al ver que Steyra nos miraba.
—¿Sí? —lo animé, con paciencia, empezando a preguntarme si realmente tenía algo que decirme.
—Verás —dijo al fin bajando la voz—. Me he acordado de lo que ha pasado esta mañana y quería darte las gracias por haberme ayudado.
—Pero si yo no hice nada —contesté, sin entender—, cuando llegaste a la enfermería ya estabas desorientado.
—Sí, pero no me abandonaste ahí. Bueno… quería decir… vaya. El caso es que sé lo que te ha dicho sobre mí esa gente, Yensria y los demás… No les caigo bien únicamente por la historia de mi hermano —soltó, nervioso.
—No lo entiendo —confesé.
—Ya… bueno, el problema es que mi familia es muy rica.
Enarqué una ceja, divertida por la manera con la que Jirio empezaba su explicación.
—¿Eso es un problema? —repliqué.
—En sí, no es un problema —concedió él—, pero lo único que quiero decir es que la locura de mi hermano no significa nada. Yo estoy perfectamente bien de la cabeza —afirmó, mirándome con seriedad.
Cerré los ojos durante uno o dos segundos para no estallar de risa. Después de todo, Jirio se tomaba todo eso muy en serio. Inspiré hondo. Así que era eso. Jirio pensaba que lo miraban mal porque su hermano estaba loco. Quizá tuviera razón. Yensria me había insistido en que descendía de los reyes locos y que no estaba del todo cuerdo y sobre todo que era un tipo peligroso que te podía soltar una descarga sin quererlo: “Sólo las tontas hablarían con un chico así”, me había dicho la muy inteligente Yensria Kapentoth.
—Por supuesto —respondí al de un rato—. Sinceramente, nunca he creído que estuvieses más loco que muchos de este lugar. Mira, no hablemos más de esto y acompáñanos a Dathrun.
—Oh, yo no querría… tengo que coser mi saco y tengo que…
—Una verdadera lástima —solté con un suspiro teatral.
Mi falta de insistencia tuvo que sorprender a Jirio, quien sonrió a medias y puso los ojos en blanco. Unos minutos después, llegamos todos a Dathrun. Las calles junto a la playa eran anchas, pavimentadas y con bancos y farolas, pero vi que más allá, por donde caía el puerto, las casas eran más pequeñas y más pobres, con calles embarradas y pequeños jardines enlodados y llenos de trastos. Nosotros nos dirigimos hacia el interior, pasando por la avenida principal donde estaban todos los comercios y las tabernas.
Jirio nos estaba contando a Steyra y a mí cómo se había construido el puente Frío que acabábamos de cruzar, cuando Murri se acercó a nosotros.
—¿Qué tal ha ido tu primera clase, hermana?
Resoplé.
—Larga. La verdad es que me cambia mucho de… de lo de antes. Estamos al menos sesenta en la clase y el profesor Zeerath nos ha dado un montón de deberes, sobre cosas de las que yo no tengo ni idea.
—Te pasaré los apuntes que tengo, si quieres —me propuso Steyra.
—Gracias —le dije, y luego solté un gemido—. Creo que estas vacaciones me voy a pasar todos los días estudiando.
—Eso es bueno —repuso Murri, burlón—. Además, no es por nada, pero creo que tienes mejor nivel que yo.
—Incontestablemente —intervino Laygra, girándose hacia nosotros—. Oye, Steyra, Jirio, acercaos por favor, decidme, ¿conocéis la tienda de farsería en la calle de la Esperanza?
—Por supuesto —dijo Jirio, animado—. Ahí compro algunos… —Calló de pronto, ruborizándose.
—¿Compras artículos en Yubli y Taun? —preguntó Rowsin, agradablemente sorprendida—. Nosotros somos unos expertos en las bolamofetas.
—Ah, sois vosotros… —dijo Jirio, carraspeando—, pero yo no compro artículos para eso, los compro con un objetivo puramente científico —aseguró solemnemente—, son experimentos totalmente inofensivos.
Rowsin y Azmeth intercambiaron una mirada burlona.
—¿De veras? —replicó Azmeth.
Entretanto, Murri y yo nos distanciamos del grupo y dejé de oír claramente lo que decían mientras mi hermano se preparaba a anunciarme algo importante.
—¿Qué ocurre? —le pregunté entonces, impaciente—. Laygra parece estar inquieta y tú también. ¿Algo va mal en el… trabajo?
—Bueno, no se trata exactamente de eso —empezó a decir Murri—. Seré breve. Márevor Helith se ha ido. Me ha dejado una nota de instrucciones para nuestra tarea así que no tenemos ningún problema respecto a eso pero…
—Espera un momento… ¿El maestro Helith se ha ido? —solté un gruñido, alucinada—. ¡No puedo creerlo!
Murri me miró rápidamente, suspiró, y buscó algo en su bolsillo.
—Lee esto y lo sabrás todo.
El papel que me tendió tenía una cara llena de figuras geométricas realizadas con compás y regla y cálculos por todas partes.
—Del otro lado —gruñó Murri, impaciente.
Di la vuelta a la hoja y empecé a leer la pequeña nota que había dejado para nosotros el maestro Helith antes de marcharse los diablos sabían dónde. Estaba escrita con algunas letras antiguas que me recordaban al caéldrico, pero el mensaje era totalmente comprensible. Decía en ella que un imprevisto le había obligado a cambiar los planes, pero que nosotros siguiésemos adelante en lo que se refería a Mauhilver, el hombre a quien nos teníamos que dirigir para adquirir el libro. No daba más explicaciones sobre el por qué se marchaba pero sí había dejado algunas consignas y consejos, algunos totalmente inútiles y otros que me parecieron de poca prudencia. Se suponía que teníamos que ir el Jabalina siguiente al número cinco de la rúa Sin Paso y llamar a la puerta, preguntar por el señor Mauhilver y hablar con él. Al parecer ya estaba al corriente de nuestra venida. Y al final del papel decía que… Agrandé los ojos y plegué el papel para devolvérselo a mi hermano, con las manos temblorosas.
—¿De veras tenemos que tratar con esa gente? —pregunté.
Murri no parecía alegrarse más que yo.
—Supongo que el maestro Helith piensa que esa gente sabe más de lo que dice.
No contesté, aturdida.
—Lo que más me preocupa es que el maestro Helith nos haya dejado tan aprisa —comentó Murri, pensativo—. Debe de haber pasado algo grave. Mañana tenía clase de percepción —añadió, el ceño fruncido.
Suspiré, resignada.
—Bueno, hay que ver las cosas del lado positivo: nunca había tenido una cita con un ladrón de mágaras.
Murri me miró con escepticismo, e iba a contestar, pero en ese momento llegamos al Termondillo y Rowsin se giró hacia nosotros.
—Basta de secretillos —nos dijo alegremente—. ¡El Termondillo nos espera!
—Las damas primero —soltó Azmeth. Por la manera con que miró a su compañera, deduje que había algo más que amistad entre ellos. Laygra me lo hizo saber al guiñarme un ojo sin ninguna discreción.
Cuando entramos en el Termondillo, supe enseguida que aquello era un establecimiento de lujo. Primero, había que pagar la entrada. Murri se encargó de ello, pagando también la de Jirio, porque no había llevado dinero. Tuve que estar repitiéndole varias veces a Jirio que no pasaba nada, que nos devolvería el dinero si tanto le molestaba, para que al fin dejase de gruñir.
Sinceramente, no me sentía a gusto en ese lugar. Era por supuesto un lugar de diversión para los estudiantes de la academia. Tenía varias salas, unas eran de juego, otras eran bares y hasta había una sala de teatro en la que a veces daban funciones. Laygra, Rowsin y Azmeth se separaron pronto, quedándose con otro grupo instalado en una mesa. La mayoría de los estudiantes que ahí estaban tenían más de dieciséis años, y bien creo que yo era la más joven de todo el establecimiento, pues hasta Steyra tenía quince años y Jirio catorce.
Yerbik y Sothrus se pusieron a jugar a cartas con pequeñas sumas de dinero. Jirio había entablado conversación con una joven elfa que lo miraba con fascinación y que, por lo visto, había bebido más de la cuenta. Murri, después de decirme que me lo pasara bien, había desaparecido de la sala y no sabía adónde había ido. En una esquina, sentado en un taburete, un humano de unos veintitantos años tocaba la guitarra alegremente mientras en la sala estallaban carcajadas y voces difuminadas.
Suspiré y me giré hacia Steyra, quien parecía tener la misma sensación de agobio que yo.
—¿Nos sentamos? —le propuse, como llevábamos un buen rato de pie, observando la sala.
La enana asintió con la cabeza y tomamos asiento en una mesa de cuatro, junto a la ventana. Afuera, el cielo se había vuelto gris y caía una fina llovizna refrescante. Por la calle, abajo, pasaban rápidas siluetas vestidas con los trajes más ridículos que había visto en mi vida, pero que parecían estar de moda en Dathrun.
—¿Cómo pueden caminar con esos zapatos elevados? —me pregunté en voz alta.
Steyra siguió mi mirada y se echó a reír, muy divertida.
—Se llaman tacones —me dijo—. ¿Jamás habías visto zapatos así? —negué con la cabeza—. No son muy cómodos —admitió—, pero la moda es la moda. Aunque debo confesarte que jamás había visto a una enana llevar tacones hasta llegar a Dathrun. Esta ciudad es un verdadero caos, y ya nada de lo que la gente pueda llevar me podría sorprender —suspiró y miró hacia el interior—. Jamás había entrado aquí. Tenía entendido que iban aquí estudiantes con más edad.
—Eso no parece molestarle a Jirio —observé, con una media sonrisa, al ver que el ternian se había sentado a una mesa con un grupillo de jugadores y que acababa de ganar nada menos que diez kétalos con los dos kétalos que le había prestado Yerbik, el humano amigo de Murri.
Iharath, el semi-elfo, apareció de pronto ante nosotros con una sonrisa en la cara. Tenía el pelo pelirrojo que bajo la luz de las arañas brillaba como el fuego.
—¿Puedo unirme a vosotras, señoritas?
—Por supuesto —contesté como Steyra no contestaba nada.
—¿Qué tal os parece el Termondillo? —preguntó con aire burlón, tomando asiento junto a Steyra y luego, fijándose en nuestra cara aburrida, se inclinó hacia nosotras, bajando la voz—. Sinceramente, os entiendo. En este sitio sólo se piensa en el dinero, en la bebida y en las chicas. Y podéis estar seguras de que no encontraréis a nadie que tenga una conversación inteligente.
Enarqué una ceja e intercambié una mirada con Steyra.
—¿Dónde está Murri? —pregunté.
Iharath miró a su alrededor con una ojeada rápida y luego volvió a posar sus ojos violetas sobre nosotras.
—Le habrá visto a Sarmyn.
—Oh. ¿Quién es Sarmyn?
—A menos que le hubiese visto a Leriam.
—¿Leriam? —repetí.
Iharath se echó a reír ante mi incomprensión y luego se levantó de un bote.
—¿Queréis que os traiga algo de beber? Alcohol no, claro, no os conviene, pero ¿algo de agua o zumo?
Entorné los ojos, mosqueada. ¿Quiénes eran Sarmyn y Leriam?
—Zumo de naranja —dijo Steyra, antes de que pudiese preguntárselo otra vez.
—Marchando dos zumos de naranja —replicó el semi-elfo, desapareciendo a la velocidad del relámpago.
—¿Qué ha querido decir con…?
—Oh… —dijo Steyra, con el ceño fruncido—. Quizá sean amigas.
—Mm… —solté por toda respuesta.
Cuando volvió Iharath, lo seguía Murri de cerca. Tenía el pelo mojado, como si hubiese salido del establecimiento y se hubiese quedado bajo la lluvia durante diez minutos sin pestañear.
—Aquí están los zumos —anunció Iharath, posándolos sobre la mesa—, y aquí está Murri.
—Murri, ¿quiénes son Sarmyn y Leriam? —pregunté indiscretamente.
Murri se ruborizó y se giró vivamente hacia su amigo, dándole un empujón.
—¡Iharath! ¿No me digas que has estado…?
El semi-elfo soltó una carcajada.
—Venga, vamos, compañero, todo el mundo sabe que tienes un éxito tremendo con las hermosas damas de por aquí. Sólo estaba intentando adivinar con cuál estarías ahora. Cosa sumamente difícil.
Murri sonrió, con un aire soñador, e hizo un gesto de la mano.
—Eso no es verdad. Quizá antes. Ahora es más serio.
Su sonrisa se había ampliado, y tenía una cara tan tonta de enamorado que Steyra y yo nos echamos a reír por lo bajo.
—¿Oh? —dijo el semi-elfo, con aire súbitamente interesado—. ¿Y se puede saber quién es la hermosa doncella que ha retenido tanto tu atención?
Murri se sentó lentamente y sorbió un trago de cerveza.
—Kéysazrin —murmuró—. Es la más hermosa mujer que he visto en mi vida. Y la mejor. —Agitó la cabeza más enérgicamente—. Me casaré con ella algún día, puedes creerme, Iharath, no la dejaré escapar.
Iharath observó a su amigo con una sonrisa.
—Así me gusta, viejo, que te impongas. ¿Pero por qué no has podido hablarle más tiempo? Venga, vete a por ella, amigo.
Murri negó con la cabeza.
—Hoy sólo he podido verla pasar por la calle. Esta noche le hablo.
—No te olvides que empezamos mañana a las ocho —le recordó Iharath, burlón—. ¿Pero dónde vive la muchacha?
Murri se dio de pronto cuenta de que no estaba a solas con su amigo y se levantó de un bote.
—Esta misma noche —repitió, y salió de la sala con un paso precipitado.
—Mm —soltó Iharath, pensativo, cruzándose de brazos.
—Está feliz como un caracol en un día de lluvia —comenté.
El semi-elfo parpadeó y me miró con una media sonrisa.
—¿Como un caracol en un día de lluvia? Más bien como un joven enamorado al que le patina de pronto la azotea. Curioso cómo se ha puesto.
—Parece serio.
—Sí —dijo simplemente—. Parece serio.
De hecho, cuando volvimos a la academia, Murri no apareció por ningún lado.
Al día siguiente, llegué a clase de Historia acompañada de Steyra, Zoria y Zalén así que afortunadamente no me perdí por el camino. Jirio no apareció por ningún sitio, pero al parecer, según las gemelas, Jirio se saltaba muchas clases. Además, el día anterior había acabado electrificando un juego de cartas y el propietario del mazo debía de ser muy sensible porque se le había escapado un puñetazo. De ahí que el joven ternian hubiese estado sangrando de la nariz durante todo el trayecto de vuelta.
El profesor Tawb ya estaba en el aula cuando entramos. El ternian llevaba el mismo hábito negro que el día en que había pasado la prueba de admisión. Nos recibió a todos dándonos los buenos días muy formalmente y con la misma amabilidad con la que me había dirigido la palabra dos días antes. Ni Yinur ni Áynorin contaban la Historia como lo hacía el profesor Tawb y me sorprendí al descubrir que lo escuchaba con fascinación porque aún recordaba lo poco que me gustaba aprender la Historia, que eran sólo a fin de cuentas hechos pasados y muertos. El profesor Tawb, sin embargo, parecía contar el pasado como una serie de cuentos. Conocía tantos detalles sobre los acontecimientos que no me hubiera extrañado si el duque de Esolia de los años 5430 hubiese aparecido en el marco de la puerta, llevando su espada a la cintura y desafiando al rey Galmasior~II, delante de toda una corte de testigos.
Después de Historia, tuvimos clase de Armonía con la profesora Yadria, que era la elfocana que había presidido el consejo para mis pruebas. Era una persona seria y estricta, pero buena profesora. Hicimos una clase de prácticas, cosa que me dejó un poco nerviosa al principio, porque sobre las armonías sabía mucho de teoría pero sabía que me faltaba mucha práctica, claro que lo que sabía resultó ser muy superior a lo que sabía la media de la clase. El primer ejercicio era crear una onda de sonido y eso no me costó nada pese a que las ondas de sonido no eran lo que mejor me iba de las armonías. Luego los ejercicios se fueron complicando. Tuvimos que imitar una melodía de cinco notas, con lo que el aula se transformó en una cacofonía disonante que me obligó a taparme los oídos. Jirio, que había aparecido en medio de la clase sin que nadie se enterase, soltó en un momento una onda de electricidad y el sonido que salió me recordó al sonido de la arpïeta que había oído de pequeña, cuando tenía ocho años. Apreté más fuerte mis orejas, estremeciéndome.
—Parad, parad —bramó la profesora Yadria al de un rato, cuando ya nadie parecía acordarse de la melodía que había que imitar.
Las últimas en emitir algo fueron las gemelas, que soltaron un sonido parecido al de la gaita.
—Ya basta —repitió la profesora.
La melodía de las gemelas acabó en una sonido discordante parecido a una nota de piano grave. El silencio cayó en el aula.
—Bien. La próxima vez practicad un poco más antes de venir a clase. Bien —repitió—. Ahora vamos a practicar la emisión de la luz. Y no me utilicéis otras energías que las armónicas. Fuera todo lo que tenga que ver con el arte invocatorio, ¿de acuerdo? Bien, quiero que me consigáis esto.
Levantó una mano y de pronto apareció un círculo luminoso silenciosamente que fue paseándose por la sala mientras los estudiantes trataban de conseguir el mismo resultado. Al menos esto sí que sabía hacer, me dije, mientras observaba que Steyra invocaba una madeja de hilo blanco.
Con un sonrisa triunfal, levanté la mano e hice aparecer un globo luminoso como el de la profesora Yadria. Era más difícil hacerlo levitar y volar. Me concentré. Sólo había que pensar que la luz era un globo sólido y que podía subir como una pompa de jabón…
De pronto, alguien se me tiró encima y mi globo de luz se fue en línea recta hacia Yensria, quien se quedó con la piel brillante durante unos instantes aunque pronto volvió a la normalidad. Entretanto, noté pasar sobre mi cabeza un relámpago que fue a empotrarse contra una planta que había junto a la pizarra. El arbolillo se puso a echar llamaradas y consumirse rápidamente mientras la profesora Yadria, desazonada, repetía: “¡Mi nepario! ¡Mi planta!”
—¿Qué…? —solté, sin entender nada, sintiendo que Zalén ya no me mantenía contra el suelo.
Cuando me levanté, vi que todas las miradas estaban posadas sobre Jirio, el cual estaba muy pálido y tremendamente avergonzado.
—¡Jirio! —soltó de pronto la profesora Yadria, habiendo perdido su compostura.
Jirio bajó los peldaños del anfiteatro y se dirigió hacia la profesora, cada vez más pálido.
—¡Jirio! ¿Fuiste tú? —vociferó.
—Sí, señora —contestó él, la cabeza gacha.
—¡Podrías haber herido a alguien!
—Sí, señora.
—¡Fuera de aquí!
Jirio retrocedió de un paso y luego asintió y sin una palabra se dirigió hacia la puerta, la abrió y la volvió a cerrar, en silencio. La profesora Yadria inspiró hondo. Enseguida empezaron a oírse murmullos en la sala.
—Qué rayo —le murmuró Zoria a Zalén, admirativa.
—Yo también sabría hacer algo así —replicó Zalén, y frunció el ceño, pensando seguramente en cómo podría probar lo que acababa de decir.
—Por cierto, Zalén, gracias por haberme apartado del camino —le dije, agradecida.
—Me debes una —me soltó.
—Ve apuntándolo —le aconsejó Zoria.
—Por favor, silencio —dijo entonces la profesora. Parecía recuperada del susto, aunque la vi echar alguna mirada lastimosa hacia su planta—. Iremos a hacer las prácticas en la sala Circular de al lado, será menos peligroso.
—¿Para quién? —replicó Steyra en voz baja.
—Para sus plantas, obviamente —contesté.
Nos trasladamos a la sala Circular y continuamos las prácticas ahí. Hacia el final de la clase, la profesora Yadria parecía haber olvidado el incidente. Luego nos dio deberes y los alumnos le devolvieron un deber que tenían que hacer para aquel día. Me dejó impresionada la pila de papeles que tenía luego la elfocana en la mesa.
—¿Qué castigo creéis que le van a dar a Jirio? —preguntó Steyra mientras salíamos de clase.
—Considerando que ya tiene prohibida la entrada a la Biblioteca y a los Archivos… —empezó a decir Zoria.
—Y que les cae mal a Erkaloth y a Hayma… —siguió Zalén.
—Creo que le darán un trabajo de limpieza —soltó Zoria—. Suele ser así.
—Sí, claro —dijo Steyra, sonriendo—, vosotras ya tenéis experiencia en castigos, lo había olvidado.
—¿Le han prohibido la entrada a la Biblioteca? —repetí, incrédula.
—Un día carbonizó un libro bastante antiguo difícil de encontrar —contó Zoria, con una risita—. Suerte que tenga una familia rica. Pagaron los daños y financiaron a cinco escribanos para que copiasen el libro que había en Aefna y así se restituyó el ejemplar. Eso pasó el mismo mes en que llegamos nosotras a la academia, ¿verdad, Zalén?
—El segundo —la corrigió ella.
—El primero.
—No, fue el segundo. Fue poco después de que te tiñeras el pelo de azul.
—¡De negro! —exclamó Zoria, indignada—. Me lo teñí de negro.
—Mentirosa. Era azul.
—¡Mentirosa tú!
Puse los ojos en blanco y suspiré. Fuimos a comer a la Sala Derretida, lejos de las ventanas porque el viento se había puesto a soplar y la lluvia goteaba por uno de los cristales recientemente roto por una riña que me habían contado. Como era el última día de clase, todos se preparaban para volver a sus casas familiares. Steyra se iría muy temprano, al día siguiente, para ir a casa de su tío, en Ombay, y Zoria y Zalén se iban aquella misma tarde pues un coche les vendría a buscar del otro lado del puente hacia las cuatro para llevarlas a algún sitio, en Dathrun. Después de comer en la Sala Derretida, las dejé preparar sus maletas y salí en busca de Laygra y Murri. Como no los encontré en la Sala Erizal, me dirigí a la enfermería Azul. Al llegar entre los árboles, oí un ruido entre los arbustos y vi a Syu aparecer con una pelota violeta en la mano. Me sonreí.
«Hola, Syu.»
«¡Buenos días!», me contestó, sacando de pronto otras dos pelotas y poniéndose a hacer malabares. Las pelotas giraban tan rápido que al de un rato me mareó seguir el movimiento.
—Vaya, Syu. ¿Desde cuándo sabes hacer eso? —le pregunté dejándome caer sobre la hierba.
El mono hinchó el pecho, orgulloso. «Es el viejo, el que la ahogadora llama el Doctor. Un viejo sabio. Pero no es tan hábil como yo.»
—No me digas —repliqué—. Muy bien. A ver, déjame que te enseñe lo que es hacer verdaderos malabarismos. Venga, pásame las pelotas.
Enseguida, Syu protestó, soltando ruidos escépticos, pero luego, llevado por la curiosidad, me las pasó.
—Gracias. Y ahora, admira a la profesional.
Syu puso los ojos en blanco pero se sentó, con los brazos cruzados, esperando. Con una sonrisa pícara, me puse a dar vueltas a las pelotas en el aire, tirándolas cada vez más rápido. Estuve así un momento, y luego dije, muy concentrada:
«Ahora te voy a pasar una pelota y me la vas a devolver.»
Le tiré la pelota y poco después estábamos tirándonos las tres pelotas, dando vueltas y haciendo el tonto entre los árboles. Syu era rápido, pero no estaba habituado a ese tipo de ejercicio y me reía al verlo gruñir cuando se le escapaba la pelota. Yo sólo la perdí cuando Syu se decidió a hacer trampas, tirándomela lejos o demasiado baja: era un mal perdedor.
—Menuda pareja —dijo de pronto una voz anciana, riendo.
El mono, tan ensimismado en el juego, se giró y recibió la pelota en la cabeza.
—Au —dijo, masajeándose la cabeza. Imitó tan bien la voz humana que solté una carcajada.
—Buenos días, señor —dije, girándome hacia un anciano humano que se apoyaba en una cachava—. ¿Es usted el doctor Bazundir, verdad?
El anciano asintió con la cabeza, sonriendo.
—Sí, soy yo.
—Mi hermana me ha hablado de usted. Al parecer, también oye los pensamientos de Syu.
—Sus pensamientos no. Más bien sus palabras mentales —rectificó.
—Ya.
Permanecimos unos segundos en silencio, mirándonos. El doctor Bazundir parecía maravillado por algo.
—¿Ocurre algo, señor? —le pregunté, al de un momento, al verlo asentir la cabeza por la enésima vez, las comisuras de los labios levantadas.
—¿Cómo dices? Oh, ya lo creo que ocurre algo. Venid, os invito a tomar una infusión.
—¿Os? —repetí.
—Syu y tú. ¿Sabes? Laygra también me ha hablado de ti. Créeme, normalmente nunca se olvida de darles de comer a los peces del acuario, y se olvidó de hacerlo el día en que llegaste. Estoy seguro de que te echaba mucho de menos —comentó.
Syu saltó sobre el hombro del anciano y los seguí con presteza. Laygra me había hablado mucho del doctor Bazundir y tenía curiosidad por saber qué personaje era aquél. Mi hermana decía que había sido un gran curandero en sus tiempos y que era él quien cuidaba de los animales y quien se había asegurado de que ese rincón de bosque dentro de la enfermería Azul no desapareciera.
Su casa era un hueco situado al final del pequeño parque, metido entre la roca. Tenía todo el mobiliario necesario además de unas placas calientes para cocinar y una estantería con enseres de cocina y botes llenos de plantas y ungüentos.
—Sentaos y poneos cómodos —nos dijo el doctor cuando entramos—. Como ves, no es una casa muy espaciosa, pero se está bien y al mirar por la ventana casi se diría que estamos en medio de un bosque.
Lo comprobé, mirando a través de una ventana redonda. De hecho, parecíamos estar en un claro, en medio de un bosque. Después de dar una vuelta por las estanterías y echar un vistazo curioso un poco por todos los rincones, me senté en una de las sillas mientras mi anfitrión ponía agua a hervir y contemplé las florecillas que había plantado Bazundir junto a su casa.
—Veo que le gusta la jardinería —comenté.
—Oh, mucho, muchísimo —aseguró él, sacando un bote y posándolo en la mesa—. Cultivo todo tipo de cosas. Mi jardín es precioso, ¿verdad?
—Ya lo creo.
—Esto —me dijo, señalando el bote sobre la mesa— es moigat rojo, ¿alguna vez lo has probado?
Agrandé los ojos por la sorpresa.
—¿Moigat rojo? Pero…
—Sí, lo sé, por aquí no se cultiva. Intenté cultivarlo en mi huerta, pero todos mis intentos fueron vanos, esta planta necesita un cierto equilibrio del morjás que no he conseguido alcanzar todavía. Este bote viene directamente de un mercader de Yurminth que comercia con las Tierras del Hierro. Cada vez que pasa por aquí me trae un kilo entero de flores de moigat rojo.
—Me gustaría probarlo —le dije—. No sabía que se hicieran infusiones de moigat rojo. Pensaba que sólo lo ponían en los pasteles. He oído decir que es muy azucarado y que te deja la boca echando llamas al de unos minutos.
Bazundir soltó una carcajada.
—Eso depende de las cantidades que echas. Pero sí, estas hierbas te pueden destruir el estómago si se toma demasiado. Sin embargo —prosiguió, abriendo el bote—, una pizca de moigat rojo es excelente para la salud. Puedes creerme, llevo más de veinte años tomando una infusión de moigat rojo todos los días.
Cuando estuvo hirviendo el agua, vertió una pequeña cucharada de hierbas en la olla y poco después nos sirvió a los dos una taza llena de un líquido rojo como la sangre. Humeé el vapor con minuciosidad. Olía a hierba cortada y a fresas azucaradas al mismo tiempo.
—He notado algo curioso en ti —dijo el anciano.
Estaba a punto de decidirme a probar la infusión pero su tono me llamó la atención y alcé la mirada para observarlo con detenimiento. ¿Estaría intentando decirme que sabía que tenía parte de la mente de Jaixel en mí? ¿O bien solamente quería decir que no parecía una ternian con los modales de una familia como las tenía la mayoría de los estudiantes de Dathrun? A menos, me dije nerviosa, a menos que me lo estuviese inventando todo.
—¿Qué quiere decir? —balbuceé.
Bazundir tomó un sorbo y se levantó.
—Espera, ¿quieres unas galletas? Me las hago yo mismo de una receta que me dio un elfo, un día. Son deliciosas. Bueno, al menos para mí lo son. Dime qué te parecen.
Turbada, cogí una galleta y me la metí en la boca. Mastiqué con decisión y tragué.
—¡Absolutamente deliciosa, doctor!
El viejo doctor pareció halagado por el aprecio que demostraba por sus galletas.
—Entonces coge cuantas te apetezca. A ti no sé si te viene bien —le dijo a Syu mientras éste miraba el plato con ojos ávidos. El mono soltó un gruñido protestón, robó una galleta y se sentó en el borde de la ventana abierta, listo para huir si era necesario.
«Que aproveche», le solté, divertida, mientras él masticaba la galleta con la boca llena.
La conversación del doctor Bazundir era agradable y casi me hizo olvidar todos los problemas que tenía en ese momento. A decir verdad, él me hacía más preguntas a mí que yo a él. Me preguntó lo que pensaba de la situación política en las Comunidades de Éshingra y tuve que hacer un esfuerzo de memoria para rememorarme los nombres de los Cuatro Reyes Mayores y de los Cinco Menores. Resultó además que el libro de historia que nos había hecho leer el maestro Yinur sobre las Comunidades de Éshingra tenía más de diez años así que uno de los reyes, Tarebuth-sut, ya había pasado a mejor vida.
El moigat rojo no era tan azucarado como lo parecía pero al tomar el primer sorbo me ardió la boca, y me invadieron mil sabores diferentes. También me preguntó el anciano qué sabores reconocía.
—Esa pregunta no es fácil —dije, tomando otro sorbo del líquido rojo—. Huele a hierba cortada y a fresas, pero sabe a algo así como a regaliz y a tomate agrio. —Fruncí el ceño—. De hecho, no está tan azucarado como pensaba.
Bazundir asintió con la cabeza. Parecía estar pensando en otra cosa y lo dejé meditar mientras admiraba el jardín florido, intentando no pensar en nada.
«Me voy», dijo entonces el mono gawalt.
«Hasta luego, Syu», contesté con un movimiento de cabeza. Syu recogió las pelotas y se marchó entornando los ojos al ver que lo miraba con aire burlón. «Me parece bien que sigas practicando los malabares», le solté cuando salía. Respondió con un resoplido ruidoso.
Cuando giré la cabeza otra vez hacia el doctor Bazundir, éste me observaba detenidamente.
—Curioso —masculló, como para sí.
Fruncí el ceño, de pronto desconfiada.
—¿Qué es curioso, doctor Bazundir?
—Vosotros dos —contestó—. Verás, tengo bastante práctica en todo lo que se refiere a la energía bréjica y puedo asegurarte con toda la seguridad del mundo que nunca había visto a una joven de tu edad capaz de esconder tan bien un intercambio mental, y menos con un mono gawalt.
Lo miré, boquiabierta. No me esperaba para nada que sacase aquel tema.
—¿De veras? —farfullé.
—Sí, los monos gawalts son muy parlanchines y muy inteligentes, pero no suelen establecer un vínculo con los saijits, simplemente porque los desprecian. Dicen que tenemos todos un comportamiento muy mediocre. —Sonrió y carraspeó al ver que yo lo miraba como pasmada—. Tan sólo quería decirte esto, joven ternian, porque tenía la impresión de que no eras consciente de ello.
Lo observé unos momentos, dubitativa. ¿Qué quería decir con que Syu había establecido un vínculo conmigo? ¿Y por qué parecía tan turbado?
—¿Consciente de qué? —pregunté entonces.
El doctor Bazundir suspiró y acabó el fondo de su taza con un largo trago. Sus ojos brillaban extrañamente cuando me miró.
—Pues consciente de que el intercambio mental entre Syu y tú no utiliza energía bréjica.
Siguió mirándome insistentemente, como si su frase tuviese algún sentido evidente que vacilaba en decirme claramente. Observé el poco líquido rojo que quedaba en mi taza y le di vueltas, reflexionando. Al cabo, suspiré, vencida.
—No le entiendo, doctor. ¿Qué significa eso? Creía que todos los intercambios mentales necesitaban energía bréjica…
—Pero tú no sabes utilizar la energía bréjica y ni te darías cuenta si la utilizases. Tu hermana la utiliza. Inconscientemente, claro, pero la utiliza: lo sé porque noto las ondas bréjicas cuando habla con Syu o con la ardilla de Reisil o cualquier otro animal. En cambio, cuando Syu y tú habláis… Nada.
—¿Nada? —repetí, un poco perdida.
—Nada —confirmó el doctor Bazundir, levantándose y dirigiéndose hacia la ventana.
Acabé de vaciar la taza de moigat rojo y me removí nerviosa en mi asiento.
—Bueno… ¿Y entonces qué es, si no es energía bréjica?
El doctor Bazundir contemplaba el parque con tranquilidad y cuando respondió lo hizo sin mirarme.
—Es algo que todo el mundo conoce pero que poca gente llega a utilizar.
—Oh, ¿es algún don o algo así? —pregunté, escéptica.
—¿Un don? —repitió el anciano, girándose hacia mí—. Bueno, no exactamente. Quiero decir que mucha gente de este mundo sería capaz de utilizar esa energía pero no se usa y por varias razones. Primero, porque es una energía difícil de controlar —se estremeció—. Vaya, hoy hace fresco, cualquiera diría que estamos en verano.
Paseé la mirada por la habitación.
—¿Quiere que le pase el abrigo aquél? —le propuse.
El doctor Bazundir tosió y carraspeó, gruñendo.
—No estoy tan viejo como para necesitar una sirvienta —repuso—. Lo cogeré yo mismo.
Cerró la ventana y luego atravesó la habitación para ir a buscar su abrigo. Una vez abrigado, se fue a sentar en la butaca junto a la cocina y yo fui a sentarme sobre la alfombra, mirándolo fijamente.
—¿Y luego? ¿Qué energía es exactamente ésa de la que habla?
—Oh. Ya. Así que no sabes qué energía es. —Negué con la cabeza firmemente—. Bien. Te diré una cosa: no te creo. Con los problemas que ha habido últimamente, me extraña que no hayas oído hablar de los yedrays.
Fruncí el ceño, intentando recordar. Yedrays. ¿Alguna vez había oído aquella palabra? En aquel instante, al menos, no me sonaba, aunque según él era muy común.
—Veamos —empecé a decir con lentitud—, esos yedrays son… —agrandé los ojos de pronto—. Espera, ¿ha dicho yedrays? ¿También se les llama las hadas negras, verdad? Sí, utilizan una variante de la energía del pairás, claro que he oído hablar de ellos, por Ajensoldra también… quiero decir… bueno, pero, ¿qué tiene que ver un hada negra con…? —Fruncí el ceño, turbada—. ¿Eh? —solté, alzando la vista hacia él, inquieta.
—Se te da muy mal mentir —apuntó el doctor Bazundir, sonriente—. Sabes, es inútil intentar convencer a nadie de que vienes de las Comunidades de Éshingra. Tienes un acento ajensoldrense de mil demonios… yo diría del este de Ajensoldra, para ser exactos. ¿Ató, quizá? —Se rió de mi expresión aturdida—. Sí, tiene que ser por ahí.
Recuperada del susto, carraspeé.
—Mi familia viene de ahí, pero yo soy de un pueblo llamado Numkaar —dije con desafío, repitiendo la frase que me había aprendido casi de memoria.
—Claro, por eso tus hermanos tienen el mismo acento que tú, porque crecisteis todos juntos. Pero basta de mentiras —me dijo, levantando una mano para prevenir la oleada de objeciones y argumentos que se me ocurrían en el instante—, no pretendo sonsacarte cosas que no me conciernen.
Nos quedamos mirándonos un momento, en silencio, y luego carraspeé, más tranquila.
—¿Y bien? ¿Qué tienen que ver los yedrays en toda esta historia? —pregunté.
—La gente cree que los yedrays utilizan el mismo pairás que algunas criaturas subterráneas, como los nadros del miedo. En realidad, lo que utilizan es una variante del pairás, como has dicho muy bien antes. A esa variante la llaman el kershí. Y los yedrays son en realidad un nombre vulgar para llamar a todos los que utilizan esa energía. Supongo que habrás oído hablar del problema que hubo hace menos de un mes.
Fruncí el ceño y negué con la cabeza ante su mirada interrogante.
—Confieso que últimamente no estoy muy al tanto de lo que pasa por la Tierra Baya —dije.
No mencioné que, perdida en el valle de Éwensin, me habría resultado difícil mantenerme al corriente de nada. Ni me habría enterado si de pronto toda la Tierra Baya hubiese sido anegada por las aguas, así que como para enterarse de no sé qué evento acontecido en las Comunidades de Éshingra sobre un grupo de hadas negras.
—Bueno. Pues te contaré la historia desde el principio. Ya sabes que los yedrays no son bien acogidos en las Comunidades de Éshingra, ni tampoco en Ajensoldra por cierto. Los consideran como gente poco fiable, con un carácter oscuro e impredecible. Las hadas negras de las que has hablado son sólo un grupo restringido de yedrays, una cofradía de muy mala fama que mancilla, entre otras, el prestigio de las hermandades del kershí por ejemplo. Hubo un tiempo en que aquella energía era considerada casi como una energía asdrónica y al que la practicaba lo consideraban como a un celmista. Pero esas cosas cambiaron hace mucho tiempo, en la segunda mitad del siglo cuarenta y tres. En aquella época, los yedrays empezaron a ser perseguidos por toda la Tierra Baya. Los primeros en echarlos de sus tierras fueron los Ajensoldrenses y ante la invasión de yedrays, las Comunidades de Éshingra, que entonces eran una unión de repúblicas, los fueron llevando a las fronteras del este y del norte.
Fruncí el ceño, pensativa. Aquella época se enseñaba siempre mucho más que otras épocas en Ató, porque había sido en aquel momento cuando había nacido la religión eriónica en Ajensoldra, tras la batalla de la Colina de la Paz, en el año 4259. Tras ese año, los elfos oscuros echaron o esclavizaron a pueblos enteros, sobre todo caitos y humanos. Me sentí orgullosa por acordarme de varios nombres de generales y dirigentes que se habían distinguido por sus acciones en aquella época.
—Las hermandades del kershí desaparecieron oficialmente y todo el sistema de las cofradías yedrays se desmoronó —continuó el anciano—. Pero jamás dejaron de existir cofradías yedrays y hoy todavía varias suponen graves problemas para las Comunidades. Por supuesto, habrá yedrays que no provoquen ningún daño a nadie, aunque el simple hecho de querer aprender a controlar el kershí es para muchos motivo de arresto. Principalmente por la existencia de algunos clanes que se hacen pasar por yedrays y que no lo son. Mira el Clan de Aynarheth, ¿jamás oíste hablar de él? Ah, veo que sí. Pues sabrás entonces que sus miembros son en realidad unos ladrones y unos bandidos, pero reivindican la apelación de yedray. Ya ves qué fines ha acabado por tener el kershí antaño tan respetado. Y ahora para la inmensa mayoría, yedray es sinónimo de oscuridad, maldad y, sí, muchos pensarán que es sinónimo de hada sombría. Pero hablemos ahora del caso que tuvo lugar hace poco —dijo, cambiando de tono.
Casi todo lo que decía lo sabía ya más o menos, pero las consecuencias de sus insinuaciones me habían dejado aterrada. La mente en ebullición, escuché el final de la explicación del doctor Bazundir. El anciano parecía disfrutar contándome esa historia.
—Hace poco, como digo, la Guardia de Ombay descubrió uno de los refugios del Clan de Aynarheth. Fueron ahí a sacarlos y sólo consiguieron coger a uno de los miembros, y además era joven, no tenía ni diez años. El niño capturado no quiso contestar a ninguna pregunta pese a la insistencia de la guardia. Nadie sabe cómo, consiguió salir de su celda una noche y fue entonces cuando asesinó al jefe de la Guardia de Ombay antes de fugarse. Desde aquel día, entendieron que había que hacer algo contra el Clan de Aynarheth y las represiones contra los yedrays aumentaron. Y bueno, después de oír decenas de casos de yedrays encarcelados y condenados a la horca, apareces tú, utilizando el kershí alegremente sin esconderte siquiera. Lo que no entiendo es cómo has podido aprender el kershí sin darte cuenta, cuando apenas sabes utilizarlo como los principiantes. Es una energía muy peligrosa y es imposible utilizarla sin saber un mínimo sobre ella. Admito que no lo entiendo.
Calló y un silencio pesado cayó sobre nosotros. De repente me di cuenta de que no había tomado aire desde hacía tiempo e inspiré hondo.
—Voy a hacerle una pregunta tonta —anuncié—. ¿Por qué está tan seguro de que yo utilizo el kershí?
—Ya te he dicho que tenía ciertas bases en energía bréjica. Es una energía mental. Puede sondear y ver.
Lo miré de hito en hito, alarmada.
—¿Qué puede ver?
El doctor Bazundir me contempló, sonriente.
—He ido tanteando la superficie de tu mente y me he dado cuenta de que eras una gran aficionada al jaipú.
Enarqué una ceja, confusa.
—¿Y eso qué tiene que ver?
—Bueno, nada, sólo era una observación.
—Doctor Bazundir, ¿qué más ha visto? —pregunté con tono inquieto.
—Bueno, cuando hablas con Syu, es como si se abriese un vacío entre el mono y tú, como si no fuese necesario ningún tipo de ondas energéticas para atravesar la distancia que os separa. Sólo una energía dársica puede tener ese efecto. Y sólo el kershí puede utilizarse para el diálogo mental a distancia.
—Me parece muy seguro de lo que dice —pronuncié, intentando no evidenciar el alivio que me había invadido al entender que el doctor Bazundir no había podido profundizar en sus búsquedas mentales.
—Y lo estoy. He leído más de un libro sobre el tema. La verdad es que siempre me ha interesado el kershí. Es uno de esos oscuros sueños que uno guarda años y años en el corazón sin hacerle caso. —Se echó a reír y luego agitó la cabeza, suspirando.
Cuando crucé su mirada melancólica me di cuenta, de pronto, de que el doctor Bazundir estaba dándome una información muy grave que alguien que le quería mal podría utilizar contra él. Sin duda, tener tantos conocimientos sobre una energía maldita de por sí era más que sospechoso.
—Si realmente están haciendo una redada contra los yedrays, ¿por qué hablarme de esto ahora? —le pregunté—. Lo más sencillo sería denunciarme.
—Lo más sencillo sería pasar de todo —me corrigió él con tranquilidad—. Pero descuida, no quiero tener nada que ver con la Justicia. Además, los yedrays que persiguen no son como tú. Te he observado, sé que no serías capaz de hacerle daño a nadie, ¿verdad?
Pensé en el dragón de Tauruith-jur que había caído en medio de la sala donde se festejaba la Cena de la Abundancia y tuve que hacer un esfuerzo para no pensar en la gente que aún no había tenido tiempo de escapar y que se había quedado ahí para siempre. Según Aryes, él también había realizado un sortilegio órico que había rebotado el veneno tóxico contra la bestia, pero yo seguía estando convencida de que el dragón se había puesto a agitarse por el sortilegio de cosquilleo que le había echado sin querer.
Con sumo esfuerzo, le dediqué una media sonrisa al doctor Bazundir.
—¿Por qué me lo pregunta, si está tan seguro?
El anciano me contempló con perplejidad y luego suspiró.
—Tus hermanos son personas adorables —dijo—. Sobre todo le conozco a Laygra, pero Murri también es un buen muchacho. Ninguno de los dos es muy hábil en lo que se refiere a las energías, aunque tampoco destacan porque muchos alumnos sólo vienen aquí para comprar el diploma de celmista al cabo de unos cuantos años de estudio, y el nivel no es precisamente excelente.
—Es curioso —dije—, porque de donde vengo siempre se ha dicho que la academia de Dathrun es una de las mejores academias de la Tierra Baya.
—Oh, claro, de aquí salen los mejores celmistas, ni en Aefna son tan buenos —afirmó, con tanta seguridad que lo miré con aire burlón—, pero esta academia antes era menos generosa creando puestos de estudiantes. Ahora, quien pueda pagar una buena cantidad de dinero tiene las puertas abiertas.
—Mis hermanos trabajan muy duro y no se les acepta únicamente por el dinero —protesté.
El doctor Bazundir se encogió de hombros sin replicar y mi falta de insistencia me avergonzó porque me daba cuenta de que efectivamente ni Murri ni Laygra llegaban a tener el nivel de un nerú en Ató, incluso Taroshi sabía controlar mejor su jaipú.
—Doctor —dije de pronto.
—¿Sí?
—Me he dado cuenta de una cosa al venir aquí que me ha sorprendido muchísimo.
—¿De qué se trata, joven ternian?
—Oh, llámeme Shaedra —le dije con educación—. Pues se trata del modo de enseñar y de aprender. Esta mañana he observado que la mayoría de los de mi clase no saben encender una luz armónica para que dure. Bueno, y un chico me ha contado que había muchos accidentes por las energías.
—Es cierto.
—Y bueno… me da la impresión de que no consideran que el jaipú es una parte esencial para estabilizar las energías asdrónicas. Quiero decir que no he visto a ninguno de la clase utilizar el jaipú para realizar el sortilegio.
—Oh, sí. Te refieres a eso. Bueno, existen diferentes modos para ejecutar un conjuro. Ahora bien, no sé cuál es el mejor de todos. Supongo que ninguno. Cada cual debe adaptarse a lo que mejor le convenga, ¿no crees? Pero tienes razón en cuanto al poco caso que le dan al jaipú en esta academia. Todo no puede ser perfecto.
Suspiré y entonces hice la pregunta que me quemaba por dentro:
—¿Qué piensa hacer? Si realmente he utilizado el kershí del que hablaba… ¿no lo dirá a nadie, verdad?
—Ya te lo he dicho, creo que mereces algo mejor que la horca, Shaedra —me contestó—. Yo no diré nada a nadie, te lo prometo. La cuestión es: ¿qué vas a hacer tú? Tienes varias opciones. O te separas de Syu —agrandé los ojos, atónita—, o te vas lejos de aquí —negué con la cabeza: no podía dejar a Laygra y a Murri atrás—, o tendré que enseñarte un par de trucos para que no se note que eres una yedray.
Una yedray, me dije, estremeciéndome. Qué raro sonaba eso, ¡como si fuese algún bicho raro soltando conjuros oscuros y malignos!
—¿Qué trucos? —pregunté.
—Empezaré con la energía bréjica —dijo animadamente—. Creo que si la utilizases al mismo tiempo que el kershí no se notaría la diferencia y la gente pensaría que estás comunicando con el mono con energía bréjica. También intentaré entender cómo funciona el kershí que utilizas para ayudarte a perfeccionarlo.
Esta vez sí que me quedé boquiabierta, pasmada.
—¿Perfeccionar mi kershí? Pero… ¿no se supone que es ilegal?
—Es ilegal utilizarlo.
Puse los ojos en blanco, alucinada.
—¿Y cómo se supone que debo perfeccionar una energía si no es utilizándola?
El doctor Bazundir sonrió otra vez, aparentemente muy divertido.
—¿Confías en mí?
Lo miré en los ojos y resoplé, levantándome de un bote.
—No —tomé una inspiración y gruñí, sintiendo que iba a hacer una de las mayores tonterías de mi vida—. Pero eso no importa. Si tanta ilusión te hace… er, bueno, me gustaría aprender a manejar el kershí y la energía bréjica. Pero con dos condiciones.
Al doctor Bazundir se le había iluminado la cara y preguntó con un gesto rápido de la mano:
—¿Cuáles?
—Primero, quiero que Syu también asista a nuestras lecciones —como enarcaba las cejas, sorprendido, aclaré—: Él también tiene derecho a perfeccionar su kershí.
Asintió animadamente.
—Por supuesto que tiene derecho. Vendréis los dos. ¿Qué tal mañana? Me da la impresión de que me voy a divertir muchísimo —dijo, y se levantó apoyándose sobre su bastón.
Lo observé un momento, atónita. Por lo visto, el doctor Bazundir era un apasionado de las energías mentales. En sí no suponía ningún problema, pero no podía dejar de preguntarme si realmente sabía dónde se metía. Aunque, después de todo, yo tampoco sabía dónde me metía.
El anciano se había puesto a hablar sobre la vejez y sobre los libros, explicando no sé qué de flores y artificios cuando carraspeé, molesta.
—Oh —soltó, aparentemente sorprendido de que siguiera en su casa.
—Se ha olvidado de la segunda condición, doctor.
—¡Ah! Ya, por supuesto, la segunda condición —dijo, enarcando una ceja.
—En realidad son dos en una —dije—. Quiero estar segura de que me explicará todo lo que vaya aprendiendo sobre mi kershí y además… quiero que me prometa no volver a intentar sondearme la mente, ni a mí ni a mis hermanos.
—Ah —gruñó el doctor Bazundir. Por lo visto, no se esperaba ese tipo de condiciones—. Bueno, la segunda condición me parece correcta. La tercera… es absurda. Comprenderás que para enseñarte la energía bréjica, tendré que guiarte… pero te prometo que no sondearé tu mente más allá del kershí, por supuesto, no era mi intención ser indiscreto.
Me mordí el labio y casi de inmediato asentí, animada.
—Entonces volveré mañana a la mañana.
—¿A la mañana? A la mañana no —protestó él—. Me despierto bastante tarde y… —vaciló y gruñó—. Ven hacia las once.
Sonreí anchamente y asentí, dirigiéndome hacia la puerta.
—Hasta mañana, doctor Bazundir. ¡Gracias por el moigat rojo y las galletas!
Cuando salí de la enfermería Azul, me dirigí rápidamente hacia la Sala Derretida. Según el reloj de la enfermería Azul eran las tres y veinte, pero marcaba de menos así que tenían que ser las tres y media según mis cálculos. Deseaba estar de vuelta antes de las cuatro para despedirme de Zoria y Zalén y me alivió saber que no llegaba tarde.
—Creímos que tendríamos que arrastrarte por las orejas para que vinieras a despedirte —soltó alegremente Zalén al verme entrar en el dormitorio número doce.
—¡Buenos días Escama Verde! —exclamó Zoria, quitándole a Zalén el cojín con que acababa ésta de golpearle la cabeza.
—Ya veo que estáis haciendo las maletas —comenté, al ver el desastre que tenían todavía desparramado sobre las camas.
Steyra estaba sentada junto a la ventana y se había puesto a dibujar, con Mindus, su gato blanco, tendido sobre la mesa, junto a la hoja. Al entrar yo, ambos habían levantado la cabeza.
—He intentado ayudarlas, pero son tan caóticas que es inútil. Así que al final he pensado que ya se arreglarían —dijo, volviendo a interesarse por su dibujo con aire concentrado.
Sin embargo, Zoria y Zalén acabaron de hacer las maletas a toda prisa cuando les dije la hora que era y se despidieron de nosotras corriendo:
—¡Estudia bien, Escama Verde! —me soltó una.
—¡Buenas vacaciones! —dijo la otra.
Les deseamos lo mismo a ambas y las miramos salir riéndonos de lo raras que eran aquellas dos humanas. Cuando se alejaron, cayó el silencio y me fijé por primera vez en que el viento soplaba contra la ventana. El día estaba nublado y a ratos caían chubascos.
—Así que tú te vas mañana por la mañana —dije.
—Sí —contestó Steyra—. Tengo que embarcar a las siete desde el puerto de Dathrun, así que saldré de aquí hacia las seis. Intentaré no meter ruido.
—Oh, no te preocupes por eso. ¿Qué dibujas? —pregunté, acercándome a la enana con curiosidad.
El papel que Steyra me enseñó representaba un paisaje de montañas, con árboles, cascadas y rocas. No había colores porque todo estaba hecho con lápiz negro, pero la imagen era asombrosa.
—Caray —resoplé—. Sí que eres buena dibujando.
Steyra sonrió.
—Gracias. A mi padre le gusta mucho pintar y me quiso enseñar lo que sabía desde que era pequeña.
—¿Que te enseñó? ¿Así que hay reglas para pintar?
Steyra se rió de mí y después de varias preguntas curiosas que le hice, empezó a explicarme cómo manejaba el arte de la pintura, y hasta incluso sacó otras hojas de papel, de menor calidad, para enseñarme de qué modo se podía jugar con la profundidad y con las sombras. Realmente, tenía mucho arte y me quedaba fascinada por los dibujos que me iba enseñando.
—Admito que yo, cada vez que intento dibujar algo, me sale diferente de lo que pretendía —dije.
—¿De veras? Eso es porque no practicas.
—Oh, no, eso es porque no tengo el arte necesario para esas cosas —repliqué categóricamente.
Sin embargo, Steyra insistió para que intentase retratarla, para ver el resultado. Al cabo, suspiré, vencida.
—Realmente, Steyra, creo que estás cometiendo un error. Luego no te quejes de que te pinte como a un monstruo.
Saqué un papel y un lápiz de los que me habían dejado Laygra y Murri y me preparé a retratar a Steyra. Empecé a dibujar haciendo grandes gestos, y luego me centré en los detalles frunciendo el ceño y mordiéndome el labio. La verdad es que casi me centré más en el aspecto teatral que en el dibujo. Al cabo de un buen momento, Steyra carraspeó.
—¿Puedo verlo?
Parpadeé, miré mi dibujo y estallé de risa.
—¡Por Karihesat! —exclamé, horrorizada pero sin poder borrar mi sonrisa—. No sé si es una buena idea…
Pero Steyra ya me lo había arrebatado de las manos y al ver el dibujo soltó una carcajada. Me miró, volvió a mirar el dibujo y soltó otra carcajada.
—¿Y bien? —gruñí.
—Al menos tienes talento en lo que se refiere a la profundidad —dijo entonces—. Y los ojos no están tan mal, aunque no sean los míos. Hehe. Qué gracioso es tu dibujo.
Me ruboricé.
—Me temo que te estás burlando de mí. ¿Yo? ¿Talento para la profundidad? Sólo haciendo una bola de ese papel alcanzaré profundidad, te lo aseguro.
Steyra agitó la cabeza y luego empezó a guardar sus dibujos.
—Creo que te subestimas, Shaedra. Ningún artista es artista si no practica. Voy a ir a la biblioteca. Necesito devolver unos libros.
—Claro —dije yéndome a tumbar sobre la cama con aire meditativo—. Oye, Steyra, ¿puedo hacerte una pregunta?
Steyra se giró hacia mí, sorprendida, con su cara rosa y redonda.
—Pues claro.
Alcé los ojos hacia el techo, pensativa.
—¿Qué es para ti lo más importante de la amistad?
Steyra frunció el ceño y se sentó al pie de su cama, abrazando los tres libros de la biblioteca que tenía que devolver.
—Bueno… eso es una pregunta muy personal. No todo el mundo otorga los mismos valores a la amistad.
—Supongo que no —concedí.
—Pero yo creo que la amistad sin confianza no es amistad —retomó Steyra, levantándose—. Andas muy filosófica, ¿alguna pregunta más? —dijo, con media sonrisa.
Me rasqué la mejilla y sacudí la cabeza.
—¿Vas a la biblioteca?
Steyra me miró con extrañeza.
—Pues sí, acabo de decírtelo.
—Pues te acompaño. Tengo que ponerme manos a la obra. Eso de tener que pagar dos mil y pico kétalos para poder quedarme aquí me ha animado para aprovechar mientras tenga las puertas de la biblioteca abiertas. ¿Vamos? —dije, poniéndome de pie de un bote.
La biblioteca de Dathrun era muy diferente a la de Ató. Lejos de ocupar una sola planta, la biblioteca era bastante laberíntica y poco práctica. De hecho, tenía corredores y torres con escaleras un poco por todos los rincones y era muy fácil perderse. Todo, hasta las estanterías, era de piedra, con lo que el riesgo de incendio se reducía considerablemente. Únicamente las mesas eran de madera, así como los bancos y algún mueble vacío abandonado por ahí.
No había tenido hasta entonces la ocasión de curiosear, y Steyra, después de devolver los libros, me enseñó algunos lugares que conocía.
—Por aquí hay mucho libro sobre las invocaciones, mira, este libro es muy divertido, no sé muy bien qué hace en esta sección porque es más bien un libro de cuentos de hada, pero es bueno. Estos libros, en cambio, son los cinco libros de la invocación —dijo con un tono burlonamente grave—. La profesora Drashia adora esta colección.
Palidecí.
—¿Ella da las clases de invocación?
—Ajá. Es una buena profesora, aunque yo personalmente no le caigo bien.
—Ah, ya. Creo que no eres la única. Esa persona me pareció muy poco expresiva.
Steyra sonrió.
—De hecho, no lo es.
—¿Dónde están los libros de criaturas? —pregunté, mirando a mi alrededor.
—¿Cómo dices?
—Digo, los libros sobre los animales y esas cosas. Somos faunistas después de todo.
—Ah, sí, ya veo lo que quieres decir. Los libros que describen a los animales, de esos hay muchos por aquí, aunque también hay en la sección de biología y anatomía. Aquí, en estas estanterías, hay libros de alquimia, y por aquí libros de endarsía, pero bueno, eso lo pone en el cartel, no hace falta que te lo diga.
Me fijé en los carteles mientras caminábamos por uno de los pasillos principales. En algunos aspectos, la clasificación era bastante parecida a la de Ató, y en otros totalmente distinta. Por ejemplo, no vi ninguna sección sobre las energías dársicas o asdrónicas, pero sí sobre las especialidades de estas energías, lo cual, en cierto modo, era más lógico. Al de un rato, fruncí el ceño.
—Espera un momento, en este cartel pone «Astronomía» en abrianés, nailtés y…
—En caéldrico y en zribil —asintió Steyra—. No me preguntes por qué, me temo que estos carteles son muy viejos.
—¿En zribil? —repetí.
—¿Nunca oíste hablar del zribil? Es un idioma antiguo. Lo utilizaban los Almanobles. El profesor Tawb dice que era el idioma noble de la época pero ahora ya nadie lo habla.
Cuando volvimos a la Sala Derretida, ya era la hora de cenar, y sin embargo las mesas estaban casi todas vacías. La mayoría ya había emprendido el viaje hacia sus casas para pasar las vacaciones y apenas quedaban una veintena de estudiantes. Y de ellos tan sólo reconocí a Rathrin, el estudiante brejista que jugaba a veces al mulkar con nosotras. Al vernos, se levantó de la mesa donde estaba comiendo y fue a reunirse con nosotras.
—¿Qué tal el día? —preguntó alegremente.
—Veo que hoy toca arroz —comentó Steyra, echando un vistazo tristón hacia su plato.
—¿Zoria y Zalén ya se han ido? —asentí y él suspiró—. Klaristo también. Tiene sus ventajas tener familia en Dathrun. ¿Vosotras también os quedáis?
Steyra negó con la cabeza y tragó el arroz que estaba masticando.
—Yo voy a ver a mi tío Rivjur en Ombay. Es pastelero y chocolatero.
Esas dos palabras nos sobresaltaron y enseguida estuvimos quejándonos, envidiosos. Steyra gruñó.
—Veré qué puedo hacer. Quizá pueda traeros alguna caja, pero no prometo nada.
—Eres un encanto —exclamó Rathrin con un brillo glotón en los ojos.
Intercambié una mirada burlona con Steyra. No es que conociese Rathrin a fondo, pero empezaba a conocerle y sabía que la generosidad no era una de sus características, que además era glotón, algo pedante y a veces podía ser pesado. Sin embargo, tenía también sus lados graciosos y entendía que las gemelas y él fuesen amigos porque ninguno de ellos se prestaba realmente atención. Claro que Zoria y Zalén me caían mejor porque eran más raras y simpáticas.
Aquel día, sin embargo, no hablamos mucho y nos fuimos a la cama pronto. Cuando subíamos una de las escaleras de madera que conducía a nuestro dormitorio, indiqué el árbol que crecía en medio de la torre de la Fauna.
—¿Sabes qué árbol es ése?
—Ni idea —contestó Steyra encogiéndose de hombros—. Pero tiene que tener muchos años.
—Es un aldik de oro —contestó una voz a nuestras espaldas.
Ambas nos giramos, sobresaltadas. El que había hablado era el sereno, el señor Nyuvel, un buen hombre.
—Y tiene más de mil años —añadió tocando el ala de su ancho sombrero—. Buenas noches.
—Buenas noches, señor Nyuvel —contestamos a la par Steyra y yo.
—De ahora en adelante miraré este árbol con más respeto —comentó Steyra—. Un aldik de oro. Jamás había oído hablar de esa especie.
—Yo sí —dije—. Hay muy pocos en el mundo y viven muchísimo tiempo. Es la primera vez que veo uno.
—¿No dan oro, verdad? —soltó Steyra. Resoplé, riéndome, y negué con la cabeza.
Aquella noche me costó dormirme pero me desperté igualmente cuando Steyra se preparaba para salir del cuarto.
—Buen viaje —le dije en voz baja y bostecé.
Steyra suspiró.
—No quería despertarte. Adiós. Y duérmete.
Salió con toda la discreción de la que es capaz una enana, es decir, no mucha. Las escaleras de madera rechinaron bajo el peso de sus botas. La oí bajar, murmurar algo, seguramente un saludo al señor Nyuvel, y luego todo volvió a ser silencio, pero por poco tiempo porque unos dos o tres alumnos más salieron poco después, seguramente para embarcarse en el mismo barco que Steyra. Ombay, pensé. Aquella ciudad tenía mucha fama. A Ató llegaban viajeros que hablaban con admiración de la variedad de productos que se podían encontrar ahí. Desembarcaban barcos lejanos cargados de mercancías y se decía que ahí estaban los mejores ingenieros de la Tierra Baya. También se decía que se controlaba duramente a la gente con leyes estrictas, pero en eso Ató no era mejor. Recordé que algunos viajeros se quejaban de que Ajensoldra pedía autorizaciones para muchas cosas lo que no era el caso en Ombay según ellos. Hacía tiempo que me había dado cuenta de que las opiniones e historias oídas en una taberna tenían que tomarse como rumores y no como verdades: hasta que uno no veía las cosas con sus propios ojos, no sabría realmente lo que eran.
Al de un rato de estar cavilando, acabé por levantarme. El cielo empezaba a azularse y una tórtola se había posado junto a la ventana canturreando con su habitual ruido gutural. Me pasé la túnica verde por encima de la cabeza, reuní unos cuantos papeles, los eché dentro del saco que me había dado Laygra, me lo puse al hombro y abrí la puerta. Cuando alcancé el suelo de piedra, me di cuenta de que me había olvidado de ponerme las botas. El señor Nyuvel estaba sentado en una silla, dormitando, y decidí pasar discretamente para no despertarlo, lo que no resultó difícil.
Tenía previsto hacer varias cosas. Había estado reflexionando y había llegado a la conclusión de que lo más urgente era deshacerme de mi filacteria. Sin ella, todo se arreglaría, estaba convencida de ello. Sólo tenía que descubrir la forma de quitar la parte de la mente del lich y mandarla lejos de mí, por ejemplo a través de un monolito… Pero para eso tenía que tener ideas y conocimientos que no poseía y que esperaba encontrar consultando libros.
Con este honesto propósito, me encaminé hacia la biblioteca sin pensar ni siquiera que a estas horas estaría muy probablemente cerrada. De todos modos, me equivoqué de camino. Llegué a un cruce y me fui hacia la derecha, bajando unas escaleras de piedra que desembocaron en una galería abierta sin cristales. Los rayos de la mañana entraban alegremente por los vanos. El suelo estaba lleno de polvo y arriba sobre un pilar roto había un nido de pájaro. Por lo visto, aquella galería era poco transitada y no llevaba a la biblioteca. Iba a dar media vuelta cuando de pronto oí un ruido y me giré hacia la derecha, hacia donde bajaban unas escaleras anchas. Me bastó con dar unos pasos para ver que había alguien sentado sobre uno de los peldaños de piedra. Era Jirio. Los hombros caídos y la cabeza gacha, parecía estar sumido en pensamientos amargos. No sé por qué, me dolió mucho verlo deprimido así y me pregunté qué castigo le habrían dado para que estuviese tan abatido. Alejándome del camino de la biblioteca, me aproximé a él, bajando las escaleras.
—¿Jirio? —dije, vacilante, cuando estuve a unos dos metros. No parecía haberme oído llegar. Bajé unos peldaños más para verle la cara y me quedé estupefacta. Estaba llorando.
El joven ternian, al verme, intentó secarse las lágrimas con escaso éxito.
—Vete —soltó con un tono miserable.
No le hice caso y me senté sobre un peldaño lleno de polvo.
—De eso nada. ¿Qué te ocurre?
Jirio rehuyó mi mirada y se levantó, inspirando hondo.
—Nada. Será mejor que no te acerques a mí. Soy un engendro peligroso y podría hacerte daño.
—¿Quién te ha dicho eso? —pregunté, horrorizada, levantándome de un bote.
Ya me daba la espalda cuando contestó:
—La profesora Djeïhirn.
¡Una profesora! ¿Cómo había podido decirle esas palabras a Jirio?
—¡Pues miente! —afirmé categóricamente.
—No miente. Soy peligroso para mí mismo y no llegaré nunca a nada estudiando aquí.
—¿Eso te ha dicho la profesora Djeïhirn? —jadeé, atónita.
Jirio se detuvo arriba de las escaleras y negó con la cabeza.
—Eso me lo ha dicho el profesor Erkaloth.
—¡¿Qué?! ¿Pero tú sabes qué clase de gente es ese señor? —exploté—. Dice cosas desagradables a todo el mundo.
Jirio se giró hacia mí con una expresión fatalista.
—Quizá. Pero lo que ha dicho es verdad. También me lo dijo mi madre. Dijo que acabaría como mi padre. Loco. Al principio creí que podría controlar mi energía. Pero no puedo. Si sigo aquí más tiempo acabaré por matar a alguien sin quererlo —soltó, con cara de horror—. Ya has visto lo que pasó ayer, en clase de armonías. Estoy maldito.
—¿Te han dicho que estabas maldito? —dije, alucinada.
—No. Eso lo digo yo.
—¡Espera! —grité, al ver que se iba—. ¡Jirio! Maldita sea, ¿me estás tomando el pelo?
Subí las escaleras a toda prisa, entré en la galería, tomé apoyo en el suelo y di una voltereta y aterricé delante de Jirio, cortándole el paso.
—Espera —repetí, fulminándole con la mirada.
Jirio me correspondió con una cara de pocos amigos y al de un rato suspiró e hizo un gesto interrogatorio con la mano.
—¿Y bien? ¿A qué quieres que espere? ¿A que eche de nuevo un relámpago como el de ayer y mate a alguien? No gracias.
Me rodeó y empezó a alejarse. Gruñí, negando con la cabeza. ¡No podía ser que Jirio fuese tan poco pertinaz!
—El único problema que tienes es que trabajas con cosas peligrosas —solté.
Mi objetivo era sorprenderlo lo suficiente como para que se le quitase de la cabeza la idea de que podía dañarme en cualquier momento, sin quererlo, y efectivamente, Jirio se detuvo, y la cara que vi mostraba claramente su turbación.
—¿Qué cosas peligrosas? —dijo, con desconfianza.
—Bueno, tan sólo lo suponía —contesté con una ancha sonrisa—. Cuando tiraste ese relámpago, me dije que era imposible que tuvieses una carga eléctrica tan importante a menos que te hubieses cargado previamente. Y pensé que quizá hicieses algunas experiencias que…
—De acuerdo —me interrumpió Jirio—. Soy investigador. El más joven de los investigadores por cierto. —Calló y al de un momento continuó—: Los profesores se mostraron impresionados por lo que sabía hacer. Mi padre me enseñó cosas que ellos ignoraban totalmente y aun hoy hay cosas que… —Sacudió la cabeza—. No debería hablarte de eso. Pero sí, el principal problema es ése.
—¿Cuál?
—Se supone que los profesores no tienen derecho a utilizar a estudiantes menores para la investigación. Yo por supuesto estaba de acuerdo para ayudarles en sus experiencias porque la energía brúlica es toda mi vida.
—Ah —dije—. ¿Pero?
—Pero les pongo en peligro a ellos, saben que en ciertas cosas sé mucho más que ellos y también saben que no sé controlar la energía aunque sepa internarla, y eso los pone nerviosos.
—Ya. Normal —admití, algo turbada—. Pero hay algo que no entiendo. ¿Los profesores quieren que te vayas?
Jirio hizo una mueca.
—No lo han dicho tan directamente, pero yo creo que es lo que esperan que haga después de los exámenes.
—Es decir, dentro de un mes —concluí, meditativa. Lo miré fijamente—. Pero… ¿tú no quieres irte, verdad?
—¿Y eso qué importa? —replicó el joven ternian, soltando un resoplido—. Me iré porque ellos me bajarán el precio de la matrícula. Conocen a mi hermano.
—¿Qué? —solté, alucinada, creyendo que no había oído bien.
—Sí —asintió, muy serio—. Mi hermano nunca pagará menos de mil kétalos por una matrícula. No dejaría a su hermano en una escuela así, me lo juró varias veces.
—¿Tu hermano es mayor que tú?
—Tiene veintiocho años. ¿Nunca has oído hablar de él? —preguntó, algo sorprendido—. Se llama Warith y lo ha heredado todo de los Melbiriar, menos el genio y el carácter de mi padre. Es un tipo hipócrita y todo el mundo dice que está chiflado. Me mandó aquí porque mi padre pidió en su testamento que me pagaran los estudios en Dathrun. Cuando Warith volvió de Ombay para los funerales, cumplió su palabra y enseguida me mandó a Dathrun, sin respetar los meses de luto. Pagó cuatro mil kétalos por mi entrada.
No supe qué contestar a eso. No era difícil adivinar que él y Warith no se querían, ni tampoco que Jirio se había resignado a irse de Dathrun.
—Es injusto —dije al fin.
Los ojos verdes de Jirio brillaron, sonrientes y amargos al mismo tiempo.
—La vida no es justa. Bienvenida al mundo real. Subamos.
Iba a poner el pie sobre el primer peldaño de las siguientes escaleras cuando volvió a toparse contra mí. Gruñó.
—¿Qué te pasa? ¿Por qué siempre te interpones en mi camino?
—¡Tengo una idea! —exclamé.
Sacudió la cabeza como intentando despejar su mente de los pensamientos tristes.
—Muy bien, ¿de qué se trata?
—Has dicho que el problema venía principalmente de que no eras capaz de controlar tu energía, ¿verdad?
Jirio no contestó de inmediato pero luego suspiró y asintió.
—¿Y?
—Pues creo que el problema que tienes es que nunca congeniaste con tu jaipú —le expliqué con seriedad.
Jirio me miró como si me hubiese vuelto loca.
—¿Congeniar con el jaipú? ¿De qué estás hablando? No se puede congeniar con un jaipú. Es como si congeniases con un trozo de madera. No tiene alma, es sólo energía dársica.
—Bueno, olvida lo de congeniar —repliqué, impaciente—. Lo que quiero decir es que el jaipú puede ayudarte a controlar las energías asdrónicas. Él es como un escudo entre las energías y tú. Si aprendieses a utilizarlo…
—¡Shaedra! —exclamó Jirio, resoplando—. Esto es una academia celmista, no un campo de entrenamiento. El jaipú sólo se utiliza para impulsar o para controlar los movimientos del cuerpo. No sirve de escudo. Todos los libros lo dicen, es una energía dársica. Como el morjás. Es casi como si dijeses que tengo que aprender a controlar mis estornudos para protegerme de un relámpago brúlico. No tiene lógica, lo siento, no la tiene.
Durante su discurso, hacía grandes ademanes y se paseaba por la galería, hablando con rapidez. Apoyada contra el muro del primer peldaño de las escaleras, lo contemplaba, exasperada. ¿Por qué una idea nueva siempre tenía que ser acogida con un rechazo rotundo, sin que ni siquiera se razonase sobre ella?
—Muy bien —solté, al caer el silencio—. Entonces, si realmente no quieres hacerme caso, iré a ocuparme de mis asuntos. Buenos días.
Le di la espalda y empecé a subir por las escaleras. Creo que me dolió que ni siquiera intentase alcanzarme. Jirio era simpático, pero a veces parecía estar un poco en las nubes y actuar con rapidez no era lo suyo. Así que volví al cruce y esta vez tomé el buen camino porque poco después me encontré delante de la puerta de la biblioteca. Sólo entonces me di cuenta de que obviamente estaría cerrada, y lo estaba. Tan sólo estaba abierta la sala de estudio y en ella había varios estudiantes matutinos, con las cabezas gachas, leyendo libros o escribiendo sobre papel de botrillo.
Cuando entré, apenas algunos alzaron la cabeza. Cerré la gran puerta discretamente y me dirigí hacia donde estaban los recopilatorios de los libros. Lo mejor sería empezar por ahí. Me senté delante de un libro enorme en el que ponía «Energías bréjicas», y empecé a buscar el título de algún libro que tuviese la palabra «lich» o «filacteria» o algo así, pero pronto me di cuenta de que era inútil buscar de esa manera porque al fin y al cabo no todos los días se encontraban a saijits vivos con una parte de la mente de un lich en la cabeza. Entonces proseguí buscando libros que tuviesen que ver con la composición de la mente porque, desde luego, primero tenía que saber dónde se situaba el sector que tenía que vedarle a Jaixel y luego amputarlo de mí y lanzarlo muy lejos de Dathrun y de la Tierra Baya. Eso era la teoría.
Me pasé quizá una hora consultando títulos de libros. Después de los títulos, solía venir un resumen de la obra de unas cinco líneas, lo cual me resultaba útil para saber cuáles habían sido leídas muchas veces, y cuáles no. Durante esa hora, anoté algunos títulos que me parecían interesantes, pero al de un rato me dio la sensación de estar leyendo títulos que ya había leído y súbitamente me vino un pensamiento: no había desayunado, ¿cómo se me había podido olvidar ese detalle?
Posé mi lápiz, cerré el libro, me froté los ojos y me levanté, estirándome. Entretanto, la sala se había llenado bastante, sobre todo de estudiantes mayores que tenían que prepararse a algún examen dentro de unos días. Reinaba un silencio total. Al salir de la biblioteca me dio la impresión de que el mundo había vuelto a la vida cuando un grupo de jóvenes estudiantes bajaron las escaleras corriendo y alborotando todo el pasillo. Iban esparciendo un líquido pringoso que tenía toda la pinta de estar hechizado y al volver a la Sala Derretida tuve que ingeniármelas para evitarlo, dando saltitos e intentando no respirar mucho, pues de hecho, aquel líquido verdoso despedía un olor fétido y podrido que daba náuseas respirar.
Cuando llegué a la Sala Derretida, entré con un paso vacilante. Todas las ganas de desayunar se habían esfumado. De pronto apareció Laygra a mi lado, jadeando.
—¡Shaedra, te he estado buscando por todas partes! ¿Qué demonios estabas haciendo? Ven, tenemos trabajo que hacer.
—Pero…
—¡No hay peros que valgan! —replicó ella, tajante—. Adelante, no hay tiempo que perder.
—Pero si no he desayunado —murmuré por lo bajo, mientras mi hermana desaparecía por la puerta con precipitación. Me pasé la mano por el cabello, pensativa. ¿Qué mosca le había picado a Laygra? Con un suspiro resignado, salí de la Sala Derretida antes de que se le ocurriese volver para estirarme de las orejas y decirme que me diese prisa.
Me condujo a la entrada de la academia. A todas mis preguntas contestaba con evasivas, y lo único que entendí fue que Murri nos esperaba abajo y que íbamos a Dathrun.
—¿Pero por qué tantas prisas? —repliqué.
Laygra soltó un gruñido y empujó la puerta de la entrada y exclamó:
—¡La he encontrado!
Murri soltó un suspiro de alivio y se acercó a nosotras con rapidez.
—Buenos días, hermanita.
—Buenos días —contesté con el ceño fruncido—. ¿Alguien me puede explicar por qué…?
—Será mejor ir ahora, estarán a punto de abrir —le dijo Laygra a mi hermano.
Murri asintió.
—Vayamos.
Intenté tomarme las cosas con paciencia pero no me moví.
—Hermanos, ¿qué estáis tramando? —Murri y Laygra intercambiaron una mirada elocuente que me mosqueó.
—¿Recuerdas lo del trabajo aquél, verdad? —empezó Murri.
—El trabajo en el que tú también participas —añadió Laygra.
Me quedé boquiabierta. ¿Cómo había podido olvidarlo?
—Hay… ¿hay que ir ahora?
Murri y Laygra se volvieron a mirar. Mi hermano carraspeó.
—No precisamente.
—No lo entiendo. ¿Cuándo tenemos que ir?
—Hoy. A la tarde, hacia las cinco, según me han dicho, para la hora del té —soltó Murri, con tono burlonamente ceremonioso.
—Oh. Y ahora…
Laygra me interrumpió.
—Ahora vamos a comprarte ropa, Shaedra. El maestro Helith nos ha dejado una buena cantidad de dinero, y pensé que nos vendría muy bien.
La miré de hito en hito.
—¿Ropa? —repetí, desconcertada.
—Un vestido como tienen todas las niñas de Dathrun —asintió Murri animadamente.
Solté una exclamación y los miré alternadamente. No salía de mi asombro.
—Pero ¿no os dais cuenta de que a ese tipo le importará un comino si vamos con vestidos de oro o desnudos? Es un lad…
Murri me tapó la boca con aire severo.
—Salgamos de aquí y pongámonos en camino.
Tuvieron que arrastrarme hacia la salida y yo no dejé de soltar gruñidos y protestas.
—No puede ser que me estéis haciendo esto —solté, con la voz ronca.
—Escúchame bien, Shaedra —me dijo Murri con tono paciente—. Voy a decirte una cosa que te va a sorprender. El señor Mauhilver no es un ladrón cualquiera.
—¿Ah no? —repliqué, irónica.
—No. Estuve merodeando por Dathrun, buscando la rúa Sin Paso para que no perdiésemos tiempo buscándola hoy, y la encontré, pero fíjate bien, el número cinco de esa calle es la puerta de servicio de una casa enorme con un jardín precioso.
Agrandé los ojos.
—¿La dirección es equivocada? Pero entonces…
—No creo que nadie se haya equivocado dándonos la dirección. Hice algunas pesquisas y resulta que esa casa pertenece a la familia Mauhilver.
Lo miré, boquiabierta.
—¿Y cómo te ha dado tiempo a ir a clases con todo esto?
Murri gruñó, haciendo un vago ademán.
—Déjate de preguntas chorras. Y no andes tan lentamente, te recuerdo que tenemos que comprarte un vestido.
—Vale, vale. Pero no hay tanta prisa, ¿no? Además, ¿qué tienen de malo mi túnica y mis pantalones? Yo, sinceramente, estoy muy cómoda así y…
Me interrumpió la larga carcajada de Murri y, al girarme hacia Laygra, la vi sonreír amablemente. Los fulminé a ambos con la mirada. ¿Qué les pasaba?
—Francamente, Shaedra —me dijo entonces Murri, intentando ponerse serio—, ¿qué piensas que dirá el señor Mauhilver si ve venir a tres ternians harapientos a su elegante mansión de Pilendrgow, ensuciando su suelo limpio? Dicen del señor Mauhilver que es una persona maniática de la limpieza y que viste como un caballero.
Hice una mueca.
—Esa descripción no me gusta. ¿Qué más dicen de él?
Murri se encogió de hombros.
—No sé mucho más. Ayer a la noche me enteré de que se llama Amrit Daverg Mauhilver con su nombre entero. Ah, también he oído que es un gran consumidor de fresas y que esta primavera ha comprado varios kilos. Sé que no está casado, pero no sé si vive solo en toda esa gran casa, después de todo quizá no sea el verdadero dueño de la casa, de eso no pude enterarme, pero lo que sí sé es que a la gente le parece un hombre derrochador que cuida demasiado su imagen y que desprecia a los pobres y a todos los que no tienen su misma educación.
—Creo que ya me cae mal —mascullé.
—Tal vez, pero no pretendemos que sea nuestro amigo, sólo queremos que no nos eche nada más vernos. Veo que ya lo vas pillando.
Suspiré y asentí.
—¿Realmente es importante ese libro?
Murri puso cara perplejo.
—Lo es. El maestro Helith piensa que nos ayudará.
—Oh. Claro. Entonces adelante —dije con un tono vacilante.
Murri me sonrió y me despeinó cariñosamente el cabello.
—Eres más simpática cuando no gruñes, hermanita.
Solté un gruñido irritado y luego les sonreí.
—Oye, yo no digo, siempre me han gustado las aventuras.
Sin embargo, la aventura de esa mañana fue más dura de lo que preví. Mis hermanos me condujeron a un comercio bastante grande lleno de trapos muy bonitos que me espantaron de inmediato.
—¡Laygra! —exclamé, cuando vi los escaparates.
—El Áberlan —pronunció ella sin hacerme caso—. Es un lugar al que acuden todas las estudiantes de Dathrun, te lo aseguro. Conozco a cierta gente que parece haber olvidado algo aquí todas las semanas —añadió con el ceño fruncido.
—¿No pretenderás meterme ahí dentro? —solté, amedrentada, mientras veía que adentro se paseaba ya algo que se acercaba a la muchedumbre—. ¿Dices que acaba de abrir? ¿Es que duermen ahí dentro o qué?
—Es la última semana de la Gorgona —explicó Murri con los ojos clavados en una joven hermosa que entraba por la puerta grande del comercio.
Le di un codazo e inspiré hondo intentando serenarme.
—¿Os he dicho que era valiente, verdad?
—Pues claro. Además, Laygra te acompañará —dijo Murri, cada vez más burlón.
Lo miré, sorprendida.
—¿Tú no vienes?
—Oh, ¿yo? No, no me van esas cosas y yo ya tengo un traje apropiado para la ocasión. Voy a dar una vuelta a ver si oigo más cosas sobre el señor ése. Nos volvemos a ver dentro de un rato.
Laygra me estiró del brazo, impaciente, mientras yo observaba la expresión risueña de Murri, decepcionada.
—¡Vamos, Shaedra, o se lo llevarán todo antes de que pasemos el umbral!
—No quisiera ser pesada —empecé a decir, mirando mi túnica verde limpia y mis botas preciosas— pero ¿seguro que es necesario…?
La mirada de Laygra me bastó como respuesta y me dejé llevar por ella hacia el interior. Ahí dentro, todo era agitación, voceríos de mujeres excitadas que iban de aquí para allá probándose vestidos, cinturones de tela, mirando pañuelos… Fue un infierno de corta duración. De hecho, nada más entrar ahí, me invadió un aburrimiento excesivo y empecé a atosigar a Laygra pidiéndole que se diese prisa en encontrar algo, pero como no se decidía y como empezaba a darme vueltas la cabeza de tanto oír los disparates que decían algunas pasando junto a mí, intenté acelerar las cosas.
—¿Qué tal este vestido? —dije, señalando con el dedo un amasijo de vestidos.
Laygra frunció el ceño.
—¿Cuál de ellos?
—Uno de esos. Son perfectos, ¿no crees?
—No, no, no. Estos vestidos son demasiado elegantes y demasiado largos. Mira, ¿y si te compramos una falda?
—¡Excelente idea! —gruñí, mirando cómo una mujer gorda intentaba convencer a su hija delgada de que cabría en un vestidito azul marino en el que no podía caber ni su hija—. Entonces, adelante, pero no tardes.
—Tú vienes conmigo. Por aquí.
—No vamos a quedarnos aquí hasta que le salgan hojas a la piedra, ¿verdad? —solté, al de un momento, mientras Laygra buscaba una falda.
Solté algunas frases más para expresar mi aburrimiento y Laygra acabó por girarse hacia mí, irritada.
—¡Eres como una niña! Ya tienes trece años, podrías ayudarme. Esto no es tan difícil como matar a un dragón.
Inspiré hondo.
—De acuerdo, déjame que te ayude —le dije.
Extendí la mano, revolví un poco la estantería y saqué una falda azul y blanca.
—Esta misma. ¿Vamos?
Laygra carraspeó.
—Ahora sólo nos queda la camisa, el pañuelo y los zapatos, pero esto último habrá que buscarlo en otra parte.
Solté un gemido y por primera vez mi hermana me miró con compasión.
—Ánimo —me dijo—. Un poco más y el señor Mauhilver tendrá dentro de poco ante sí a tres ternians encantadores.
Hice una mueca poco elegante.
—Encantadores —mascullé, espantada, mientras la seguía en el laberinto del Áberlan.
* * *
Cuando entré en la enfermería Azul, eran las once pasadas y mi aparición tuvo que despertar la curiosidad de más de uno mientras pasaba corriendo por entre los pabellones, el corazón desbocado.
Llegué a la casa del doctor Bazundir a las once y veinte y lo primero que dije cuando el anciano abrió la puerta fue:
—Perdone, doctor, estaba en Dathrun y se me ha pasado el tiempo volando y… —solté un jadeo—, pero supongo que podrá perdonarme. Usted es un buen hombre.
El doctor Bazundir dejó de fruncir el ceño y sus labios esbozaron una sonrisa divertida.
—De todos modos no suelo moverme mucho de aquí. Entra, entra. El mono ya está aquí —espiré brutalmente, y asentí, siguiéndolo adentro.
«Buenos días», me dijo Syu, encaramado a una de las vigas del techo. Sus ojos verdes relucían entre las sombras. Sonreí, contenta de verle.
«Buenos días, Syu. ¿Te ha explicado lo que quiere enseñarnos el doctor Bazundir?»
«Lo ha intentado, pero no acabo de entender vuestros problemas. Según el viejo, tú no me hablas de la misma manera que me habla él. Hasta ahí creo que lo he entendido. Y luego ya me he perdido», dijo, dejándose caer sobre la mesa con ligereza.
Solté una risita.
«Creo que yo tampoco acabo de entenderlo todo, pero el viejo nos lo explicará.»
El mono puso cara escéptica. Me fijé en que el intercambio mental había sido tan rápido que el anciano apenas había sacado una cazuela del armario cuando acabé de hablar con Syu.
—¿Té? —preguntó el anciano.
De pronto me di cuenta de que ni siquiera había desayunado y que me moría de hambre. Asentí enérgicamente con la cabeza.
—Sí, por favor. ¿Y quizá unas galletas de esas tan buenas que hace usted? —dije, ruborizándome cuando me miró con una ceja enarcada— Creo que necesitamos fuerzas para empezar una lección tan… densa, ¿no cree?
—¿Densa? —repitió el anciano, mientras ponía agua a hervir—. Bueno, no pretendo enseñarte todo lo que sé sobre la energía bréjica. Necesitaríamos más que galletas para eso. Necesitaríamos años enteros.
—El tiempo —suspiré—. Claro. Pero yo tampoco pretendo aprender todo lo que usted sabe. Además, la energía bréjica no es la energía que más me atrae. Yo prefiero las armonías y la energía brúlica. Son mis favoritas.
—¿De veras? —soltó el doctor Bazundir—. Siéntate, ¿quieres? No hace falta que esperes a que te invite yo, esto no es una reunión formal —mientras me sentaba, siguió hablando—. Bueno, no sé si tú, pero yo he estado pensando en cómo organizar estas lecciones, ya que el objetivo es entender cómo funciona el kershí en la práctica entre un saijit y un mono gawalt.
Carraspeó varias veces para limpiarse la garganta y se sentó. Syu estaba ahora colgado de la cola, en una viga que estaba a cierta altura de la mesa.
—Y quiero añadir a ese objetivo el de enseñarte a reconocer intercambios bréjicos y así podrías ocultar tus intercambios de kershí con la energía bréjica, y nadie sabrá que eres una yedray, ¿qué te parece?
—Bueno, me parece justo —aprobé, con lentitud—. Pero… ¿está seguro que no se está equivocando? Quiero decir… ¿por qué yo podría utilizar el kershí y mis hermanos no? Bueno… no sé si eso es hereditario…
—Puede serlo —me interrumpió el doctor—. Hereditario, quiero decir. Supongo que habrá gente que tenga más kershí y más predisposición a saber utilizarlo que otros. Pero ya te dije que casi cualquier hombre de la Tierra Baya posee kershí, aunque sea una pizca. El kershí se comporta como una energía dársica y no necesita fenómeno alguno para existir. Lo difícil es aprender a utilizarlo y es el aprendizaje lo que está estrictamente prohibido.
—Así que… —Medité unos instantes, turbada—. Lo que estamos haciendo está prohibido.
—Lo está —asintió el doctor Bazundir tranquilamente—. Pero nadie lo sabrá.
—El agua está hirviendo —dije, levantándome.
—Oh —gruñó el viejo, mientras yo ya alcanzaba dos boles y vertía el agua hirviente en ellos— ya te he dicho que no necesitaba ninguna sirvienta, ¿por quién me has tomado?
A mi vez, gruñí y puse los ojos en blanco.
—Yo no soy su sirvienta —repuse—. Pero usted estaba hablándome de kershí y el agua se estaba evaporando.
¿Dónde estaban las galletas?, me pregunté, mirando a mi alrededor. El doctor Bazundir entendió al de un rato lo que buscaba y se levantó con un suspiro.
—No, no pareces una sirvienta, más bien una invitada comilona.
—Oh —solté, sonrojándome— perdone, señor, pero es que… no he desayunado.
—Ah, ya —dijo él, riéndose—. Sé lo que es pasar hambre a los doce años.
Cogí una galleta y me volví a sentar.
—Tengo trece años —lo corregí.
—¿Ah, sí? Pues deberías saber que no se habla con la boca llena —me amonestó.
—Perdón.
—¡Por el amor de Éladar! Es la tercera vez que me pides perdón.
Tragué mi segunda galleta y me mordí el labio para no pedir perdón otra vez. Sorbí un poco de té y sonreí.
—Está buenísimo —el doctor enarcó una ceja burlona y carraspeé—. Entonces, estaba usted diciendo que todo el mundo tenía kershí pero que lo difícil era saber manejarlo. ¿Entonces cómo es posible que yo pueda manejarlo?
—He ahí el problema. Me dices que nunca habías oído hablar de yedrays y de kershí y luego resulta que sabes hablar con el mono como él te habla a ti.
—¿Quieres decir que Syu también utiliza el kershí? —pregunté, consternada.
«Yo no utilizo eso», gruñó el mono desde su viga. «No hace falta utilizar nada raro para hablar por vía mental.»
«Creo que ahí te equivocas, amigo mío», le dije.
«No soy tu amigo», replicó el mono, gruñón.
Suspiré y vi que el anciano nos miraba alternadamente con el ceño fruncido.
—¿Habéis intercambiado palabras, verdad? —asentí—. Bien. Mira, empecemos por asegurarnos de que utilizas realmente el kershí.
—Así que no estás seguro —dije, algo turbada.
—Estoy seguro de que no es energía bréjica y según mi experiencia no hay muchas más energías que permitan un intercambio mental. Syu y tú vais a comunicar y yo intentaré entrar en tu mente… superficialmente claro —aseguró al ver que lo miraba con cara desconfiada—. Vamos, adelante.
«Esto no me parece muy divertido», soltó el mono, aburrido. «Prefiero hacer malabares. ¿Sabes que me he mejorado? Ahora puedo estar durante un largo rato con cuatro pelotas.»
«No lo dudo, luego me enseñas», le dije, mientras observaba la cara concentrada del doctor. «¿Tú sientes algo? Se supone que el doctor Bazundir tiene que entrar en mi mente para asegurarse de que utilizo el kershí.»
«Ya, no soy sordo, eso ya lo había entendido», replicó el mono, con un suspiro. Después de un instante de silencio dijo: «Pues no, no siento nada, ¿por qué iba a sentir yo nada?»
«Mm. No se me ocurre nada que decir. Di algo. Cuéntame qué tal te ha ido el día», le dije.
«¿La mañana, querrás decir? Pues como te decía, estaba ensayando la agilidad.»
«Yo consigo hacer malabares con siete pelotas», le revelé con orgullo burlón. «Te quedan unos cuantos progresos que hacer para llegar a saber tanto como yo.»
De pronto sentí algo extraño que no era del todo un dolor, aunque eso sí, era una sensación desagradable, y tan pronto como dejé de sentirlo el doctor Bazundir se puso a hablar con una gran sonrisa.
—Es kershí —anunció alegremente—. Sin duda alguna, he podido sentirlo. Y ahora que estamos seguros de ello, hay que ponerse manos a la obra…
—¿Cómo demonios lo ha hecho? —le corté, algo atemorizada—. Ha entrado en mi mente y se ha ido al de un segundo.
—No, no, no sabes cómo funciona realmente la energía bréjica. Desde el principio he estado junto a tu mente, he entrado en la superficie, te aseguro que no he visto nada de tus tan preciados secretos. Tan sólo tengo una leve idea de qué os estabais contando el mono y tú. Algo sobre malabares, ¿verdad?
Resoplé y asentí, estupefacta.
—No debes sorprenderte de que no me notaras hasta que me retirara —me dijo con naturalidad—. Tengo mucha experiencia y tú ninguna.
—Entiendo. Entonces, enséñeme.
—A eso vamos —contestó animadamente el doctor Bazundir. Tras haberse cerciorado de que lo que utilizaba yo era realmente kershí, parecía haber rejuvenecido diez años.
Contagiada por su entusiasmo, me dispuse a atender la lección del doctor Bazundir con el mayor ahínco.
Hacia las tres, me reuní con Murri y Laygra delante de la Sala Erizal. Había comido con rapidez en la Sala Derretida, me había vestido con lo que me había comprado Laygra a la mañana y llegué ante la Sala Erizal mascullando en voz baja insultos contra mis zapatos.
—¡Una auténtica señorita! —soltó Murri con aire burlón. Él llevaba un traje de hombre y sombrero de ala ancha, y Laygra una falda blanca y una camisa verde elegante. Ambos parecían estudiantes de la academia, listos para salir a andar por Dathrun.
—Vosotros sí que tenéis pinta de auténticos ciudadanos de Dathrun —les dije.
Laygra me observó con aire crítico e intentó ponerme el pañuelo azul correctamente.
—¿Vamos? —gruñí, al ver que seguían mirándome.
—Espera. ¿Por qué siempre tienes esa cinta azul en la cabeza? —me dijo Laygra.
Fruncí el ceño y me toqué la frente. Ah.
—Esto es el último regalo que me hizo Wigy —dije con una vocecita. ¿Quién hubiera dicho que algún día echaría de menos a Wigy?, me pregunté por milésima vez. Inspiré hondo, me metí la cinta azul por debajo del pañuelo y repetí—: ¿Vamos?
Sólo nos encontramos con algunos obstáculos por el camino, como una atrapadora y alguna que otra mala broma que los estudiantes poco serios iban dejando para los despistados. Mis hermanos parecían haber adquirido una gran capacidad para evitar este tipo de trampas y tuvieron que estirarme de la manga una vez para que no me estrellara contra un muro de gelatina. En un momento, cerca ya de la entrada, nos encontramos con una ilusión que mentía unas escaleras imaginarias. Esta vez no me costó percibir la ilusión armónica, y tuve que asegurarles a Murri y a Laygra que el suelo era liso y que no bajaba.
—Confieso que en esta academia, lo más útil que he aprendido se lo debo a Iharath —dijo Murri mientras andábamos prudentemente sobre el suelo que se abría ante nosotros en el vacío.
—¿Y qué te ha enseñado? —pregunté, curiosa.
—Me ha enseñado a sobrevivir en esta academia. Lo cual no es fácil.
—No te vuelvas sentimental —le avisó Laygra.
Eché un vistazo hacia atrás, hacia la ilusión, y me di cuenta de que no se veía nada engañoso desde donde estaba ahora, pero la energía armónica seguía latiendo.
—No durará más de una hora —comenté—. Seguramente lo han hecho hace poco.
—Los peores son el grupo de Alay Palverde —dijo Laygra con una mueca.
—Del Departamento Mágaro —me explicó Murri—. Alay es humano. Un tipo de la edad de Laygra. No para de reírse pero sus bromas son muy malas y sólo sus amigos consiguen reírse con él. Da algo de miedo, pero parece que es muy buen magarista. Lo malo es que van dejando por ahí sus objetos y más de una vez ha provocado alborotos en los pasillos.
—No siente ningún respeto por nadie —terció Laygra con desdén—. Eso es lo peor. Rowsin y Azmeth me contaron que un día, pasando por el pasillo que está junto al aula 125A, se toparon con Alay y su banda. Les tiraron bolas de aturdimiento y los pobres se pasaron dos horas dando vueltas por el pasillo hasta que el profesor Erkaloth llegó por fin a ayudarlos. Y el estúpido Palverde y su tropa tan sólo recibieron un castigo leve.
—¿Qué tuvieron que hacer? —pregunté, impresionada, mientras salíamos de la academia. El viento había amainado y las nubes se habían deshecho, de modo que hacía un tarde preciosa y cálida.
Laygra resopló para mostrar su indignación.
—Al parecer tuvieron que recoger la leña del Parque de la academia. Fue una vergüenza de castigo. A Rowsin y Azmeth les podría haber pasado cualquier cosa mientras estaban solos.
Asentí en silencio.
—¿Qué tal te fue con el doctor Bazundir esta mañana, Shaedra? —preguntó Murri mientras caminábamos en el puente Frío—. ¿Ya te ha enseñado a leer las mentes y a descubrir los secretos de la gente?
Resoplé.
—Aún no y no pienso aprender eso jamás.
Les había dicho que el doctor Bazundir era un entusiasta de la energía bréjica y que había querido enseñarme porque pensaba que yo tenía cierta predisposición. No les había contado nada sobre los yedrays, quizá por cobardía aunque no me apetecía preocuparlos más. Ya les había traído bastantes complicaciones.
—Sobre todo me ha estado enseñando las bases de la energía bréjica —añadí—. Syu también asiste a las clases.
Murri se echó a reír.
—¿Syu asiste a clases de bréjica? ¿Es un mono gawalt celmista, o qué?
—Syu no es estúpido —gruñó Laygra—. Los gawalts, en particular, son muy inteligentes. Aunque no sé si es una buena idea enseñarle a controlar energías. Podría ser peligroso para él.
—Bah, no te preocupes —le dije con desenfado—. El doctor Bazundir ya sabe dónde están nuestros límites. Por cierto, Murri, ¿qué tal te va con Kéysazrin?
Murri se ruborizó enseguida y me fulminó con la mirada.
—Eso es asunto mío, hermanita, pero… creo que va bien. Creo que sabe.
—¿Que sabe qué? —pregunté de inmediato.
Murri me dio un leve empujón, gruñendo.
—¡Vaya si será cotilla!
Me eché a reír y dejé de acosarle con preguntas. Caminamos en silencio un buen rato, y sin ninguna duda estábamos pensando los tres en lo mismo: en lo que el señor Mauhilver nos pediría que hiciésemos para obtener el famoso libro.
Cuando ya estábamos subiendo la avenida principal, me di cuenta de que me había puesto a pensar en mis recuerdos de Ató y respiraba más rápido de lo acostumbrado. El bullicio de la calle me ensordecía los oídos y sentía que mi cabeza daba vueltas. Al principio creí que era por la agitación de la calle pero cuando empezaron a venirme en mente imágenes y escenas que eran tan sólo recuerdos sentí que se me helaba la sangre en las venas. Me venían recuerdos que siempre había mantenido escondidos, replegados sobre sí mismos en un rincón de mi mente. Y parecía que mis prácticas de energía bréjica de esta mañana habían despertado algo que debería haber estado enterrado para siempre. Recordé el olor a leña quemándose en la chimenea del viejo Wigas. Y recordé que un día caluroso de verano había ido a labrar el campo con mis hermanos. Recordé los juegos de cachorros que compartía con los dos perros jóvenes del señor Dasverth. Y recordé que un día llegué justo a tiempo para salvar a una de mis hermanas que se había caído al río sin saber nadar. Dos de esos recuerdos eran realmente míos, y los otros dos eran de un muchacho valiente y de buen corazón que trabajaba de jornalero en las tierras de…
—¿Shaedra? ¿Te encuentras bien? —me preguntó una voz.
Con un inmenso esfuerzo, volví a cerrar todas las puertas que conducían a ese lugar secreto y oscuro que guardaba, si lo había entendido bien, los recuerdos de Jaixel. Recuerdos. Jaixel había perdido los recuerdos de su niñez.
Murri y Laygra me miraban con cara preocupada.
—Estoy bien —contesté masajeándome la cabeza—. No estoy habituada a tanto ajetreo. Venga, no me miréis así, estoy bien —repetí, avanzando con más energía—. ¿Por dónde es?
Mis hermanos intercambiaron una mirada y Murri se encogió de hombros, señalando la avenida.
—Hace falta subir un poco más, y luego hacia la derecha.
Los lugares que atravesamos poco después se habían convertido en casas elegantes con jardines y parquecitos. La calle estaba mucho menos transitada que la avenida principal y las pocas personas que vimos fueron sobre todo cocheros y criados. En algún momento, salió una dama de una casa, con imponentes vestidos, cogida del brazo de su marido, un hombre con sombrero de copa y traje ridículamente rígido. La mujer se protegía del sol con una sombrilla y puse los ojos en blanco al preguntarme cómo, después de tantos días de lluvia, uno podía ser capaz de esconderse de los rayos del sol.
—Ésta es la casa —soltó Murri en voz baja poco después—. La de la izquierda. Esto es la entrada principal. La rúa Sin Paso está más allá.
Pasamos por delante del gran caserón intentando no parecer indiscretos. El jardín estaba poblado de grandes robles de denso follaje y rosales y arbustos de todo tipo.
—Vaya —articulé—. Me recuerda un poco a la casa de Akín, y aun es más grande.
—Busquemos un sitio donde esperar —dijo Murri, consultando el reloj del templo, a lo lejos—. No son ni las cuatro. Nos hemos precipitado un poco.
—No importa. Enseñémosle a Shaedra la ciudad —propuso Laygra.
Me condujeron al Parque de las Alondras y ahí compramos tres helados riquísimos que fuimos comiendo mientras escuchamos un espectáculo musical que daban en la Plaza del Rebdel, junto al parque. Según me explicaron, aquel día había una fiesta de verano entre otras muchas y la gente se ponía los mejores atuendos para la ocasión. Había música, juegos de malabares y hasta una breve obra de teatro, que no pudimos ver entera porque ya iba siendo hora de ir a ver al señor Mauhilver.
Volvimos a la tranquilidad de la calle de la Reina y torcimos hacia la rúa Sin Paso que era un callejón sin salida, estrecho y donde la gente, al parecer, tiraba todos los trastos que ya no usaba. No se oía más que el ruido lejano de los tambores del desfile. Metidos en el callejón, no nos alcanzaban ni los cálidos rayos del sol.
—Recordad —nos susurró Murri—, nadie tiene que saber quién nos manda. Insistió en ese punto —dijo, hablando evidentemente del maestro Helith.
Tras una breve pausa ante una puerta que llevaba el número cinco torcido, Murri llamó a la puerta con firmeza, dos veces. No se abrió enseguida y durante un instante me puse a delirar sobre si se abriría la puerta y a dudar de si era la buena dirección. De pronto, sin que se hubiesen oído pasos dentro, se oyó el ruido del cerrojo al correrlo y la puerta se abrió silenciosamente.
Un hombre de unos cuarenta años, serio y vistiendo un abrigo largo, nos observó durante un momento, como si esperase a que habláramos, pero lo cierto es que estábamos demasiado ocupados en examinarlo. Lo primero que vi fue que le faltaba un brazo y que su larga manga caía sobre su flanco, inmóvil. Era humano y tenía los ojos grises, con reflejos azules.
—Er… —dijo Murri, quitándose el sombrero con cortesía—. Hemos venido a hablar con el señor Mauhilver. ¿Es usted el señor Mauhilver?
El hombre nos observó durante unos segundos más, en silencio, y luego se apartó de la puerta.
—Entrad.
Con cierta aprensión, seguí a mis hermanos adentro. El interior no era exactamente una habitación lujosa. Más bien parecía ser un lugar abandonado. En frente, subía una escalera que daba la vuelta al cuarto sin que pudiésemos ver adónde llevaba. Sin embargo, el hombre no nos guió hacia las escaleras.
—Seguidme —dijo simplemente.
Nos condujo a una habitación que parecía ser una antigua cocina abandonada. El hombre dispuso tres sillas junto a la mesa y nos hizo un signo para que nos sentáramos.
—Oh. Claro —dijo Murri. Agitó la cabeza, turbado por esa acogida tan extraña, y tomó asiento.
Imité a mi hermano, esperando que en cualquier momento el hombre dijese que en realidad era el señor Mauhilver y que se había disfrazado para las circunstancias… pero no. El hombre se dirigió hacia la puerta y nos dijo con su severa voz:
—Voy a avisar al señor Mauhilver de que estáis aquí.
Como parecía esperar una respuesta, Murri contestó, esforzándose por sonreír.
—Por supuesto, em… oh.
Se levantó como un caballero y nosotras hicimos lo propio.
—Os ruego que me disculpéis —soltó el hombre, inclinando secamente la cabeza.
Salió por la puerta y nos volvimos a sentar, quedándonos solos en la cocina. Me agité nerviosa en mi asiento.
—Estos zapatos no son cómodos —dije después de un largo silencio.
Mi frase pareció hacerle gracia a Laygra porque soltó una risita nerviosa. Volvió a caer el silencio y, no sé por qué, me puse a pensar en Jirio y en su problema. No podía ser que se resignase a irse de Dathrun por no saber controlar su energía. El único problema que tenía era su poca autoestima. De pronto, me sentí tonta por haberlo abandonado esta mañana tan fríamente. Tenía que arreglar eso, me dije firmemente. Pero recordé que en aquel momento tenía otros problemas.
—¿Y si nos dejan plantados aquí? —preguntó de pronto Murri en voz baja. Manoseando su sombrero, parecía agitado y nervioso.
Ninguna de las dos pudimos darle una respuesta optimista.
—Esto no me gusta —acabé por decir. E iba a decir que lo mejor era levantarse discretamente e irse cuando una voz interrumpió el silencio:
—Son unos niños.
Los tres nos sobresaltamos, asustados, y nos pusimos de pie, nerviosos. Junto a la puerta, había un hombre joven y extremadamente apuesto, con el pelo rubio, ojos castaños y cara angelical. Llevaba un traje de última moda, sombrero negro, y un bastón sobre el que se apoyaba desenfadadamente. Pero él no era quien había hablado, sino el hombre que nos había abierto la puerta y que ahora se había colocado detrás de Amrit Daverg Mauhilver.
—Unos niños —confirmó el señor Mauhilver tranquilamente. Se paseó por la cocina haciendo chocar su bastón contra el suelo, meditando, mientras nosotros le observábamos en silencio, sin saber qué decir. Al de unos minutos, sin embargo, Murri no pudo contener su irritación.
—Yo no soy un niño. Tengo diecisiete años y me considero un hombre. Además, he visto mundo —añadió con tono viril.
Amrit Daverg Mauhilver se detuvo y lo observó con una mueca escéptica.
—Buenos días —dijo.
Murri se ruborizó y carraspeó, poniéndose más recto.
—Buenos días, señor Mauhilver. Hemos acudido a usted mis hermanas y yo porque nos han dicho que tenía un libro que podía interesarnos y nos preguntábamos si sería posible consultarlo.
El señor Mauhilver no contestó enseguida. Se acercó a nosotros con lentitud y nos observó minuciosamente.
—Recibí una carta —dijo entonces—. Esa carta hablaba de tres excelentes estudiantes ternians que vendrían el primer Jabalina hacia las cinco de la tarde. ¿Sois todos estudiantes?
—Er… sí —contestó Murri, algo perdido—. Pero…
—Y sois todos ternians —nos observó con cara disgustada—. La pregunta es, ¿sois verdaderamente los que esperaba?
Intercambiamos miradas, sin responder.
—Claro que lo somos —suspiró entonces Laygra, impaciente—. ¿Quién se perdería la fiesta de verano si no? —su argumento me dejó algo perpleja— Hemos venido a que nos enseñe un libro que tiene y, según nos han dicho, usted accedió a enseñárnoslo si le devolvíamos un favor. Hemos venido a eso —acabó por decir, vacilante, mientras el señor Mauhilver la examinaba con cara impasible.
—Daelgar —dijo de pronto—. No creo que estos tres sean muy peligrosos. Puedes acabar tus tareas.
—Señor —el hombre manco inclinó la cabeza, salió de la habitación e inmediatamente después el señor Mauhilver se giró hacia nosotros con una expresión misteriosa.
—Nosotros subiremos a tomar el té.
* * *
La habitación era espaciosa, con grandes ventanales, cortinajes adornados, estanterías con libros que no parecían haberse abierto nunca y un escritorio limpio donde, por su aspecto nuevo, no debía de pasar mucho tiempo el señor Mauhilver. En la mesa, había tres tazas de té hirviendo.
Sentado en su butaca, él paseó su mirada sobre cada uno de nosotros, como intentando sondearnos la mente. Desconfiada, intenté cerrar mi mente como me había enseñado el señor Bazundir esa misma mañana, pero aún era muy inexperta en estas cosas y fui incapaz de saber si mis intentos surtieron efecto o no.
—No suelo tratar con desconocidos —dijo cuando nos hubimos sentado—. Sois hermanos —añadió, sin relación aparente.
—Lo somos —contestó Murri. Mi hermano parecía haber recobrado la tranquilidad y parecía manejar la situación, así que le dejé el protagonismo con mucho gusto.
—Mm —el señor Mauhilver hizo una pausa—. Tengo curiosidad… ¿sabéis quién os ha mandado aquí?
Murri nos echó una mirada de aviso muy poco discreta y negó con la cabeza.
—Eso no importa —aseguró—. Pero aquella persona nos dijo que tenía usted un libro.
—Un libro —repitió éste, meditativo—. Libros tengo muchos. Y reconozco que pocos son lo bastante valiosos como para merecer la atención de tres investigadores expertos en nigromancia.
Lo miramos de hito en hito y él soltó una carcajada sonora. Se estaba burlando de nosotros.
—¿No es lo que buscabais? ¿Un libro sobre la nigromancia? —Sacudió la cabeza, divertido—. Pero hablemos en serio. Sé que vosotros sólo sois unos neófitos en esto. Y admito que yo soy un completo ignorante en dicha materia. Pero al parecer ignoro cosas más importantes que eso por el momento. Tengo dudas y espero que me las aclaréis. Vuestro tío me habló de vosotros hace mucho tiempo y… ¿Qué ocurre? —preguntó de pronto, mirándonos alternadamente.
Murri se había levantado a medias y Laygra se había quedado boquiabierta. En cuanto a mí, fruncí el ceño, intrigada. ¿Qué tenía que ver Lénisu con el señor Mauhilver?
—¿Está hablando de nuestro tío Lénisu? —soltó Murri, con un gruñido.
El señor Mauhilver lo observó un momento con gravedad.
—De él hablaba, naturalmente, que yo sepa no tenéis más tíos —dijo, enarcando una ceja. Hizo una pausa mientras nosotros negábamos con la cabeza—. Bien, decidme, ¿tenéis noticias de Lénisu?
Rígidos en sus asientos, Murri y Laygra se giraron hacia mí de modo que Amrit Mauhilver me miró fijamente, expectante. Carraspeé, molesta.
—Estaba con él hace un par de semanas. ¿Lo… conoce personalmente?
Amrit Mauhilver me observó durante un rato con el ceño fruncido y luego asintió.
—Lo conozco personalmente.
Hubo un silencio incómodo en el que Amrit Mauhilver parecía estar sumido en sus pensamientos. De pronto, se levantó y se acercó hacia la ventana. Se había quitado el sombrero y su cabello dorado reflejaba los rayos del sol. Entre mis hermanos y yo, intercambiamos miradas turbadas y perdidas. Ninguno de los tres se atrevía a decir nada a pesar de todas las preguntas y dudas que nos venían en mente.
—¿Qué tal le va? —preguntó de pronto el señor Mauhilver, sin mirarme.
Me hubiera gustado que preguntase algo más sustancial, que nos dijera dónde estaba el libro o lo que teníamos que hacer para obtenerlo. No me apetecía hablar de Lénisu a un extraño.
—Iba bien… la última vez que lo vi —contesté, sintiendo los fuertes latidos de mi corazón. Temía que me invadieran las náuseas otra vez y apreté una de las patas de la silla con las garras.
El señor Mauhilver asintió, como aliviado, una expresión divertida en el rostro.
—Sí. A ese tipo le ocurren tantas desgracias que uno nunca puede saber al despedirse de él si diez minutos después no le habrá caído un rayo repentino. —Se giró hacia nosotros, con expresión más grave—. Tengo una duda, ¿él sabe que estáis aquí?
—Difícilmente podría saberlo —contestó Laygra. Amrit Mauhilver enarcó una ceja interrogante—. Nosotros no sabemos dónde está.
—¿De qué lo conoce usted? —soltó Murri, receloso.
—Ah. Lo conozco desde hace años. Me salvó la vida cuando yo tenía quince años. Y desde entonces no me ha traído más que problemas —comentó, como para sí.
Intenté resumir lo que acababa de aprender. El señor Mauhilver era un amigo de Lénisu. Al principio creía que Lénisu nos había mandado aquí pero nuestra reacción lo había hecho dudar. ¿Qué demonios le había dicho el maestro Helith en esa carta?
Tras una leve pausa, Amrit Daverg Mauhilver hizo un gesto hacia nuestras tazas de té.
—Bebed o se enfriará. No veo muy bien en qué puede incumbiros el cómo Lénisu y yo nos conocemos. La historia no tiene importancia. Hace más de cuatro años que no he visto a vuestro tío, y lo que ocurre ahora es muy extraño. Muy extraño —repitió—. Hace una semana, recibí una carta firmada por Lénisu diciéndome que está buscando a una sobrina suya que ha perdido. Y poco después recibo otra carta anónima acompañada de un precioso artilugio de valor incalculable diciéndome que recibiría la visita de tres estudiantes ternians sobrinos de un hombre llamado Lénisu.
—Válgame el cielo —pronuncié, emocionada. Así que Lénisu seguía con vida. Y andaba buscándome. Apreté la pata de la silla con más fuerza, sintiendo que me invadía una ola de alivio. Lénisu vivía, había escapado a los nadros rojos, me repetí—. Lénisu vive —dije en voz alta, como para hacer la realidad más real.
—La noticia no parece alegraros a vosotros dos —observó Amrit Mauhilver fijando sus ojos en los de Murri y Laygra alternadamente.
Mis hermanos se removieron incómodos.
—Simplemente hace mucho tiempo que no le vemos —explicó Murri, evitando la mirada directa del señor Mauhilver.
El gentilhombre se encogió de hombros.
—De todas maneras, que lo odiéis o lo adoréis, eso me trae sin cuidado. Ha acudido a mí para que le ayude a encontrar a una chiquilla de trece años… —Giró sus ojos hacia mí y contuve su mirada sin pestañear—. y supongo que se trata de ti.
—¿Le ha contestado ya? ¿Va a venir? —pregunté, con emoción.
—Por supuesto que le he contestado, pero no sé si recibió mi mensaje. Le dije que se pasase por Dathrun para visitar a su viejo amigo que no dudaría en echarle una mano. Y le dije —añadió con más lentitud— que haría todo lo posible para encontrar a su querida sobrina. Y entonces, he comprendido que vosotros sois los tres y únicos sobrinos de mi viejo amigo, con lo que he llegado a la conclusión de que alguien que os quiere bien os ha mandado junto a mí para que cuide de vosotros —hizo una pausa y se sentó en su butaca con un suspiro—. Cuando le diga que os he encontrado a los tres, creo que se considerará el más feliz de todos los hombres.
Sin duda, hablaba de Lénisu. Laygra y Murri quedaron como pensativos. Quizá empezasen a entender que Lénisu no era tan terrible como lo habían creído. Inspiré hondo y esperé a que el señor Mauhilver continuase.
—Lo que no acabo de entender es la historia del libro —prosiguió—. ¿Por qué esa persona cuyo nombre ignoro os ha mandado a por un libro? Intento encontrar algún mensaje encriptado, pero no lo veo.
—Así que usted no tiene el libro que buscábamos —murmuró Murri, aturdido.
—¿Y eso qué importa? —intervine, exaltada—. Murri, ¡él conoce a Lénisu! Y Lénisu va a venir —mi voz temblaba de emoción.
—No puede ser que nos haya mentido —dijo Murri, furioso, hablando del maestro Helith—. Shaedra, ¿no te das cuenta? Estamos dando vueltas. Hace un año que damos vueltas.
Lo observé, sorprendida por la amargura y el cansancio que transparentaba su voz. Con un gruñido, Murri se tapó la cara con sus dos manos, intentando serenarse. Mientras tanto el señor Mauhilver se rascaba la barbilla delicadamente. Entonces, decidí que tenía que decir algo.
—Señor Mauhilver —pronuncié, haciendo que éste se fijase en mí otra vez—, quiero agradecerle que nos haya informado de todo esto, y querría preguntarle… ¿tiene una idea de cuándo llegará Lénisu?
Él hizo una mueca, observándome con atención.
—Quizá esté ya en Dathrun —agrandé los ojos—. O quizá esté a unos días de aquí. A menos que le hayan raptado algunos nigromantes y que se lo hayan llevado a las profundidades —añadió, con una gravedad burlona, mientras lo miraba con una expresión lúgubre—. No puedo saberlo. Lo único que sé es que la carta venía de algún lugar entre Ombay y Tenap.
Entre Ombay y Tenap, me repetí mentalmente. Así que el monolito no le había teletransportado muy lejos. Por un lado me alegraba, y por otro esperaba que los nadros rojos hubiesen huido lo suficientemente lejos como para no intentar atacar a Lénisu.
—Os diré algo. El autor de la carta anónima, que sin duda conocéis, me ha pedido que me ocupe de vosotros. Y me ha dado dos razones para hacerlo. Desde luego, que seáis de la familia de Lénisu ya me ha bastado para decidir que velaría sobre vosotros hasta su llegada.
Luego Márevor Helith sabía que el señor Mauhilver era amigo de Lénisu y que se ocuparía de nosotros durante su ausencia. ¿Pero cuánto duraría su ausencia? Por quizá centésima vez me pregunté, lastimera, por qué no le había detenido aquel día para exigirle respuestas, mientras lo tenía todavía a mi alcance.
—No necesitamos un tutor —protestó Laygra—. Además, la persona que nos mandó ya nos dijo quién era usted realmente. Nosotros no queremos tener contactos con gente como usted.
El señor Mauhilver la miró con una sonrisa escéptica.
—¿Ah, sí? ¿Y quién soy realmente?
No parecía ofuscado, pero no pude impedir darle un pequeño golpe de pie a Laygra para que recapacitase. No sirvió de nada.
—Un ladrón —profirió mi hermana, temblando bajo la mirada de acero que había posado sobre ella. Con un suspiro inaudible, acabé el té de mi taza.
—Claro —contestó el gentilhombre, con desparpajo—. Un hombre que gana más de veinte mil kétalos de renta al año es forzosamente un ladrón. Soy un rentista. Un maldito burgués. Y un ladrón de corazones, por supuesto —añadió con una sonrisa seductora.
Laygra, indignada, soltó un ruido parecido al del hipo. Murri le puso la mano en el hombro para calmarla aunque él no parecía muy sereno tampoco.
—Señor Mauhilver —dijo mi hermano—, disculpe la falta de modales de mi hermana. En la carta, se nos avisaba de que era usted un ladrón. Ni siquiera sabíamos al principio que viviera en este tipo de… casas.
Amrit Mauhilver inclinó levemente la cabeza, señalando que aceptaba las disculpas, y se levantó.
—Ha sido un placer conoceros, queridos sobrinos de Lénisu. Por el momento no puedo entretenerme más con vosotros: el deber me llama. Si tengo noticias de Lénisu, os las comunicaré lo más rápido que me sea posible, y si tenéis realmente un problema, uno grave, podéis volver, pero sólo por el callejón, no por la puerta principal, ¿entendido? Ah, por cierto, el libro del que hablaba la carta… se me estropeó y ya hace tiempo que no lo tengo, pero no creo que os hubiera sido de mucha utilidad contra un lich.
Ya estaba de pie cuando acabó de hablar y me quedé petrificada, mirándolo.
—Pero —añadió con una sonrisa— ¿quién ha hablado de liches?
Los días siguientes, estuve mordiéndome las uñas por la ansiedad, esperando con fe algún mensaje de Amrit Daverg Mauhilver que nos avisaría de que Lénisu había llegado a Dathrun. Pero no recibimos nada. Como eran vacaciones, la academia estaba bastante vacía y los pasillos se habían liberado bastante de todas las bolamofetas y atrapadoras. Las salas de lectura de la biblioteca parecían concentrar a todos los estudiantes que quedaban en la academia y solía pasar poco tiempo ahí. A la mañana, releía los apuntes que me había dejado Steyra sobre la endarsía, la transformación y la invocación, pero su letra era tan mala que necesitaba tiempo para descifrarlo todo. Hacia las once, me reunía con mis hermanos y, por primera vez desde que estaba en Dathrun, pasamos realmente tiempo juntos. Les enseñé los pasadizos que Syu y yo recorríamos de vez en cuando por curiosidad y creo que el mono subió en la estima de Murri cuando le dije que había sido él quien me había enseñado la entrada secreta de la enfermería Azul.
Por las tardes, Murri y Laygra iban a la biblioteca para estudiar mientras yo iba a visitar a Syu y al doctor Bazundir. Hice bastantes progresos en lo que se refería a la energía bréjica, pero aún topaba con un muro infranqueable cuando pretendía entender el kershí. Aunque conseguí notar su existencia al cabo de unos días, fui incapaz de hacer lo que el doctor Bazundir proponía, sentado tranquilamente en su butaca y ayudado de un libro que guardaba amorosamente en uno de sus cofres. El doctor Bazundir pretendía que no todos tenían la misma predisposición al kershí y que el hecho de que yo lo utilizara sin saberlo podía significar que realmente tenía un kershí poderoso. Yo aún no había llegado a la misma conclusión, pero acabaron por gustarme esas visitas cotidianas, y creo que a Syu también. Notaba que el doctor estaba ansioso por aprender más sobre el kershí. A decir verdad, su anhelo de saber y de aprender me inquietaba un poco, pero, en general, el anciano me caía más que bien: cuanto más lo conocía, más lo consideraba como una especie de abuelo.
Hacia las cuatro, Murri y Laygra y yo solíamos ir a dar un paseo por Dathrun. Los días eran largos, calurosos y radiantes. Me llevaron al Puerto, a la Colina, y al Barrio de los Pinos y entretanto no parábamos de hablar y nos lo pasábamos bien. Un día, cuando salimos, atravesando el puente Frío, oí un ruido familiar detrás de nosotros.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Murri, inquieto.
Antes siquiera de mirar atrás, solté:
—¡Syu!
El mono gawalt apareció en el borde del puente y en un abrir y cerrar de ojos estuvo cómodamente sentado sobre mi hombro.
«¿Por qué siempre andas por este camino entre mares?», preguntó con curiosidad.
«Porque voy a la ciudad», contesté. «El puente conecta la isla de la academia con Dathrun, una enorme ciudad con gente por todas partes. Seguro que no te apetece venir.»
«Seguro que sí», replicó, desafiante. «¿Te crees que me puedes dejar enjaulado en la casa del Viejo? Ni hablar.»
Durante toda esta conversación, me había olvidado de utilizar energía bréjica y me sermoneé rudamente por eso. Si hubiese llegado a estar Rathrin o cualquier estudiante brejista, habría visto a una ternian aparentemente comunicando con un mono sin utilizar energía bréjica. El doctor Bazundir me había advertido más de una vez sobre ese peligro.
—Syu nos acompañará —dije.
Murri asintió sin que le pareciese mala idea, pero Laygra, que a veces no era muy abierta, se opuso en rotundo.
—No, Shaedra. Syu no es ningún animal de compañía. Es un mono gawalt. Nunca se ha visto a un mono gawalt congeniar con ningún saijit. Todo el mundo sabe que odian a los saijits. No te hagas ilusiones. Syu volverá a su bosque y a su hogar, yo me encargaré de ello.
La contemplé durante un momento, pillada por sorpresa, y al cabo suspiré, vencida.
—De acuerdo. Tienes razón, hermana. Syu no es un animal de compañía. Pero puede ser un compañero. Tampoco pretendo que seamos amigos. Pero Laygra, si tiene que volver a su hogar, déjale que lo decida él, ¿vale? Si tanto te importa su felicidad.
Laygra me observó un momento, como evaluando los pros y los contras, y luego asintió.
—Yo no soy una tirana. Pero Dathrun no es un sitio para un mono gawalt.
Syu bufó, dio un salto y salió corriendo por el puente, en dirección a Dathrun. Murri soltó una carcajada.
—Me temo que no nos deja mucha elección.
Syu no se había quitado el pañuelo verde de la cabeza desde que se lo había puesto y al correr sobre el puente tenía un aspecto cómico. Aquel día, fuimos hasta el mercado, del que Syu se enamoró enseguida. Primero, robó una manzana y recé por que ni el vendedor ni Laygra se diesen cuenta. Luego, pese al sermón que le eché, siguió haciendo gamberradas, hasta que, pasando por una barra donde pendían cinturones que se vendían, empezó a saltar de cinturón en cinturón gritando alegremente.
«¡Syu! Bájate ya de ahí, que vas a tener problemas. Vamos a tener problemas», rectifiqué, viendo que el vendedor empezaba a girarse hacia nosotros. Con rapidez, cogí a Syu y, sin pensarlo mucho, solté un sortilegio armónico de mimetismo y me fui corriendo, dejando los cinturones oscilando y el vendedor admirado, creyendo que había visto alguna especie de visión.
—¡Shaedra! —me gritaron mis hermanos, cuando por fin, me divisaron entre la multitud.
—Ah, estáis aquí. Creí que os había perdido.
Sentada sobre un barril vacío, al final de la calle del mercado, había esperado a que apareciesen Laygra y Murri y había aprovechado el momento para explicarle a Syu con suma paciencia que en un mercado, la gente vendía y compraba y que no podía uno juguetear con las posesiones ajenas. Suspiré.
—Estaba intentando explicarle a Syu el concepto de lo que llamamos dinero, mercado y esas cosas.
Murri miró el mono y se echó a reír.
—Creo que lo has dejado frito. Acaba de bostezar.
«Tu hermano me cae mejor que tú», dijo el mono, bostezando otra vez y mostrando su boca rosa y sus dientes afilados.
Le comuniqué la reflexión a mi hermano y éste sacudió la cabeza.
—Eso es para darte celos. Es muy listo este mono.
—Tal vez lo sea —dije—. Pero por el momento sólo ha demostrado ser un alborotador. —Syu me enseñó los dientes—. Y además no me escucha.
«¿Cómo quieres que te escuche si no paras de decirme lo que debo hacer? Los saijits tienen mal genio y demasiadas ideas extrañas que sólo les complican la vida. Leyes, muros, dinero, esas cosas no me gustan.»
«Tampoco a mí», admití. «Tienes toda la razón. Pero, escucha, si uno no respeta los modos de vida de los demás, puede complicarse la vida mucho más.»
Dejándole meditar sobre estas palabras, me levanté de un bote y nos encaminamos hacia la academia a paso lento. Al de un rato de silencio, dijo Laygra:
—Shaedra…
—¿Sí?
—He pensado en lo que nos habías dicho y creo que tienes razón. No debemos tener prejuicios acerca de Lénisu antes de conocerlo realmente, como tú lo conoces —hizo una pausa y luego carraspeó—. ¿Crees que estará bien?
La miré de hito en hito.
—¿Y cómo quieres que lo sepa? —repliqué, con la voz algo temblorosa.
Murri nos cogió a ambas entre sus brazos reconfortantes y avanzamos hacia el poniente, sumidos en nuestros pensamientos, y mientras tanto un mono fisgaba por todos los sitios que podía, con una curiosidad peligrosa.
* * *
Los días siguientes, no paré de darle vueltas a lo que nos había dicho el señor Mauhilver. A la mañana, seguía descifrando la escritura anárquica de Steyra y un día hasta empecé el trabajo para la clase de endarsía, con suma lentitud sin embargo: los apuntes de endarsía me parecían muy complejos y, sobre todo, no me interesaban mucho. Algunas veces, comía sólo con Rathrin, porque Murri y Laygra se retrasaban con sus revisiones, pero las más veces ambos íbamos con mis hermanos a la Sala Erizal a comer con Rowsin, Azmeth, Iharath, Sothrus y Yerbik.
Quedaban tres días para que se acabasen las vacaciones cuando, al salir de la enfermería Azul, me topé con Jirio Melbiriar.
Estaba andando lentamente, con un libro en la mano, la mirada fija en la cubierta. Me acerqué prudentemente a él, pensando frenéticamente en lo que podía decirle, cuando pasó un grupo de estudiantes por el pasillo e ignoro por qué pero me aparté y empecé a andar por el lado opuesto. Me estaba tratando de la peor cobarde del mundo cuando de pronto oí que alguien corría detrás de mí y me giré justo cuando Jirio llegaba a mi altura.
—Shaedra —soltó, con la cara pasmada—. Quería volver a verte. Quería decirte… —Se interrumpió y sacó varias monedas de su bolsillo—. Esto es lo que le debo a Murri por la entrada al Termondillo.
Lo miré, alucinada, y entendí que si yo era la peor de los cobardes, él no andaba muy lejos. Sacudí la cabeza.
—Puedes dárselas tú mismo. Está en la Sala Erizal, puedes acompañarme.
Jirio negó con la cabeza con energía.
—No. Quiero decir… claro. Se lo daré yo mismo —vaciló y el silencio se prolongó—. ¿Has dicho en la Sala Erizal?
—Sí. ¿Vienes entonces?
Durante el camino, por fin me atreví a decir lo que quería.
—Jirio. Siento lo que te dije la última vez. Fui un poco brusca. Quizá tuvieses razón. El jaipú no es una energía celmista.
—Oh, no, tú… no fuiste brusca. Dijiste lo que pensabas y pretendiste ayudarme.
Calló, sin saber qué decir, y llegamos a la Sala Erizal en medio de un silencio incómodo. Murri se rió de Jirio por ser tan ordenado con las cuentas financieras y él se marchó rápidamente diciendo que tenía que leer un libro. Sin duda se trataba del libro que tenía en sus manos y del que no se separó ni un momento.
—¿Qué le ocurre? —preguntó Murri cuando hubo desaparecido.
Me encogí de hombros.
—Oh. Es nervioso por naturaleza.
Aquella noche, cuando me metí en la cama, me puse a meditar. No dejaba de intrigarme el señor Mauhilver y quería saber quién era realmente. Sin duda, no podía ser un rentista común, de lo contrario jamás habría tenido trato con un contrabandista como Lénisu, ¿verdad? Algo escondía aquel hombre.
Pasaron quizá dos horas, y seguía sin dormirme. Como todas las noches durante todas las vacaciones, me había puesto a inspeccionar las puertas mentales detrás de las cuales se encontraban los recuerdos de Jaixel. Intenté una vez más abrirlas voluntariamente, pero todos mis intentos eran vanos. Era como si esos recuerdos me estuviesen vedados, en una mente aparte, dentro de mi propia mente. Hasta ahora no había sido consciente de ello, porque en el fondo, antes de venir a Dathrun, seguía pensando que era el Amuleto de la Muerte la filacteria que Jaixel buscaba. Y resultó que me equivocaba. Lénisu ya me lo había dicho.
Descubrir las puertas mentales donde estaba encerrada la filacteria me había ayudado a entender que en realidad todos los sueños extraños y tan reales que había tenido serían probablemente recuerdos o influencias de la filacteria. Durante mis meditaciones, había llegado a la conclusión de que había cosas que no parecían tener nada que ver conmigo y que sin embargo, sorprendentemente, me llegaban en mente, dormida o despierta. Por ejemplo, había un personaje bufón que solía ver, y también solía recorrer una ciudad subterránea. ¿Pero qué tenía que ver eso con Jaixel o Ribok?
Rendida, dejé de darle vueltas a la filacteria y me alejé de ella con precaución, temiendo, ahora que tenía consciencia de ella, que pudiese hacerme algo. Después de todo, tener en la mente una mente ajena, aunque tan sólo fuesen recuerdos, era una situación desagradable y para nada reconfortante.
Pasó quizá una hora más antes de que me levantase y me vistiese silenciosamente, ignorando intencionadamente las botas. Salí como una sombra del cuarto, pasé bajo las narices del señor Nyuvel, atravesé la sala faunista, la sala Derretida y los pasillos fríos de la academia, hasta llegar a la entrada. Estaba cerrada. Por supuesto, ¿cómo no se me había ocurrido? Los guardias sólo la abrían para dejar entrar a los estudiantes, y no dejaban salir a los que no tuviesen más de dieciséis años. Di media vuelta y me puse a correr hasta un rincón en el que había localizado una entrada hacia los pasadizos. Entré reptando y luego me levanté a medias en la oscuridad total y me concentré para crear luz armónica.
La luz armónica era mucho menos potente que una invocación, pero en este caso era suficiente. Además, tenía bastante práctica con las armonías y en cambio era demasiado poco paciente para ser una buena invocadora.
Llegué al pasadizo que desembocaba debajo del puente Frío y salí con extrema cautela. Se oía el suave oleaje del mar contra las rocas y en el cielo brillaba una media Luna blanca, ligeramente azulada. Extendí mi jaipú con precaución. Arriba, había un hombre que guardaba la entrada.
«¿Adónde vas?», dijo de pronto una voz. «El sol aún no ha salido.»
«¡Syu!», exclamé mentalmente, sobresaltada.
«De hecho», continuó éste tranquilamente, «quedan como cinco horas antes de que venga el sol. ¿Qué haces despierta?»
«¿Y tú?», le repliqué.
«Yo no soy tan perezoso como los saijits», gruñó el mono, saltando hasta uno de los barrotes de hierro del puente. «Los saijits dormís durante toda la noche, parecéis osos lebrines. Aunque los osos lebrines son más listos porque no se matan entre ellos. La mayoría de los saijits se moriría en el bosque que conocí yo en mi vida anterior.»
Observaba la posición del guardia y cuando Syu acabó su diatriba, me giré hacia él, algo contrariada.
«Syu, tú no puedes acompañarme. Tengo que hacer una cosa…»
«Me lo había supuesto. Pero te acompañaré de todas formas», sonrió el mono con sorna. «Yo voy adonde quiero. Los gawalts valoramos la libertad. Tú vas adonde quieres, yo voy adonde quiero.»
Lo fulminé con la mirada a través de la oscuridad.
«Por favor, no compliques las cosas. Tan sólo voy a comprobar una cosa. Y necesito ante todo discreción.»
El mono levantó la cabeza y me enseñó los dientes.
«Yo soy más discreto que tú. Tú eres una saijit. Reconozco que eres menos ruidosa que el Viejo, pero sigues siendo una saijit. Cualquier gawalt te oiría a un kilómetro.»
«Venga ya», le dije, cogiéndome a un barrote de hierro con sigilo y presteza. «Tengo que irme, Syu, nos vemos luego.»
«Luego», repitió Syu, con una risa maliciosa.
Cogí el barrote siguiente y seguí avanzando, el mar a mis espaldas. Al de un rato, eché un vistazo hacia la costa que dejaba para cerciorarme de que Syu se había marchado. Pensé que aquel mono me atraería más problemas de los que auguré al conocerlo. Cuando estuve a la mitad del puente, empecé a darme cuenta de lo que estaba haciendo. ¿Y si me caía y me llevaba alguna corriente? ¿Y si lo que pretendía hacer no se justificaba?
«Quedarse a pensar colgada de tan ridícula manera es quizá un pasatiempo de los saijits que no conozco», oí comentar a Syu, meditativo.
Apreté con más fuerza los barrotes y miré a mi alrededor, exasperada.
«¿Por qué me sigues?», solté. «Estarías más tranquilo en la enfermería Azul.»
«Por supuesto. Y tú estarías más tranquila en tu árbol de piedra, ése que llamáis torre.»
Suspiré y había decidido continuar y no replicar cuando me di de pronto cuenta de algo.
«Torre, ¿cómo sabes que vivo en una torre?»
Syu apareció de pronto sobre el barrote en el que tenía puestas las manos y vi sus dientes blancos relucir en la oscuridad.
«Yo conozco muchos caminos y tengo tiempo para explorar el territorio», contestó. «Y si dejas que te acompañe, te ayudaré a encontrar tu camino, pero si no…» Ladeó la cabeza, saltó al barrote siguiente y soltó un gruñido ruidoso y luego un grito que debió de oírse por toda la ciudad según me pareció. Me quedé tan paralizada que, por un momento, pensé que si mis manos se hubiesen deslizado por el barrote, me habría caído al agua sin poder volver a agarrarme a nada.
—¡Syu, por todos los dioses! ¿Qué haces? —pregunté, furiosa. Suspiré, vencida—. Muy bien, si tanto te apetece, acompáñame, pero con una condición. —Hice una pausa para asegurarme de que el mono escuchaba atentamente—. Me imitarás en todo lo que haga, es decir: no harás ruido, no robarás nada y no dirás nada de esto a nadie, sobre todo a Laygra porque ya sabes cómo se pone con estas cosas.
«Si es tan importante la discreción, ¿por qué estás hablando ahora en voz alta?», replicó Syu, con un tono mordaz.
Inspiré hondo. «Syu, ¿me has escuchado?»
«Pues claro que te he escuchado, y te doy mi palabra, seré como tu sombra. Adelante. ¿A menos que tu intención se resumiese a quedarte en este sitio húmedo durante toda la noche?»
Gruñí por lo bajo y con sumo esfuerzo, me dirigí hacia el borde del puente para subir en él y caminar con más tranquilidad. A partir de ahí, utilicé las armonías para ocultarme cuando me aproximaba a una linterna. Syu corría ante mí, como mostrándome el camino. Poco después, llegamos a Dathrun.
* * *
Al llegar a un cruce, el mono se giró hacia mí con aire interrogante.
«¿Y ahora qué?»
Observé la calle de la Reina y luego alcé la mirada hacia la Mansión de Pilendrgow, sumida en la oscuridad. Era demasiado tarde para que la gente normal estuviese andando todavía por las calles, y demasiado pronto como para que empezasen los más madrugadores a trabajar, de modo que las calles estaban desiertas y tan sólo tuve que evitar algún que otro borracho, un sereno, una tropa de estudiantes rezagados poco lúcidos, y un vagabundo. Pasé desapercibida ante todos menos ante este último pues me vio antes de que yo misma lo viese, y sentí incómodamente su mirada posada sobre mí durante largo tiempo. Pero al fin había llegado adonde quería llegar.
Sin contestar al mono, me adentré en la rúa Sin Paso con la mayor cautela. Desaparecí justo a tiempo, porque un hombre acababa de doblar la esquina. Me acuclillé detrás de un mueble viejo y carcomido y el mono trepó hasta mi hombro, y afortunadamente guardó el silencio.
Escuché los ruidos de botas contra el adoquín. Se acercaban. Era una noche cálida pero según Sothrus, el amigo de Murri, se acercaba una tormenta de verano, y esperé que no me pillase un turbión para la vuelta.
Giré la cabeza hacia la puerta número cinco, al fondo de la calle, y registré lo que me rodeaba, intentando ver algo en la oscuridad. Observé que las otras dos puertas del mismo lado estaban atrancadas por fuera con montañas de trastos. En cambio, del otro lado, una de las puertas parecía servir de puerta de servicio como la puerta de Pilendrgow, y la otra ya no existía, sustituida por una pared de piedra. Pero todo eso, tan sólo lo adivinaba porque la oscuridad era densa en la callejuela.
Los pasos se hacían cada vez más cercanos y empecé a preguntarme qué haría si aquel hombre era en realidad el señor Mauhilver… ¡a menos que fuese Lénisu! Apreté los dientes y sacudí la cabeza, gruñendo silenciosamente. No era precisamente el mejor momento para pensar en ello. Tenía que averiguar si el señor Mauhilver nos había dicho todo y tenía que permanecer alerta.
De pronto, contuve la respiración y me estremecí de miedo, dándome cuenta de que el ruido de los pasos se había detenido. Esperé unos minutos en silencio y me disponía a asomarme con prudencia cuando de pronto Syu soltó:
«¡Cuidado! Ya sale.»
Me costó un momento entender que se refería a la puerta de servicio número cinco de la calle. La puerta se había abierto en silencio y apenas tuve tiempo para divisar una silueta envuelta en una capa antes de que se impulsase contra el muro del callejón y subiese sobre el muro. La vi desaparecer del otro lado, sigilosamente. El callejón volvió a sumirse en la tranquilidad.
«¿Por qué te interesa tanto saber adónde ha ido ese hombre?»
La pregunta de Syu me devolvió a la realidad y sacudí la cabeza, dándome cuenta de que me había puesto a meditar demasiado profundamente.
«¿Has dicho que era un hombre?», pregunté súbitamente. «Pues claro», pronuncié, pensativa, sin dejarle contestar.
Sin olvidarme del hombre de la calle de la Reina, me enderecé y procurando ser discreta, salí de mi escondite asomando la cabeza. La calle de la Reina estaba desierta. No, espera, había una persona al final de la calle, con una linterna en la mano: me convencí de que era una sereno. ¿Sería el mismo que había oído antes? Era imposible saberlo, pero tenía el oscuro presentimiento de que no.
Entonces, me di la vuelta y fijé la mirada sobre el muro. Cogí una inspiración y di un paso hacia delante.
«¿No estarás pensando pasar sobre ese muro de manera tan poco elegante?», preguntó de pronto Syu.
Giré mis ojos hacia él, sentado sobre el mueble y agitando la cola con aparente tranquilidad.
«¿Y por qué no?», repliqué con una ceja enarcada.
«No te conviene. Vas a empotrarte contra el muro y despertarás hasta al mediano dormilón», explicó con pragmatismo.
«¿Al mediano dormilón?», repetí, sin entender.
«Es una expresión. Mi madre solía utilizarla cuando nos enseñaba a pasar desapercibidos de los depredadores.»
Agité la cabeza, y me apresté a coger carrerilla. Examiné el muro difuminado entre las tinieblas. Sólo la parte superior recibía una vaga luz lunar como una aparición fantasmagórica. El muro era alto, por no mencionar que ignoraba si era liso o si encontraría sitios a que agarrarme. Con un suspiro, me crucé de brazos.
«¿Por qué no sería elegante?», pregunté con resignación.
«Bah. Los saijits tienen tendencia a atacar las cosas de frente. Decía mi madre que son animales bárbaros y estúpidos. Nosotros, los gawalts, utilizamos el genio.»
Hasta en la oscuridad pude ver la ancha sonrisa que el mono gawalt me dirigía. Puse los ojos en blanco.
«Vaya. Veo que tienes una idea bastante subjetiva de los saijits. Pero ya que tienes tanto genio, ¿por qué no me ayudas a pasar sobre ese muro?»
El mono, sin contestar, saltó sobre una silla rota, metiendo un ruido sordo, y se encaramó a una viga de la casa de enfrente, ayudándose luego de sus manos y de sus pies para acercarse al muro.
«Ya veo», dije con cierta aprensión. «Me has tomado por un mono gawalt, Syu.»
Me sorprendí al oír de pronto una risa mental sonora. Syu no se había reído nunca tan fuerte y por un momento lamenté que le hubiese dejado acompañarme: se estaba burlando de mí abiertamente.
«Aún no eres gawalt, no», contestó él, divertido, dejándose caer sobre el muro, bajo la luz de la Luna. «Pero puedes aprender a serlo», añadió, y lo miré, admirada. ¿Es que realmente pensaba lo que estaba diciendo?
Suspiré y aparté toda reflexión que no tuviese que ver con el momento presente y con el señor Mauhilver. Alguien había salido de la casa de Amrit Daverg Mauhilver y, no sabía por qué, pero sentía la necesidad de saber quién era y adónde iba y, sin duda, si seguía rezagándome perdería su rastro. Así que subí sobre la silla rota, que apoyé contra la pared de la casa, saqué las garras e intenté llegar hasta las vigas de la casa. Me costó más de lo que había previsto y cuando llegué sobre el muro había perdido toda esperanza de encontrar nada del otro lado del muro.
«Creo que necesitas practicar más», me dijo simplemente Syu, magnánimo.
Hice una mueca y me encogí de hombros.
«Estas casas son extrañas y no estoy habituada a que tengan tan pocos sitios donde agarrarse. Además, prefiero los árboles.»
«Eso es hablar como un mono gawalt», comentó Syu, orgulloso.
Mientras tanto, yo echaba un vistazo al otro lado del muro. Era otro callejón sin salida. ¿Por dónde habría ido?, me pregunté, inquieta. Entonces, miré los tejados y fruncí el ceño. No, los tejados eran demasiado empinados. Contemplé un momento la Luna con expresión de derrota. Toda esta expedición había sido vana. ¿Qué pensaba? Quizá hubiese planeado entrar discretamente en la casa, para encontrar alguna carta de Lénisu, o para despertar al señor Mauhilver en plena noche y exigirle que me dijera la verdad… pero me daba cuenta ahora de mi estupidez. Para mí, Amrit Mauhilver era un desconocido. Y estaba convencida de que nos ocultaba cosas que deberíamos saber. De hecho, había demostrado que sabía más cosas de las que quizá yo misma sabía sobre los liches, y eso era una idea inquietante.
De pronto, vi que en los adoquines de la calle de la Reina se reflejaba la luz de la linterna del sereno y me di cuenta de que tenía que bajar del muro de inmediato. ¿Pero por qué lado? La tensión empezó a hacerme latir el corazón demasiado deprisa y, sin quererlo, las puertas mentales de la filacteria se abrieron de par en par, de modo que me dejé llevar por los recuerdos de un joven labrador sin oír el grito espantado de Syu que me miraba mientras me deslizaba por el muro, cayendo irremediablemente. Apenas me quedó suficiente conciencia como para amortiguar el golpe con mis garras. Sentía que Syu intentaba hablarme, pero no le oía: mi mente estaba en ebullición, y me di cuenta de que jamás tenía que haber abierto tantas veces esas puertas mentales. Con mis ejercicios y mis investigaciones, parecían haberse abierto con más facilidad que antes, y ahora no conseguía cerrarlas.
Fue como si hubiese nacido otra vez, viviendo una vida, totalmente distinta. Conocía todos los nombres de los instrumentos de labranza y conocía cantos populares de amor y leyendas con aventuras a pesar de que una mente, muy lejana, trataba de convencerse de que esos cantos eran muy viejos y que, de hecho, hacía siglos que habían dejado de cantarse y los que aún perduraban habían dejado de ser tan largos. Pero esa idea era totalmente absurda, puesto que en ese mismo momento estaba andando hacia las tierras, con mi pala y mi sombrero, cantando con mis hermanos Esta noche se va, se va. ¡Qué vida más sosegada! Trabajaba todos los días en el campo, y a la noche jugaba a cartas en la taberna y luego volvía a casa y dormía plácidamente hasta que el cielo empezase a azularse. Entonces, despertaba a mis hermanos el primero antes de que lo hiciera mi padre, nos vestíamos y salíamos al campo otra vez, despidiéndonos de nuestra madre y de nuestras hermanas. La vida era dura pero feliz. Pero entonces, ¿por qué sentía de pronto un dolor súbito que me atravesaba todo el cuerpo?
Abrí lentamente los ojos, como en un sueño, y lo primero que vi me espantó. Estaba metida en una atrapadora de plantas blancas que me inmovilizaba casi enteramente. Por un lado, había amortiguado mi caída, pensé, intentando ser positiva.
Moví un brazo y gruñí. Era inútil intentar salir de una atrapadora por la fuerza, eso era una de las cosas que había aprendido durante estas últimas semanas. Tendría que liberarme con el genio, como había dicho el mono.
«¡Syu!», solté de pronto, preocupada, imaginándomelo atrapado en la materia gelatinosa. «¿Dónde estás? ¿Estás bien?», pregunté, intentando agitar mis miembros paralizados.
«Estoy bien, pero me parece que tú tienes varios problemas», dijo el mono, en alguna parte. «Algo muy raro ha ocurrido en ti. Por un momento, parecías haber perdido la razón.»
«Eso es uno de los problemas», suspiré, dándome cuenta de pronto de por qué Syu hablaba de varios problemas: a mi izquierda, había una masa metida de lleno en la atrapadora. Apenas se movía pero, desde luego, estaba viva, y con todas las probabilidades se trataba del hombre que había querido seguir.
La capucha se había deslizado, desvelando un rostro lívido a la luz de la Luna. Tenía el pelo blanco, o más bien rubio. Todo parecía indicar que aquel hombre era Amrit Daverg Mauhilver. ¿Pero qué demonios hacía vestido con una sencilla capa negra? Recordé que el maestro Helith nos había dicho que era un ladrón, pero él mismo se había reído de nosotros, negando que lo fuera. Ahora, se asemejaba más a un ladrón que a un señorito burgués viviendo en la calle de la Reina.
Oí de pronto una tos y una respiración sofocada. El cuerpo de Amrit Mauhilver se convulsionó.
«Yo que tú no me habría tirado del muro», dijo Syu. «Viene gente.»
Agrandé los ojos, aterrada. Así que esa atrapadora era una trampa tendida intencionadamente. Pues claro, en Dathrun la energía no era tan inestable como en la academia para que apareciesen trampas en medio de un callejón, y todavía menos atrapadoras materiales como aquélla.
Pensé frenéticamente, intentando encontrar un medio para sacarme de ahí rápidamente. ¿Un relámpago? No, no tenía la práctica de Jirio. Destruir una atrapadora era difícil. ¿Podría amedrentarla? Nunca había visto una atrapadora de ese estilo y me resultaba imposible saber cómo reaccionaría. Sabía que a las atrapadoras aguadas no les gustaba el aire y la luz. Las espumadoras se iban fácilmente con agua ácida o vitaminada y por eso algunos siempre se paseaban por los pasillos de la academia con una botella de zumo de naranja. Me vinieron en mente varias mutaciones energéticas de las que solían hablar los estudiantes, proponiendo sus métodos y remedios para evitarlas o para liberarse de ellas, pero ninguna de esas soluciones me parecía apropiada en ese momento. Intenté soltar una llama de fuego pero, naturalmente, tan sólo solté una llama visible y no material, de modo que sólo conseguí iluminar el lugar durante unos segundos para indicar bien a todos dónde me situaba.
Syu se había vuelto totalmente silencioso y tuve la desagradable impresión de que se había marchado, dejándome en apuros. Intenté utilizar energía órica, en vano, y después de eso sentí que el tallo se había consumido mucho más que de costumbre, de modo que no me atreví a utilizar más las energías.
De pronto, vi un movimiento junto al tejado y las palabras que dijo Syu me dejaron petrificada: «Van a doblar la esquina.»
Oí pasos y tuve ganas de desmayarme. Con las lágrimas en los ojos, me pregunté por qué diablos se me había ocurrido ir a Dathrun esa noche y empezaba a agitarme entre los tentáculos blancos que parecían agarrarme cada vez más cuando súbitamente una sombra apareció delante y sacó una daga que centelleó bajo los rayos de la Luna.
Lo miré, boquiabierta. Era Daelgar, el sirviente manco de Amrit Mauhilver. Levantó su arma y al tiempo me di cuenta de que lo que sostenía en la mano no era una daga, sino un frasco. Lo abrió con una mano y derramó el líquido en la trampa. Enseguida la atrapadora empezó a deshincharse y a agitarse con más violencia.
Recobré rápidamente mi libertad y salté lejos de la atrapadora y de Daelgar, me adosé al muro y contemplé con los ojos desorbitados la escena que entonces se produjo. Cuatro hombres aparecieron corriendo a través del callejón, soltando bufidos, mientras Daelgar intentaba poner en pie a Amrit Mauhilver con una sola mano. Y, viendo que sus intentos eran inútiles, cambió de táctica, arrastró el cuerpo hacia las sombras más densas y las tinieblas empezaron a nacer alrededor de ambos. Entendí que Daelgar estaba utilizando las armonías para esconderse. Siguiendo su ejemplo, solté un sortilegio de oscuridad y me puse a absorber la luz, intentando desparramar las sombras de manera homogénea por el callejón. Cuando llegaron los cuatro desconocidos, retuve mi respiración y me esforcé por calmarla y silenciarla.
—Tendrían que estar aquí —cuchicheó uno de ellos.
Uno de ellos, un humano pequeño, moreno, con nariz aguileña y barba de varios días se agachó para observar la atrapadora, ahora inservible, y pasó una mano sobre ella, como si estuviese soltando algún conjuro de modulación. Se enderezó y miró hacia ambos lados, primero hacia donde se escondían Daelgar y Amrit Mauhilver y luego hacia mí. El corazón se me puso a latir más aprisa y sentí que mi sortilegio de absorción se deshacía a marchas forzadas. Una onda de oscuridad se extendió entonces por todo el callejón. Entendí, aunque con atraso, que Daelgar había extendido su sortilegio para protegerme.
—No estamos solos —señaló de pronto el humano de nariz aguileña—. Se están escondiendo aquí mismo.
No cabía duda: parecía divertido por su descubrimiento. Los demás, en cambio, se removieron, inquietos.
—¿Dónde están? —preguntó uno.
—Enséñanoslos, Delniz —exigió otro, con un tono malhumorado.
Delniz levantó una mano y con un gesto sencillo creó una esfera de luz. El callejón se iluminó levemente mientras que se dejaban ver de pronto dos masas compactas de sombras. Las sombras ya no servían de nada, pensé horrorizada. Entonces, invertí mi sortilegio y me puse a reflejar la propia luz que Delniz creaba.
«¡Por aquí!», me dijo Syu.
Sentí un inmenso alivio al saberlo cerca. Ayudándome de mis garras, trepé sobre el muro, utilizando los restos que había dejado la atrapadora.
—¡Se escapan! —soltó uno detrás de mí.
De pronto, una mano me cogió del tobillo y saqué mis garras aún más, colérica, agitando mi pie y agarrándome como podía al muro.
—¡Soltadme! —grité con toda la fuerza de mis pulmones.
La mano que me cogía el pie dejó de pronto de estirarme hacia abajo.
—Cállate —siseó el hombre.
Oí entonces un sonido estridente que debió de acabar de despertar al vecindario. Era el grito de Syu, que parecía cantar una especie de himno triunfal, perdido allá arriba en los tejados. Por supuesto, ninguno de los que estaban en el callejón fue capaz de entender lo que sucedía y antes de que pudieran reaccionar, le di una fuerte patada en toda la cara al hombre que me había atacado, arañándole la piel con mis garras. Giré la cabeza y me di cuenta de que los demás se habían puesto a huir. En un principio, creí que era por el grito y mi ataque salvaje, bastante atinado por cierto, pero luego entendí lo que les había ahuyentado realmente: Daelgar les había soltado un conjuro de pavor. De hecho, yo misma sentí de pronto un impresionante sentimiento de pánico y me dejé caer al suelo, sobre la atrapadora inmoble, haciendo grandes aspavientos de miedo.
Y tan pronto como había venido, la sensación se desvaneció. Daelgar pasó un brazo alrededor de la talla de Amrit Mauhilver.
—Huyamos antes de que vengan los curiosos —susurró.
Amrit Mauhilver asintió y agitó la cabeza como para recuperarse de algún choc. Entonces, sin más dilación, tomó impulso sobre su pierna, apoyó la mano sobre el muro y desapareció del otro lado.
—Vaya —solté, impresionada, sentada en el suelo.
«Bonito salto», aprobó Syu. «Casi elegante.»
Daelgar me observó por primera vez y gruñó.
—¿Puedes pasar al otro lado sin mi ayuda?
Abrí y cerré la boca dos o tres veces antes de contestar.
—Creo que sí.
Me levanté y por un momento pensé imitar a Amrit Mauhilver, pero finalmente llegué hasta el muro y me puse a arañarlo con mis garras, llegando a la cima con sumo esfuerzo.
«Eso es una subida lastimosa», se burló el mono.
«Los muros son demasiado lisos», protesté mentalmente.
«Es lo que hay», replicó.
Pude ver a Daelgar recoger los desperdicios de la atrapadora antes de que me dejase deslizar en la rúa Sin Paso. Iba a soltar un suspiro aliviado cuando de pronto una mano me estiró hacia una pared.
—Cuidado —me susurró Amrit Mauhilver a la oreja.
Vi a un hombre pasar por la calle de la Reina con una linterna, soltando una mirada extrañada hacia nosotros pero, por lo visto, no nos vio, y pasó de largo.
Entonces, Amrit Mauhilver me cogió del brazo y me arrastró hacia la puerta de servicio número cinco. Sacó una llave, la hizo girar en la cerradura con un ruido mudo y empujó la puerta. Sin dejar de apretarme el brazo, entró y, cerrando detrás de él, me obligó a andar hasta otra puerta, la abrió con una llave, y me dijo categóricamente:
—Baja.
Siseé, atónita. ¿Quién era en realidad Amrit Mauhilver?, me pregunté, quizá por vigésima vez, observando su silueta. Toda ostentación de riqueza había desaparecido en él, aunque seguía siendo muy apuesto.
—No veo por qué voy a bajar —repliqué, tozuda—. Debe explicarme unas cuantas cosas, señor Mauhilver. Sé que dice usted ser amigo de mi tío, pero ¿cómo sé si realmente lo es?
Pero él me interrumpió empujándome del hombro.
—Baja. Aquí podrían oírnos.
Lo miré, dubitativa, y luego me encogí de hombros y empecé a bajar las escaleras con la firme intención de formularle, cuando llegase abajo, todas las preguntas que me había ido haciendo durante estas dos últimas semanas.
Las escaleras estaban limpias y se veía que eran utilizadas frecuentemente. Cuando llegué delante de una puerta, la abrí y una hilera de ercaritas se encendió, iluminando una sala que era bastante ancha aunque también bastante claustrofóbica porque no había ventanas por ningún lado. Advertí la enorme diferencia que había entre ese lugar y el despacho en el que mis hermanos y yo habíamos tomado el té con el señor Mauhilver: el escritorio estaba lleno de papeles, los libros parecían leídos y releídos y parecía que esa sala se desordenaba y se ordenaba cada día. Pero, por lo visto, era una sala secreta.
Oí la puerta cerrarse y me giré hacia Amrit Mauhilver dando un respingo.
—Esta es mi verdadera casa —pronunció, sin dejar de fijar su mirada en mi rostro. Se quitó la capa negra, revelando unos pantalones pardos y ajustados y una camiseta de lino limpia pero muy usada. ¿Por qué utilizaría ropa vieja con todo el dinero que tenía? Había demasiados misterios alrededor de Amrit Mauhilver y no estaba segura de que quería conocerlos todos.
—¿Quieres un poco de vino? —preguntó, sentándose en el escritorio y tendiéndome una especie de cantimplora.
Negué con la cabeza y guardé silencio sin dejar de observarlo de reojo mientras contemplaba el interior. Cuando el señor Mauhilver encendió la lámpara, todo tomó un aspecto más hogareño y familiar.
—¿Dónde está Daelgar? —pregunté, agitada.
—Supongo que estará borrando el rastro de lo que ha pasado. Confieso que pocas noches han sido tan ineficaces como la de hoy —suspiró y tomó un sorbo largo de su cantimplora. No parecía haberse recuperado de lo de la atrapadora.
—¿Por qué esa gente le anda buscando? —solté, sin soportar más el silencio.
El joven rubio frunció el ceño y me miró de hito en hito.
—¿Por qué me estabas siguiendo?
Me sonrojé de inmediato.
—Ahm, bueno —articulé, algo incómoda—, no estaba segura de que era usted. Pero quería asegurarme de que realmente era un amigo de Lénisu y, de hecho, todavía tengo mis serias dudas. Necesito que me explique quién es de verdad.
Amrit Mauhilver me observó un momento en silencio, como acostumbraba, y luego me indicó una taburete con un gesto.
—Acerca eso y siéntate, estarás más cómoda.
Hice como me lo pedía y una vez sentada, el humano volvió a beber un trago de su cantimplora. En aquel momento me pareció de pronto más lívido de lo que un humano solía ser y me pregunté si se encontraba bien. Se dio cuenta de que lo observaba y enarcó una ceja.
—No me estoy emborrachando —aseguró, como si le hubiese hecho algún reproche.
Carraspeé, molesta.
—¿Se encuentra bien? Quiero decir, la atrapadora parece haberle afectado más de lo que me ha afectado a mí…
—Esas atrapadoras paralizan el cuerpo —me cortó, tranquilamente—. Y dan una descarga al primer cuerpo que choca contra su materia. Al parecer, cuando te atrapó, ya se había descargado sobre mí todo lo que podía. Pero estoy bien, gracias por preguntar. ¿Seguro que no quieres un poco de vino? —negué con la cabeza otra vez y él volvió a tomar un trago, esta vez más largo, y al fin soltó un suspiro de alivio—. Creo que ésta es la noche más ridícula que he pasado desde hace más de dos meses. Me despisté, y esa gente no perdona. Lo peor es que ahora me temo que se van acercando peligrosamente a la verdad, pero no importa, algún día tenía que ocurrir.
Calló y permanecimos en silencio un largo rato. Yo no sabía qué decir. Tenía muchas preguntas en mente, pero ahora no me parecían tan urgentes. Cuando de pronto se abrió la puerta y Daelgar entró, me di cuenta de que el humano manco no tenía un jaipú corriente: corría armoniosamente con el morjás y se confundía de tal forma que era difícil percibirlo y por consiguiente difícil adivinar su presencia.
—Era una atrapadora invocada —dijo simplemente al acercarse al escritorio. Miró al señor Mauhilver con una cara interrogante y éste gruñó.
—Me encuentro perfectamente. Todos parecen preocuparse por mí. Hasta esta chiquilla, que está más pálida que yo.
Me hubiera extrañado que estuviese más pálida que él, pero no dije nada. Observé Daelgar atentamente. Por lo que acababa de ver, sabía utilizar las armonías, pero además sabía utilizar las energías bréjicas, al menos era capaz de echar un sortilegio de pavor lo bastante potente como para provocar la huida de cuatro hombres, entre los cuales el denominado Delniz había demostrado tener alguna capacidad celmista. Daelgar no era definitivamente un sirviente que se dedicaba a abrir la puerta a los invitados.
—No esperaba que dispusiesen trampas tan bajas —comentó entonces el señor Mauhilver.
—¿De veras? —replicó Daelgar, esbozando una leve sonrisa.
—No me malinterpretes —gruñó el joven humano—. Sé de qué son capaces, pero date cuenta de que esta vez parecen saber más de la cuenta.
—Si hablas en demasía, habrá otra persona que sabrá más de la cuenta —soltó Daelgar con un tono de aviso.
Se refería a mí, claro. Esta observación hizo que el señor Mauhilver se fijara otra vez en mi presencia. Me removí sobre mi asiento, inquieta, bajo su mirada aguda.
—¿En qué estabas pensando cuando te pusiste a seguirme? —preguntó entonces.
Muy a pesar mío, me ruboricé.
—Ya se lo he dicho, no me fío de usted. Dijo que nos avisaría cuando tuviese noticias de Lénisu, y usted no nos ha dicho nada.
El señor Mauhilver se recostó contra el respaldo de su silla, el ceño fruncido.
—Vamos a ver, chiquilla. Te dije que si sabía algo, lo comunicaría. Si no he dicho nada, es porque no sé más que tú sobre la cuestión. Si hubiese querido desentenderme de todo, os lo hubiera dicho a ti y a tus hermanos y os habría echado a patadas de mi respetable morada. Yo no me ando con innecesarias hipocresías, que eso te quede claro.
Hice una mueca y asentí, entre decepcionada y avergonzada. El señor Mauhilver carraspeó y añadió:
—Pero ahora que lo pienso, recibí un billete hace unos cuatro días en el que se me informaba de un hecho insólito.
Enarqué las cejas, y lo miré de hito en hito.
—¿Un hecho insólito? —repetí.
—Sí —contestó lentamente y bajando la voz—. Pero no sé si te conviene saberlo.
Me levanté de un bote, con los puños cerrados.
—¿Cómo que no me conviene saberlo? ¿Tiene que ver con Lénisu, no?
El señor Mauhilver, con los brazos cruzados, me observaba atentamente.
—Sí —repitió—. Tiene que ver con él. Como no me informaba del lugar donde se encontraba, no os he dicho nada, pero te lo diré ahora: uno de mis sirvientes lo vio en un albergue sobre la ruta de Ombay. Sé que estuvo ahí y sé también que su rastro ha desaparecido misteriosamente.
Palidecí y me sentí muy débil. ¿Lénisu había desaparecido otra vez? Recé con toda mi alma para que ese rubio aburguesado se equivocara.
—Te lo dije —continuó él, agitando la cabeza y como divertido—. Tu tío es un tipo de esos que desaparecen y vuelven a aparecer donde menos te lo esperas. Quizá se pase otros cinco años en los subterráneos —añadió, risueño.
Recuperó su seriedad cuando lo fulminé con la mirada, atónita y furiosa. Intenté calmarme y solté un gruñido.
—¿Está seguro de ello? —pregunté.
—Lo estoy. Y te prometo otra vez que si algún día me entero de dónde está, aunque esté metido en las más hondas profundidades del mundo, te lo diré. —Juntó sus dos manos y carraspeó—. No hay gran cosa que añadir, pequeña. Y ahora, si no quieres que te cante el gallo, deberías marcharte ya.
Se giró hacia Daelgar con una ceja enarcada y éste le devolvió una mirada neutra pero asintió con la cabeza.
—Por cierto —dijo el señor Mauhilver mientras yo daba un paso hacia la salida. Me giré hacia él, interrogante, y lo vi cavilar unos instantes antes de tomar una decisión—. He observado que no se te dan mal las artes armónicas. Al fin y al cabo la carta del que os envió decía que erais tres alumnos excelentes. Se nota que tienes cierta predisposición a las armonías pero quiero que sepas que ningún profesor en Dathrun tiene mucha consideración por todo lo que es armonía… Para muchos son artes inútiles, energías artísticas que crean tan sólo ilusiones.
Mientras hablaba, se había levantado y se había acercado a mí con una expresión misteriosa en el rostro.
—Pero las ilusiones —prosiguió, inclinándose hacia mí— son la magia del ingenio. Ni el mejor de los invocadores podría combatir contra un ejército. El mejor de los armónicos, sin embargo, podría inducirles al error, sin ni siquiera influenciarlos por dentro como hacen los brejistas. Y podría arreglárselas para que no lo viesen.
—¿Por qué me cuenta todo eso? —pregunté, con extrañeza.
El señor Mauhilver me observó unos instantes, como evaluándome, y creí ver dibujarse sobre sus labios una sonrisa sutil.
—Porque Daelgar necesita una aprendiz. Y ya que me tengo que ocupar de ti por ser sobrina de Lénisu, me ha parecido una buena idea escogerte a ti.
Tanto yo como Daelgar lo miramos, atónitos, aunque creo que yo lo hice más abiertamente.
—¿Una aprendiz? ¿Una aprendiz armónica? ¿yo? —dije, sin entender del todo lo que pretendía Amrit Mauhilver—, pero… pero Daelgar no es profesor de armonías, ¿no? No tiene la licencia de profesorado celmista, ¿a que no?
—Amrit Mauhilver —pronunció Daelgar, sin dejar de mirarlo—, ¿qué andas tramando?
El señor Mauhilver alzó los ojos al techo y cogió un bastón apoyado contra una pared.
—No se hable más —dijo—. Me parece una idea excelente y tengo curiosidad por saber lo que Lénisu pensará de esto. Tienes un gran potencial —me soltó, indicándome con el dedo— y no pienso malgastarlo.
Por mi parte, pensé que había algo más que mi “gran potencial”, pero no me atreví a replicar.
—Además, querida, todo lo que aprendas te ayudará para lo que tengas que hacer más tarde, con tu famoso amigo con huesos.
¿De veras saber esconderme con las armonías me ayudaría a esconderme de Jaixel? Ignoraba la verdadera potencia de las energías armónicas, pero dudaba de que Jaixel no fuese capaz de anularlas. Pero otro pensamiento me vino en mente al mirar a Daelgar. Él sabía cómo manejar las energías bréjicas. Empezaba a imaginarme que era un hombre misterioso y muy sabio, algo huraño y brusco pero leal a su señor e inteligente, y que acabaría por aceptar ayudarme en el propósito que me había fijado de eliminar de mi mente la filacteria del lich.
En ese momento, no me pregunté por qué diablos el señor Mauhilver insistía tanto en convertirme en la aprendiz de Daelgar. Más tarde, me hice la pregunta muchas veces.
* * *
Amrit conservó el silencio durante un rato cuando Daelgar hubo vuelto al despacho de abajo después de haber acompañado a Shaedra hasta la salida. Aún se sentía algo aturdido por la descarga de la atrapadora y pensaba que no recuperaría plenamente los sentidos hasta que no durmiese un buen trecho. El señor Mauhilver no madrugaría aquel día.
—Le has dejado marcharse —observó Daelgar con tono neutro.
Amrit alzó los ojos. Daelgar, junto a una mesa, se servía un vaso de zumo de manzana.
—Es una niña —se defendió—. Le he hecho prometer que no diría nada de esto a nadie.
Daelgar se giró hacia él y sólo entonces vio Amrit que sonreía.
—Nunca dejarás de sorprenderme —dijo—. Una aprendiz. Qué idea más disparatada.
Amrit frunció el ceño.
—No compartimos la misma opinión. Es una joven espabilada, quizás demasiado, y tú te aburres cada vez más en este pueblo. Algún remedio tenía que encontrar.
—Ese tipo de remedio se medita normalmente con más detenimiento —soltó Daelgar.
—Pero no te parece mala idea —observó Amrit, sin dejar de examinar su rostro.
Daelgar sonrió con todos sus dientes con aire misterioso.
—Es una idea mala que puede dar lugar a buenas ideas.
Amrit, sentado en su butaca, se masajeó las sienes, medio dormido.
—¿Qué vamos a hacer, Daelgar? Si empiezan a intentar capturarnos a nosotros, nos doy pocas esperanzas.
Daelgar tomó un pequeño sorbo de su vaso, pensativo.
—¿Conoces al llamado Delniz, el que soltó el sortilegio de iluminación? —preguntó.
Amrit negó con la cabeza.
—Ni idea de quién es ése.
—Yo lo conozco. Hace unos diez años, trabajaba para los Nézaru.
Amrit frunció el ceño.
—¿Los Nézaru? Pero… entonces, tenemos más problemas de lo que suponía. Si no sólo están detrás Easver y su tropa y también están los Nézaru… La cosa se está poniendo interesante —añadió, con aire satisfecho.
Daelgar lo contempló como si tuviese delante a un niño algo perturbado.
—No creo que Easver sepa nada de lo que ha ocurrido esta noche —comentó—. Si empieza a haber tanta gente al corriente, habrá que cambiar de planes, pero creo que hasta nos puede venir bien.
—¿Ah? Si lo dices. Espera un momento, dijiste que Delniz trabajaba para los Nézaru. ¿Ya no lo hace?
Daelgar se encogió de hombros.
—En la medida en que pertenece a los Nézaru, es probable que sí.
Amrit Mauhilver agrandó los ojos, sorprendido.
—¿Un Nézaru en Dathrun?
—Los Nézaru son famosos por su avaricia y su carácter aventurero —replicó Daelgar—. Pero es evidente que Delniz no es su verdadero nombre. En realidad se llama Arimelio Nézaru y es el segundo hijo de la familia. Tiene tu edad, veinticinco años.
—¿De qué lo conoces? —inquirió Amrit.
—Lo conocí en el monasterio de Alazul. Al parecer, sus padres lo destinaron al estudio de la espiritualidad y cuando tenía diecisiete lo mandaron a una misión caritativa en Kaendra. Hace ocho años —dijo, insistiendo en sus últimas palabras.
Amrit frunció el ceño, intentando recordar.
—Hace ocho años… Fue un año oscuro, ¿verdad?
Daelgar asintió, sombrío.
—Un año que pocos quieren recordar. El tercio de la población de Kaendra murió de las fiebres frías. Y otro tercio guardó secuelas para toda la vida.
—No sabía que habías estado ahí aquel año —se sorprendió Amrit.
—Tenía una misión que cumplir —dijo simplemente Daelgar.
—Trataré de informarme un poco más sobre ese tal Arimelio Nézaru. —Amrit se estiró y parpadeó, cansado—. Será mejor que vaya a acostarme. Esta noche tendré que ir a cenar con la condesa de Fuenteclara. Es una mujer muy astuta y querría mantenerme a la altura de su conversación.
Daelgar, que estaba acabando su vaso, tosió, como sofocándose.
—De ella no sacarás nada —declaró—. Nunca la conocí personalmente, pero dicen que fue la más hermosa dama de la Corte y la más astuta maquinadora, y según dicen, su hermosura se ha reducido con los años pero su espíritu de intriga ha alcanzado su punto álgido.
—Es una experta en todo lo que se refiere a joyas —intervino Amrit.
—Sí, pero también es muy curiosa. De todas formas, siempre puedes intentarlo. Y ahora, ve a dormir o acabarás por desencajarte la mandíbula.
Amrit se levantó perezosamente.
—Esta atrapadora me ha debilitado todos los músculos.
—Admito que nunca he probado tirarme de pleno en una atrapadora —replicó Daelgar con tono burlón—. Te prepararé un brebaje para que te devuelva el ánimo. Buenas noches.
—Buenas noches —contestó Amrit, en medio de un largo bostezo—. Ah, por cierto, le compré un magnífico collar de tres mil doscientos kétalos con perlas de áeser y una escama de dragón leawargo. ¿Crees que le gustará?
—Tú eres el experto en esa materia —replicó, y como Amrit le dedicaba una ancha sonrisa burlona, puso los ojos en blanco—. Anda, vete a la cama, muchacho.
Amrit Daverg Mauhilver, con una sonrisa en el rostro, salió y cerró la puerta detrás de él con un ruido sordo.
* * *
Cuando salí de la rúa Sin Paso, sentí que me observaban pero mis intentos por ocultarme con las armonías fracasaron estrepitosamente.
«Ya creí que no volverías a salir de ahí», dijo Syu, mientras corríamos por las calles hacia la avenida principal.
«No digas tonterías», repliqué. Y entonces le conté lo que me había ocurrido. El mono gawalt no acabó de entender por qué me metía a aprendiz de armonías cuando lo que quería era aprender a controlar las energías bréjicas para, según le dije, “reparar algo en mi mente que tenía en más”. Admito que cualquiera no lo habría entendido y creo que ni siquiera yo tenía las ideas claras en aquel momento.
«¿Así que el saijit que te ha liberado de la atrapadora ahora va a ser tu maestro?», preguntó el mono gawalt.
Asentí. «Y tengo mi primera cita dentro de tres días.»
«¿Podré ir yo también?», preguntó Syu.
«Te aburrirías», pretexté.
«¿Estamos con las mismas, eh? No quieres que te acompañe a ningún sitio, nunca.»
Escuché su frase con cierta sorpresa.
«Si te apetece, puedes venir», gruñí, resignada. «Pero ya verás como no aguantas ni diez minutos.»
El mono, orgulloso, se encogió de hombros entre las sombras de la noche, sin contestar. Levanté los ojos hacia el cielo estrellado y sereno y suspiré, tranquila, decidiendo que finalmente no había sido un error ir a Dathrun esa noche. Cuando bajé la cabeza hacia la avenida principal, mis ojos divisaron una sombra familiar y fruncí el ceño, ocultándome en las sombras. ¿Quién…?
De pronto, me asaltaron unas tremendas ganas de reír y me tapé la boca con fuerza mientras mis ojos seguían la silueta de Murri avanzando en la calle con en la mano un enorme ramo de flores. Decidiendo que lo mejor era no interrumpir sus planes, me deslicé entre los grandes árboles plantados en la avenida y emprendí el camino inverso al de Murri, dirigiéndome hacia el Puente Frío.
«¿Ése era tu hermano, verdad?», preguntó Syu.
«Sí», contesté, con una risita.
El mono permaneció en silencio un momento, como pensando. Entonces, saltó sobre un árbol y de ahí sobre mi hombro.
«Parece que me ha tocado una familia de hábitos nocturnos», dijo simplemente.
«¿Y eso es malo?», repliqué con una sonrisa, mientras me daba cuenta de que Syu parecía totalmente convencido de que pertenecía a la misma familia que yo.
«Es difícil contestar a eso.» Syu meditó durante unos instantes. «Los saijits tienen ideas raras. Ningún gawalt se pasearía con unas flores.»
«Es un símbolo», expliqué pacientemente, sintiendo que me entraban otra vez ganas de reír. «Murri va a dar las flores a Kéysazrin porque la quiere.»
Syu resopló. «Los saijits tienen ideas raras. Los gawalts no necesitamos flores para eso.»
Le rasqué la barbilla, sonriendo. «Cada uno es lo que es.»
Syu asintió. «Cada uno es lo que es y tú nunca podrás pasar por encima de los muros tan bien como yo.»
«Y tú nunca podrás jugar con siete pelotas a la vez», repliqué con el mismo tono arrogante.
A partir de ahí, empezamos a decir todo lo que uno hacía mejor que el otro hasta que ambos nos dimos por vencidos y nos reímos al unísono. De esta manera llegamos al puente de Dathrun. En aquel momento, nos quedamos en silencio de suerte que me puse a pensar en la situación presente. No lograba apartar de mi mente un pensamiento inquietante: ¿dónde estaba Lénisu ahora? ¿Y dónde estaban Deria, Aleria, Akín, Aryes y Dol? ¿Alguna vez volvería a verlos?
«Es inútil repetirse tantas veces cosas que hacen daño», intervino Syu.
Me sorprendía cómo a veces Syu era capaz de adivinar mis pensamientos mucho mejor que yo los suyos.
«Estaba pensando.»
«Pensar. Pensar no es repetirse lo mismo a cada instante», replicó el mono. «Los saijits le dais vuelta a los problemas que no sabéis solucionar. Es una conducta totalmente exótica.»
Dejé escapar un suspiro cansado.
«No, Syu, hay problemas que pueden tener una solución y éste es uno de ellos. El problema es que no sé cómo encontrar la solución.»
Me quedé un instante contemplando la Luna, con los pensamientos perdidos, antes de agarrarme a la barandilla y desaparecer de encima del puente Frío en silencio.
Quisiera en primer lugar dar las gracias al mundo del software libre y de la cultura libre en general, en particular a los desarrolladores y contribuidores de los programas que me han facilitado la escritura gracias a herramientas de trabajo como Vim, frundis, Xmonad, Bépo, LaTeX, Gimp, y por supuesto la distribución Gentoo Linux y OpenBSD, así como a tuxfamily por el alojamiento de ficheros del proyecto.
Asimismo, a todos los que han contribuido y contribuirán al proyecto del Ciclo de Shaedra, en especial a mi familia.
No olvidaré tampoco a los escritores de fantasía que me han llevado, desde pequeña, a imitarlos y a escribir mis propias sagas.
Contribuciones En la lista siguiente figuran los nombres o apodos de las personas que han contribuido a esta saga y que han querido ser mencionados:
Catherine (Tenisejo), Iñaki, Marina (Kaoseto), Yon (Anaseto)
¿Quieres contribuir al proyecto? Te recomiendo que pases por la sección dedicada al desarrollo en la página del proyecto: http://bardinflor.perso.aquilenet.fr/shaedra/participer-es.
Imágenes Se pueden encontrar imágenes de la saga (mapas, personajes, etc.) en la página del proyecto: http://bardinflor.perso.aquilenet.fr/shaedra/galeria-es.
Esto es un glosario de algunas palabras clave de la historia para ayudar a la comprensión del mundo. Es un simple memorándum y no es para nada imprescindible conocerlo. Y es que incluso la autora, a veces, olvida cuáles son los días de la semana.